Actualizado: 15/04/2024 23:17
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Trabajo, Economía, Cubanos

El mito de la ancestral laboriosidad del cubano

El discurso del trabajo duro, revolucionario, con el fin de dotar de bienes a la nación y mejorar su estatus internacional, no logró extenderse por la Isla

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Cuba había echado su suerte desde 1793 al azúcar, y si bien esa decisión en un inicio lleva a la Isla a convertirse en uno de los lugares más prósperos del planeta, para mediados del siglo XIX la hizo entrar en un callejón que solo prometía angostarse con el paso del tiempo.

No es tanto que la Cuba geográfica posea escasos recursos materiales, ya que otras naciones con aun muchos menos habrán de lograr consolidar su desarrollo desde entonces. El asunto está, entre otros muchos, por supuesto, en que con el azúcar, y también con el café, en Cuba se habrá de acentuar la ancestral mala opinión del trabajo duro, físico, o intelectual.

Es esta una tradición, la de rechazo a admitir el trabajo duro como algo digno de aplauso social, que nos venía de la España Imperial de los siglos XVI y XVII. En donde se despreciaba como de gentes de la más baja calaña a cualquier oficio que no tuviera que ver con la espada, la pluma o la oración. Librarse de la afrenta del trabajo duro, en que se debe ganar el pan con las manos o con el sudor de la frente, es sin dudas la aspiración máxima de aquella mayoría de plebeyos que se hicieron a la mar, en condiciones precarias de navegación, para mejorar en el Nuevo Mundo sus condiciones de vida y las de sus hijos.

Aspiración realizable en el paraíso tropical que es la Isla de Cuba, donde se podía vivir a la intemperie bajo el dosel del arbolado interminable[i], y en general no hacía falta ocuparse de sostener la vida humana para hasta conseguir gozar de los placeres más elementales (siempre los más apetecibles), ya que todo se daba en las matas y solo había más que estirar el brazo para agarrarlo.

Pero realizable también gracias a que aquí, desde la misma conquista, siempre hubo abundancia de algún contingente humano esclavizado para ocuparse de lo poco que hubiera menester: En lo fundamental, tras el agotamiento del oro en los lavaderos y durante más de doscientos años, irse al campo y quitarles el cuero a las vacas, o recoger la miel de las abejas cimarronas. Los más duros trabajos de los que en esencia se vive en esta Isla entre 1530 y 1700, que lo demás, cosa de blancos, era la aventura de irse de contrabando, a tenderle celadas matreras a ingenuos corsarios gabachos, o a asaltar por sorpresa, desde largas piraguas, a los buques ingleses que se atrevían a pasar por los alrededores de las costas de esta Somalia de las postrimerías del diecisiete y principios del dieciocho.

El azúcar y el café, producidos mediante la explotación del trabajo esclavo de millón y medio de africanos, de los cuales en muchos casos no quedan trazas genéticas hoy día, porque en un considerable número no alcanzaron a reproducirse debido al desequilibrio abismal entre mujeres y hombres que tuvo esta inmigración forzada, o porque no duraron lo suficiente en medio de las brutales condiciones de trabajo a que se los sometió por los blancos (o que por tales pasaban), tales productos coloniales solo vinieron a acentuar esa tendencia a mal mirar al trabajo manual. Actividad que entonces se reafirma como de gente de muy baja entidad: de negros.

Sin contar con que la labor administrativa y técnica de las fincas cafetaleras y las haciendas azucareras, es dejada desde el mismo principio del boom plantacionista en manos de extranjeros, sobre todos franceses de Saint Domingue.

Todo esto crea precedentes que explican nuestro inveterado atraso, más que en la mala fe de otros, en tendencias propias a nosotros mismos: la visión del trabajo duro como cosa de extranjeros, pero sobre todo como cosa de negros, quienes no solo se habrían de ocupar de las labores agrícolas en la plantación, sino también de trabajos como los de la albañilería, la importante carpintería naval, la herrería o la ebanistería (esas joyas del trabajo en metales o maderas preciosas que hoy vemos en nuestras ciudades más antiguas es obra de manos artesanas mulatas o negras, que los blancos aquí no se ocupaban de esas manualidades, las cuales sin embargo hoy a nosotros nos deslumbran y enorgullecen de nuestro pasado).

De hecho, fue este dejar las labores manuales en manos de negros y mulatos lo que condujo a que nuestra primera burguesía en propiedad no fuera blanca. A la cual burguesía, por miedo o envidia de los blancos cubanos, y en parte por lo que los funcionarios coloniales adivinaron podrían robarles en medio de las expropiaciones, se la hizo casi desaparecer durante la Conspiración de la Escalera. Conspiración que no fue más que una invención blanca cubana para quitarse de en medio a tanto negro letrado, hasta poeta[ii]; a la vez que para que los pícaros funcionarios peninsulares tuvieran con que cargar a la vuelta para España.

O en todo caso el trabajo es cosa de guajiros. Que por otra parte, como nos señalara la Condesa de Merlín, y tanto visitante ajeno, trabajaban si acaso la mañana del martes, del miércoles y el jueves, que no siempre, y lo demás lo dedicaban a holgazanear, a jugar a la ruleta o al monte, a reñir gallos, a tocar guitarra, a jugar…, a secuestrar guajiritas, a jugar…, a agarrarse a machetazos, o a perseguir negros cimarrones, como parte de alguna de las abundantísimas partidas de rancheadores, a las que se integraban con incuestionable deleite en lo que era su deporte favorito: la caza del negro fugado[iii].

La mutua e histórica animadversión entre negros y guajiros, bastante similar a la que en el Sur de EEUU ha existido siempre entre afroamericanos y pequeños blancos (aunque en nuestro caso siempre moderada por las élites), se explica en parte en la posterior urbanización del primero, tras perder en los desalojos de inicios de la república, que en lo principal solo los afectaron a ellos, la poca tierra de la que habían alcanzado a hacerse tras el fin de la esclavitud en 1886; pero sobre todo en el odio recíproco que se tuvieron estos dos grupos ubicados en lo más bajo de la pirámide social de la Colonia, mientras ambos compartieron el espacio rural.

Esta mala influencia de los productos coloniales es precisamente lo que nos señala Fernando Ortiz en Contrapunteo cubano del Tabaco y del Azúcar: que a diferencia del tabaco y su necesidad de trabajos duros y continuados para su cuidado, la increíble riqueza creada por el azúcar y el café no fue a la larga más que una desgracia, ya que retroalimentó nuestra congénita visión despectiva del trabajo duro. Pero contrapunto también entre la tradición del tabaco, que implicaba la proliferación de la pequeña propiedad agrícola, tan prometedora en los principios del siglo XVIII, la que sin embargo es pronto puesta a vegetar por las medidas monopolizadoras del Gobierno español (El Estanco), con la tradición del azúcar y el café, basadas a su vez en la gran propiedad terrateniente.

Cuba, ciertamente podría haber causado un poco más de muertes a nivel global a resultas del tabaquismo, de haber triunfado el tabaco, pero a la vez habría terminado convertida en una sociedad dotada de una mejor distribución de la tierra, a la vez que de una mayor estima entre sus habitantes por el trabajo duro; y lo más importante: esa mayor estima se habría debido a una tradición nacida de las propias necesidades materiales de la Tierra Cubana.

Porque el cada vez mayor respeto por el trabajo duro que se observa en Cuba desde el último cuarto del siglo XIX, y sobre todo en la primera mitad del XX, al menos hasta el triunfo de la última revolución, ya no tendrá que ver con un movimiento de respuesta a necesidades materiales, nacido de la misma tierra cubana, sino por sobre todo con una influencia externa controvertida, que de por sí tiende a también a complejizar el lugar y valor del trabajo duro en el ideario nacional: la de nuestros más cercanos vecinos por el Norte, Estados Unidos de América.

Independientemente del fin de la esclavitud, y de que en la segunda mitad del diecinueve Cuba asiste a una ola de inmigración española, la cual, al dirigirse no solo hacia la administración, sino también hacia la actividad comercial, el transporte, y hasta las labores industriales azucareras, contribuye a dotar a dichas ocupaciones de algún prestigio social, lo cierto es que la influencia americana es la que entre nosotros contribuye a elevar la percepción social del trabajo duro. Lo cual ocurre a través de dos vías, una relacionada con la influencia que genera el trato personal, y otra calculada, que después con Martí llega a convertirse en una especie de programa político-social para más que sacar adelante las virtudes de los cubanos, crearlas, o más bien trasplantarlas.

Es en primer término la relación personal y continuada de los que, procedentes de las clases altas y medias, se van a estudiar allá en número crecido ya desde las primeras décadas del diecinueve; pero después la de los muchos más que del mismo origen social emigran por razones políticas entre 1848 y 1852, y sobre todo entre 1868 y 1874; y por último la de la emigración económica de los obreros de las tabaquerías (varias decenas de miles), a los que el proteccionismo y las crisis lanzan en grandes cantidades a Nueva York o a la Florida, a finales de los 1880, la que comunica a un gran número de cubanos la admiración y el gusto por los valores americanos. Por sobre todo por el consumo como símbolo de estatus. El cual consumo, por cierto, al menos en la nueva situación mundial posterior a la Primera y Segunda Revolución Industrial, no se lo puede mantener mediante las ancestrales maneras cubanas, que incluyen el identificar a quien vive del trabajo duro con la más baja clase social, sino mediante la metódica aplicación a labores rutinarias con un sentido absolutamente reglado del tiempo de vida[iv].

Pero también está el hecho de que no solo es que los cubanos deseen consumir, confort y el estatus relacionado con ellos, sino que además se han convencido, y han sido convencidos por España, de la necesidad de ser diferentes de los españoles. No obstante, como todavía la nacionalidad no ha logrado diferenciarse totalmente por sí misma, gracias a un proceso intrínseco de desarrollo, los criollos se verán obligados a hacerse, de manera consciente y premeditada, con valores ajenos que completen ese ser diferente del español que poco a poco se ha creado en la Isla por voluntad cubana y tozudez ibérica: ¿y dónde mejor buscarlos que en EEUU, tan cercanos, prósperos, sostenibles, y en donde el experimento independentista no ha terminado en un estado fallido como esos que son la regla sin excepciones al sur del Río Bravo, estados “nacionales” solo eficientes en la producción de una degollina tras otra?

Pero tampoco nos engañemos: en el fondo tanto el ánimo diferenciador, como la selección de lo americano para tomar de allí lo que faltaba en el proceso, en todo caso responde a la comprensión, por los amplísimos intereses azucareros cubanos (no reducibles solo a los de los hacendados), de que al en Europa extenderse la subvención estatal al azúcar de remolacha solo le va quedando a la en otros tiempos azucarera del mundo el mercado norteño, al que por necesidad hay que aproximarse y favorecer en lo posible; mas, por sobre todo, al apasionado enamoramiento de ciertos sectores cubanos medios con los valores americanos de confort, familia y trabajo duro, los cuales de seguirse ya no solo les garantizarán diferenciarse de los medievales, morunos españoles, sino que los colocarán nada menos que en la cúspide de la escala de valores global de la época. O sea, una solución a la disonancia auto identificatoria que provocaba en ellos la diferencia entre la riqueza en que han vivido sus padres en la Isla, que los anima a buscar un reconocimiento nacional más coherente con esa abundancia, y su estado de subordinación política a una potencia europea que por entonces cae de segunda a tercera categoría (y aun a cuarta).

Dejemos algo claro en lo dicho hasta ahora: en Cuba muy rara vez, y en muy contados individuos, puede encontrarse ese amor por el trabajo mismo como forma de auto justificarse la existencia personal, central en la visión protestante. En la cual mediante el trabajo el hombre termina, para mayor gloria de aquel, la obra iniciada por Dios. El cubano nunca ha limpiado un campo porque de esa manera transforme a la naturaleza a la manera en que los protestantes iniciales creen que Dios desea que hagan aquellos que han sido hechos a su imagen y semejanza. El cubano no trabaja por compulsión intrínseca, sino porque ha decidido ser moderno, como los americanos, o sea, consumir como ellos; lo que no se puede satisfacer a menos que se trabaje también como ellos, al menos en las formas más externas.

No es, no obstante, explícitamente el consumo lo que los cubanos independentistas, o anexionistas, que nunca andan muy lejos los unos de los otros[v], tomaran para demostrar su diferencia de los holgazanes españoles, que viven en general como los gitanos, sin confort y sin consumir, de la mano de Dios, sino su supuesta mayor inteligencia, o cultura, y sobre todo su aun más supuesta mayor disposición para el trabajo duro que los peninsulares. Lo que habrá de demostrarse toda una fantasía cuando ya con Cuba independiente y republicana, al menos en las zonas menos influidas por la relación directa con EEUU (Camagüey y Oriente), los empresarios americanos que fomentan ferrocarriles y minas habrán de preferir siempre al esforzado y frugal jornalero peninsular que al díscolo, y admitámoslo, muy poco trabajador cubano ancestral, no pervertido por los contactos con el Norte.

Que las cosas funcionaron precisamente así lo demuestra el propio hecho de que José Martí, en su programa político, El Manifiesto de Montecristi, fue muy consciente de la necesidad de esa influencia americana, y por ello la promovió, más que entorpecerla. Para Martí es en la convivencia horizontal de los campamentos en donde los emigrados desempeñarían el importantísimo papel de trasvasadores de los valores y conocimientos necesarios para crear una nación moderna, capaz de sustentarse a sí misma en el trabajo duro y creador de sus componentes:

…y en el crucero del mundo, al servicio de la guerra, y a la fundación de la nacionalidad le vienen a Cuba, del trabajo creador y conservador en los pueblos más hábiles del orbe (EEUU, por supuesto), y del propio esfuerzo en la persecución y miseria del país, los hijos lúcidos, magnates o siervos, que de la época primera de acomodo, ya vencida, entre los componentes heterogéneos de la nación cubana, salieron a preparar (en EEUU), o en la misma Isla continuaron preparando, con su propio perfeccionamiento, el de la nacionalidad a que concurren hoy con la firmeza de sus personas laboriosas, y el seguro de su educación republicana.

Para el Martí al que le quedan menos de dos meses de vida, en trance ya de marcharse a la guerra necesaria que él ha levantado, existe en Cuba una primera época “de acomodo”, afortunadamente ya vencida (esa en que las cosas se nos daban en las matas), gracias al ejemplo “del trabajo creador y conservador” de los pueblos “más hábiles del orbe”, y que permite a su vez “la fundación de la nacionalidad”, por sobre todo gracias a aquellos que “salieron a” prepararla en los dichos pueblos… aunque, y para eso esa oración adicionada a última hora con un guion, tampoco se debe desconocer a los que quedaron en la Isla. Que también a ellos en Cuba ha llegado ese ejemplo, muchas veces por vías indirectas; o en todo caso no conviene por consideraciones políticas dejarlos de lado, al declarar de manera tan abierta su íntima preferencia más que por los valores que aún persisten de la época “de acomodo”, los valores ancestrales cubanos, por los que los elementos emigrados traerían de vuelta a la República en Armas, o a la ya independiente[vi].

Y es que Martí no era tan poco consciente de la real naturaleza de la cubanidad, a la manera en que algunos pretenden lo era. Porque si bien es cierto que a diferencia de otros vivió poco en el país, él lo hizo sin embargo en lo más profundo suyo, en numerosos barrios habaneros donde la cantidad de virtud no sobrepasaba nunca a la de vicio. Martí, ganado por la idea de convertir a Cuba en un país moderno situado en el pelotón de avanzada de naciones que guiaban el progreso, sabía muy bien lo mucho que faltaba; pero comprobó cómo, y a pesar de las tendencias nada virtuosas de la cubanidad, los cubanos en EEUU eran capaces de superarlas y adoptar los valores necesarios para cumplir con su sueño nacional, y en consecuencia se propuso estimular esa influencia americana.

Destaquemos que, con este aspecto del programa martiano, el apoyar el trasplante de ciertos valores americanos a la cubanidad, la República cumplió aceptablemente. La idea del trabajo duro, como necesidad imprescindible para alcanzar el estatus de moderno y así igualarnos al pueblo que para nosotros más lo era, se extendió durante el periodo republicano a un significativo por ciento de la población, y no dejó a un solo individuo a quien no afectase en alguna medida, negativa o positivamente. De hecho, existen testimonios desde fines de los cuarentas de que, en la sociedad cubana, al menos en parte de su clase media y en sus principales ciudades, había comenzado a ocurrir una transformación hacia un tipo de cubanidad algo más racional y fría, más “protestante” incluso, tanto que no pocos periodistas llegaron a registrar ese cambio de aires nacionales, al que también se refiere Mañach cuando por esta época retomó su clásico estudio de los años veinte sobre el Choteo.

No obstante, el proceso no llega nunca a completarse, ya que en enero de 1959 llega al poder lo que en este aspecto particular podría considerarse una reacción contrarrevolucionaria de las tradiciones y sectores que no están a bien con dicha evolución.

Llega al poder una poderosa coalición entre la tradición nacionalista de cruzada de liberación nacional, aquella que nace en la creencia de los caudillos regionalistas de las guerras de independencia de que basta para alcanzar la independencia con oponerse, desde su rinconcito bucólico, a cualquier influencia externa, ya no solo la española, con los amplios sectores segregados del modelo de desarrollo republicano, que no son por cierto minoritarios.

Es significativo, en este sentido, el rápido apoyo que los negros cubanos (una de esas minorías) le brindan a la revolución del 59 en el poder, cuando, dígase lo que se diga, nunca se lo brindaron más que en casos muy individuales antes del 1º de enero[vii]. Un rápido apoyo que está en relación directa con su anterior segregación del modelo republicano.

Pero sobre todo debe destacarse el apoyo del pequeño blanco cubano, del guajiro. En especial del que habita en las zonas de nueva colonización de las sierras orientales, en que la precariedad legal de la pequeña propiedad es total. Formaran ellos el núcleo del ejército revolucionario sobre el que después se erigirá el poder castrista[viii], y así dotan a la Revolución de ese carácter que la asemeja tanto a aquellos movimientos de montañeses, de pueblos excéntricos, que en el Irán hasta el otro día bajaban de cuando en cuando de sus montañas, o salían desde sus pantanos o selvas, para conquistar el centro civilizado e imponer sus valores retrógrados[ix].

La Revolución por tanto lleva dos resentimientos frente a los adoptados valores americanos del trabajo duro, que sirven a su vez para adquirir el estatus que en el mundo de la modernidad americana solo da el consumo: el de la tradición nacionalista, que no está nunca a bien con la americanización que implica aceptar tal sistema de valores, y el de la mayoría (quizás un 60%) que durante la República nunca consiguió realizar el sueño de la ecuación completa, o sea, tener un trabajo estable y bien pagado para consumir, en la medida sancionada por la opinión y la propaganda comercial, lo necesario para sentirse persona, en una sociedad en que sin dudas no eras nadie si no lo hacías.

Ante esto la respuesta será imponer un nuevo sistema de valores, basados en el trabajo duro, pero en provecho ya no del individuo, sino de la colectividad. O sea, más o menos la nueva ecuación, revolucionaria, es esta: Trabajo duro pero no para elevar el consumo del individuo y con ello su estatus de moderno, sino para dotar de más recursos a la nación y así en primer lugar elevarla a ella, no al individuo, a la categoría de moderna, a la vez que dejar mayor cantidad de recursos en manos del caudillo nacional (Fidel Castro, claro), para la implementación de una cruzada en que Cuba intenta salvar con sus nuevos valores a toda la América Latina, o sea, enfrentar con sus flamantes valores a EEUU en toda el área Latinoamericana y del Caribe… pero pronto también a todo Occidente en el África.

Esta nueva versión falla por varios factores. En primer lugar y sobre todo porque poco tienden a durar las cruzadas, mucho más en los individualistas y consumistas tiempos modernos.

Las cruzadas requieren del individuo un enorme esfuerzo de concentración nerviosa en grandes fines trascendentes, supra-cotidianos. Por lo que el cruzado de filas, para quien a diferencia de los jefes la satisfacción, material o de incremento tangible de estatus, que tal esfuerzo le deja es siempre incomparablemente menor que el esfuerzo empleado, terminará tarde o temprano por adoptarla desde lo más aparencial. Desde el aparato de una exterioridad rutinaria, mientras en la vida concreta los valores ancestrales cotidianistas se refuerzan como los verdaderos guías profundos de la conducta.

Téngase en cuenta que la nueva ecuación revolucionaria implicaba una comunitarización de los esfuerzos del trabajo duro alrededor del Estado. Mas en Cuba no había tradición de socialización del esfuerzo, y por otra parte el Estado desde siempre había sido visto como algo ajeno, molesto, frente al que solo cabía acatar sus decisiones, aunque sin cumplirlas, y por sobre todo, tratar de o entrar en sus estructuras para usar en provecho personal los muchos bienes controlados por él, o chantajearlo desde alguna agrupación momentánea, para obtener del mismo ciertas ventajas sectoriales.

Es así que el discurso del trabajo duro, revolucionario, en pro de dotar de bienes a la nación y mejorar su estatus internacional, no provoca el que los valores del trabajo duro se extiendan a los sectores de la sociedad desfavorecidos por el modelo de desarrollo republicano, sino que por el contrario extiende de nuevo más allá de ellos la idea de que todo se da en las ramas. Ahora ya no en las de las ramas del paraíso tropical cubano, sino en las de un Estado paternalista que para mantener este estado de cosas no duda en dilapidar primero las riquezas dejadas atrás por la República, y luego en sacar provecho de su diferendo con EEUU. Al presentarse como el aliado ideal de todo aquel que en el mundo contemporáneo tuviera alguna cuenta pendiente con dicha nación, sobre todo si habita a la vista casi de sus costas; a cambio, claro está, de que el tal socio asumiera sostener económicamente al país.

O sea, la Cuba Revolucionaria no fomenta el trabajo duro más que en el discurso inicial de su primera década homérica. A la vez que en la realidad contra la que no puede luchar estimula un socialismo como el que ya hubiera propuesto aquel innegable hijo de la tierra cubana, Pablo Lafargue, en su Derecho a la Pereza. Obra que en cierto sentido puede ser asumido como el verdadero programa de la vida de pachanga constante, aunque igualitaria, en que gracias a los masivos subsidios soviéticos se vive en esta Isla entre 1973 y 1989[x]. En que por otra parte se realiza y extiende a toda la sociedad el sueño de ciertos sectores de la clase media republicana: vivir de un empleo (botella) del Estado. Creado este empleo “fantasma” por el propio Gobierno, más con la intención de asegurar la existencia de esa clase media, que de producir algún resultado de interés mediato para la sociedad en su conjunto.

No obstante, la URSS comienza a alejarse de Cuba en abril de 1989, para finalmente desaparecer de nuestra vista en 1992. Con lo cual el derecho a la pereza ya no volverá a ser sostenible, al no encontrar el estado revolucionario ni en chinos, ni en venezolanos, quienes pagaran con la misma liberalidad soviética por la existencia de un bastión anti-norteamericano a solo 90 millas de las costas de aquel país.

El país entra irremediablemente en el periodo especial del que todavía no ha salido. En el cual la evolución de nuestros valores nacionales, por su inmediatez a nuestro presente, y por lo importante que es comprender dicho proceso para plantearnos un futuro, requiere de un estudio aparte.


[i] Durante la Pequeña Edad de Hielo, en un tiempo en que la superficie boscosa en el archipiélago cubano fluctuaba, según los estudios, entre un 60 y un 95%, el clima nuestro era aún más benigno de lo que hemos conocido cualquiera de las generaciones que al presente vivimos.

[ii] Uno de los casi olvidados personajes de nuestro primer bufo es el negrito académico, con el cual los autores cómicos alagaban la vanidad acomplejada de las audiencias blancas habaneras, de la misma manera que Aristófanes, con Las Nubes, había alagado a la de la muchedumbre ateniense, más de dos milenios antes, al satirizar a nada menos que al molesto Sócrates.

[iii] Arrancar orejas al contrario caído, y exhibirlas como trofeos de guerra, es algo muy habitual entre los guajiros cubanos que se integraron a uno y otro bando durante los primeros años de la Guerra Grande. Esta práctica no es más que la continuación de una semejante, que ejecutaba el rancheador al “agarrar” al negro cimarrón, y por lo tanto su frecuencia durante la guerra demuestra a su vez lo generalizada que estaba la segunda entre nuestro campesinado antes del 68.

[iv] Es por estos mismos años que el mundo se divide en Usos Horarios bien delimitados, debido a la necesidad que el ferrocarril impone de que el horario de los trenes coincida entre una localidad y otra. Ya que antes de esta delimitación en La Habana se tenía una hora propia, que con respecto a Matanzas, o cualquier pueblo intermedio, podía estar corrida varios minutos, en una u otra dirección temporal, lo que hacía casi imposible establecer horarios de salida y llegada para todas las estaciones, y por tanto que se pudiera planificar la actividad individual con el grado de exactitud que demanda la vida moderna.

[v] No en balde Martí es pródigo en críticas y dicterios contra los autonomistas, pero parco, muy parco, en ataques a los anexionistas cubanos. De hecho, en sus escritos, y con mucha imaginación para ver lo que él solo sugiere, solo podrían encontrarse media docena de tales críticas.

[vi] Sí, camarada castrista de una de esas tantas asociaciones de estudios de su obra que no resultan más que botellas para alimentar a los tracatanes del régimen: Martí era un miamero, pero no lo puede usted admitir porque entonces se queda sin su principal fuente de ingresos.

[vii] Solo hay que mirar las caras de los asaltantes al Moncada, o de los expedicionarios del Granma, para darse cuenta de inmediato de la subrepresentación del negro. Lo que también es válido si se tiene en cuenta, para el caso del ejército rebelde, de la muy cubana categoría del “blanco oriental”.

[viii] Hay una frase de Fidel Castro, muy repetida en nuestros medios, en que declara abiertamente que “el Ejército Rebelde fue el alma de la Revolución”.

[ix] En no poca medida los pueblos antiguos del Medio Oriente nunca lograron avanzar debido a hallarse abiertos por la geografía a estas constantes invasiones de bárbaros, que obligaban una y otra vez a recomenzar la ruta del desarrollo. Sobre todo al recrear con su venida la tradición autoritaria y matar una y otra vez las tendencias democratizadoras.

[x] En esos años idílicos la URSS llegó a comprarnos el azúcar a cinco veces su precio en el mercado mundial, a vendernos el petróleo hasta tres veces por debajo de su precio y a regalarnos el mucho armamento que nos habría de convertir para 1987 en la segunda potencia militar del Hemisferio Occidental (casi 1500 tanques y 240 aviones de combate).


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