Actualizado: 28/03/2024 20:07
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Repatriación, Bienes, Exilio

El extraño caso del señor «Gilbertman»

El castrismo es ese adormecimiento de la razón, del movimiento involuntario de la conducta, el aplanamiento de las emociones

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La corrupción del gusto forma parte de la
industria de los dólares y hace juego con ella.
Edgar Allan Poe

Un tal Gilberto ha vuelto a ser noticia hace unos días. Cumpliendo sanción con internamiento en Cuba por un rosario de delitos —Lavado de Activos, Falsificación Fiscal, Evasión de Impuestos, Sustracción de Electricidad, Cohecho, Privación de Libertad y Actividad Económica Ilícita— el joven de apenas 30 años había emigrado a Estados Unidos y regresado a la Isla por la llamada repatriación, lo cual le permitió llevarse cientos de miles de dólares y objetos de valor producto de defraudar el sistema financiero norteamericano. Lo nuevo con Gilbert Man, como se hacía llamar, es que tenía una serie de privilegios en la dura cárcel cubana.

Tan pronto el falso reguetonero Gilbert Man fue detenido, la prensa de la Isla le dedicó artículos escritos por sus mejores comisarios. La idea central de los párrafos era la presunción de que el delincuente es una expresión paradigmática de la sociedad de consumo capitalista, por más señas, de la comunidad cubana en el sur de la Florida, en Miami. Gilbert Man, confeso falsificador de tarjetas de crédito —delito muy extendido por acá—, es para los operadores ideológicos del castrismo algo más que un simple malandro; Gilberto es el patrón de la corrompida juventud yanqui, y munición de la guerra cultural norteamericana contra la sana sociedad socialista. Como en la Isla nada es casual, resulta curioso el descubrimiento por las autoridades penitenciarias de los privilegios de Gilbert Man en las mazmorras castrenses. Podría leerse de esta manera: para que nadie se equivoque, aquí en Cuba la cárcel es dura, muy dura para cualquiera.

En el “extraño” caso del señor Gilbert Man se entretejen varios temas de actualidad. El primero es la llamada repatriación. Hasta hace muy poco la cifra de cubanos repatriados era de decenas de miles, y hoy sigue creciendo. El gobierno cubano ha dado facilidades para el trámite, incluyendo el derecho de Menaje de Casa, por el cual quien regresa puede traerse muebles y otros artículos. Las leyes norteamericanas, en respuesta al ardid comunista, van a impedir que las pensiones y otros recursos financieros sean trasferidos a quienes han restituido sus derechos de cubanos, que son “los establecidos en la Constitución de la República como cualquier otro ciudadano cubano (políticos, electorales, sociales, asistencia para la salud, de distribución alimenticia, educacionales si fuere el caso, etc.)”.

Existe, sin embargo, una repatriación que no obedece a la solitaria vida del anciano emigrado a estas tierras, sino a una visión de negociante con el futuro: invertir y comprar propiedades en Cuba para cuando “aquello se caiga”. En este grupo de videntes regresados habría que incluir a quienes, como Gilbert Man, han defalcado el tesoro norteamericano, y como aparentemente no hay mecanismos de control entre ambos países, levantan una casa, compran una finca, abren un paladar en cualquier ciudad sin que nadie pregunte de dónde salió el dinero. Puede que el gobierno se haga de la vista —y el bolsillo— gordos. Todo lo que necesita el inversor repatriado —y que no hizo Gilbert Man— es ser discreto, no meterse en política, y si puede, mostrar arrepentimiento, colaborar con las personas-que-lo-atienden, incluso hacer la guardia del comité y donar un poquito de sangre, sin tacañería, solo un poquito de sangre “de allá” para la gente de “acá”.

Antes de proseguir con el recurso de la repatriación como método de escapar a la justicia norteamericana, es apropiado señalar que en esta orilla también se cuecen habas. Que el gobierno cubano a través de testaferros radicados en el sur de la Florida es propietario de casas, edificios, escuelas privadas y otras inversiones no debe sorprender a nadie. Mientras los federales persiguen a los “boliburgueses” y “enchufados” de Venezuela, los astutos castristas han comprado medio Miami y nadie se da, o quiere darse por enterado. No hay nada ilícito en comprar una propiedad. Pero sí al justificar —lavar— el dinero con empresas extrajeras, y poner a funcionar los alquileres como fuente de dinero “legal” que regresa a las arcas cubanas en forma de “remesas”. Limitar el monto de las remesas ha sido la manera de tapar el inadvertido y eficiente poro por donde escapan millones de dólares.

Tampoco hay nada condenable en repatriarse, por supuesto. Por la intensidad del trabajo y la idiosincrasia del Norte, los viejitos viven solos la mayor parte del tiempo; sus días finales transcurren en un Day Care —una especie de “Circulo Ancianil” donde vuelven a jugar, cantar y pasar el día como setenta años atrás—; o en un “Home”, un lugar habilitado para esperar la muerte en compañía de desconocidos. La ilusión de morir mirando el malecón de la Habana, o en la finca donde se creció feliz entre mangos, aguacates y gallinas ponedoras, son tentaciones muy fuertes para renunciar a hacerlas realidad. Y si ahora el régimen lo facilita todo…

A veces no es fácil regresar al lugar de donde se salió, por voluntad propia o inducida. El emigrado, dijo Publio Sirio, es un muerto sin tumba. No importa cuánto quieran los recuerdos ser revividos. Una cosa debe estar clara: del pasado, como en la novela de Rulfo, solo pueden venir espectros, apariciones de muertos, sombras de un ayer que ya es inaccesible. Por eso muchos repatriados viven en una suerte de hipnosis, un sueño despierto, la angustia de estar entre dos mundos incompatibles, contrapuestos.

A esta altura de la narrativa es fácil para quienes tengan alguna suspicacia literaria adivinar que Gilbert Man y otros como él, podrían ser como el señor Valdemar, el personaje de Poe que se brinda para ser hipnotizado poco antes de morir. En la terrorífica historia, la hipnosis del señor Valdemar evita la corrupción del cuerpo, pues su mente permanece activa, dominando la carne. Valdemar sabe que está muerto, pero al mismo tiempo vive porque puede sentir. Y sufre. Sufre la dicotomía de querer morir mientras alguien afuera lo mantiene intensamente hipnotizado. Es el estado hipnótico quien impide el discurrir de la naturaleza: polvo eres y al polvo regresarás, volverás a ser parte del Universo.

Al final, cuando el hipnotizador decide poner fin al tormento, y despierta al señor Valdemar, sus restos mortales se convierten en una masa gelatinosa y fétida. La hipnosis, el espejismo de una segunda vida, de una oportunidad adicional, es lo que sucede a algunos individuos que aceptan regresar al estado hipnótico que es el castrismo. El castrismo es ese adormecimiento de la razón, del movimiento involuntario de la conducta, el aplanamiento de las emociones. Los hipnotizados creen, como Gilbert Man, que pueden volver a vivir como si nada hubiera sucedido. Pronto los despierta la realidad. Es entonces cuando se convierten en “una masa casi líquida de repugnante, de abominable putrefacción”.


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