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Constitución, Cambios, Referendo

El neoconstitucionalismo y la vieja dictadura de siempre (VII)

Serie en ocho partes

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Pero, ¿por qué ahora, precisamente, se pretenden elaborar una nueva “constitución” para Cuba?

Después de ponderar tímidamente todo el escenario nacional e internacional, “sin prisa, pero sin pausa”, Raúl Castro se decidió finalmente a emprender los famosos y sobrevalorados “cambios” en el sistema cubano. Eso despertó esperanzas en los que aún perseveran al conservar una convicción íntima y profunda, contra todo prueba y argumento, de que “algún día”, al menos “algo” cambiará en Cuba. De cierto modo y muy a su manera, el general-presidente designado trató de ganar tiempo, como es su costumbre. A diferencia de su hermano mayor, que se crecía en el conflicto y el enfrentamiento, pues ese era su elemento natural y donde se sabía casi imbatible, este Castro prefiere tejer en lo oscuro, hacer componendas, simular negociaciones y evitar estallidos innecesarios. Como contaba un antiguo chiste cubano de 1959: No usa el paredón; prefiere la soga.

Raúl no movió ni un alpiste mientras vivió su hermano sin consultarlo puntualmente, y obedeciendo ciega y calladamente cuanto él disponía y mandaba. Díaz-Canel, formado en esa misma escuela, hará exactamente lo mismo con Raúl. Se trata de la gran escuela de los tiranos, no importa que no compartan apellido y sangre. Raúl “parió” a Miguel y como una nueva deidad tropical, “lo hizo a su imagen y semejanza”. Ambos alientan un mismo corazón totalitario, pues no han sido vanos los esfuerzos y recursos en esculpirlo, “con la delectación de un artista” diría un famoso asmático, para lobotomizarlo y convertirlo en un educado “perrito de Pavlov”.

Además, le incrusta al lado —protegiéndolo y vigilándolo— al más querido de sus hijos, como Jefe de su Guardia Pretoriana, pues en las manos de Alejandro Castro Espín se encuentra, más allá de ministerios y organigramas, el poder real del Estado policial cubano. El resto de los figurantes son de adorno y meramente operativos, pero las decisiones las sigue tomando un Castro, uno del clan, uno que comparte la omertá familiar biranense. Aunque ingeniero de profesión, dicen que a Díaz Canel le gusta leer libros de historia, y seguramente recordará que en la Roma Imperial no ocurrieron uno, sino varios trágicos sucesos cuando el Emperador no satisfacía a esa guardia y muchas veces era su propio jefe quien lo eliminaba: el guardia fiel se convertía en implacable verdugo.

En Cuba es muy popular aquel poema que decía “pasarás por mi lado sin saber que pasaste” …lo mismo podrá decirse de Raúl Castro. Añadió en su mandato por interpósita mano, algunos puntales endebles para el viejo edificio ruinoso construido por su hermano mayor. Con sus medidas de “válvula de olla de presión”, logró irse sin tener que enfrentar como aquél dos crisis migratorias, como la del Mariel en 1980 y la de los Balseros en 1994. Sí lo golpeó y lo sigue golpeando, por una torpeza aún no plenamente identificada en su origen y motivo, las escandalosas afectaciones acústicas de los diplomáticos americanos y canadienses, varios de sus familias y algunos turistas. Su desaparecido hermano y modelo hubiera manejado de forma muy diferente esos sucesos y, confirmando una antigua tradición, habría pasado a la ofensiva, en lugar de la cautelosa actitud defensiva y casi pasiva que ha adoptado el reptante general.

Raúl ha buscado desesperadamente una legitimación, no para él, que fue formado como ungido y heredero, pero al menos para su hechura Díaz-Canel. En un mundo donde, a pesar de los tropezones del liberalismo y los vaivenes estremecedores del mercado y el capital, que colocan en situación de riesgo a muchas democracias, recientes y maduras, resulta evidente que el modelo capitalista sigue imponiéndose por la sencilla razón de su efectividad, aunque precaria, a falta de otro mejor realmente posible, y por ello, Raúl Castro sabe que la única posible salvación, o al menos para ganar algo de tiempo de gracia, es simular una cierta “apertura”, que ha magnificado con su formidable y aún intacto y eficaz aparato de propaganda.

Sus “aperturas”, imperceptibles, han sido mostradas como históricas y magnas: según el texto del proyecto de “constitución” apenas puesto a “la consideración” de los ciudadanos; aparte de algunos retoques que eran necesarios en su chapucera redacción anterior, en realidad sólo ha cambiado lo que no había necesidad ni era importante cambiar, y lo que perentoriamente era urgente restar, ha quedado no sólo igual, sino además reforzado. Suprimir la palabra “comunismo” al final de la frase que indicaba el objetivo de “la revolución”, sustituir “hombre y mujer” por “personas” (para sólo abrir la posibilidad de discutir el matrimonio igualitario), cuando en su texto dogmático se mantiene como una sura coránica el mantra de que sólo el Partido Comunista y nadie más que él y ningún otro, es la verdadera y real expresión del poder absoluto, sosteniendo esa cláusula de la vergüenza que es la “inmutabilidad” del sistema represivo, hipotecando la voluntad y el derecho para decidir no sólo de quienes lo acataron, sino hasta de sus descendientes por los siglos de los siglos: es una monstruosidad jurídica total.

Cualquier Constitución real y auténtica que se respete y sea digna de tal nombre, considera, acepta e incluye el mecanismo ordenado y legal para su propia revisión y adaptación periódica. Si esa “inmutabilidad” concebida en la mente más antijurídica que ha existido en Cuba, fuera un concepto general y no particularísimo de esa “revolución”, quizá hoy aún fuéramos gobernados por las Leyes de Indias o el Código de Hammurabi. Esa aberración es la más descarnada negación de la dialéctica que el marxismo-leninismo dice aceptar y aplicar.

Quizá esto sea también un indicio y aviso de que el ciclo está por cerrarse como formidable ouroborus devorador; los Castros llegaron al poder en Cuba con un presidente republicano en Estados Unidos, y posiblemente a juzgar por la creciente radicalización del actual, se irán con otro, aunque no hay que fiarse, ni confiarse, ni paralizarse mucho con esta posibilidad. Lo cierto es que hay que ser extremadamente religioso —en el peor sentido— para seguir creyendo, contra todas las evidencias y los signos históricos, que habrá realmente cambios significativos en Cuba como generosa concesión o racional apertura del régimen.

Sólo estamos viendo una bien ejecutada operación de maquillaje superficial, ni siquiera un lifting un poco más profundo, en el invariable sistema cubano. Ahora la “constitución” acepta tímidamente ese curioso neologismo cubano del “cuentapropismo”, epistemológicamente indescifrable. Fue el propio Raúl quien en un extraño ataque de sinceridad o quizá un acto fallido ocasionado por su personalidad reprimida, soltó un día aquella amenaza descarnada: “Llegamos al poder con tiros y sólo a tiros nos sacarán del poder”.

Su hermano mayor, siempre un poco más cauto, pero quizá ya entonces más atolondrado, soltó por su parte una confesión tremebunda: “Para tumbar esta revolución será necesaria otra revolución”, lo cual quiso remendar prontamente al percatarse de su rapto de descarnada sinceridad: “Bueno, una contrarrevolución”. Pero lo dicho, dicho estaba y así quedaba, como aquella otra confesión improntu que tuvo con un periodista norteamericano, a quien confió en un rapto de insólita sinceridad de su decrépito final, que “el sistema comunista no funciona ya ni para nosotros…” Luego vino la necesaria acción de remedio y restañe, diciendo que donde había dicho digo había querido decir Diego.

Volvamos al sucesor o bateador designado —figura tomada del expirante deporte nacional, el béisbol—: ¿hay siquiera un rasgo personal, un dato en su biografía, una revelación hasta ahora ocultada, que permita suponer que Díaz Canel iniciará algún cambio, al menos mientras exista uno sólo de los “históricos” (más bien, “prehistóricos antediluvianos”)? Realmente, NO.

La saludable incertidumbre de las auténticas democracias, se manifiesta en el resultado de las elecciones que periódica y libremente son convocadas en su seno, para tomar decisiones de forma pacífica y ordenada. Pero las tiranías operan con la rotunda certidumbre expresada en las designaciones: el tembloroso índice del sátrapa sustituye la consulta de la voluntad de los ciudadanos, y la suplanta por la suya, propia y solitaria, pero bastante, suficiente, e inapelable.

En la Cuba de hoy, triste es admitirlo, pero también es sano aceptarlo, no hay democracia porque ya no existen ciudadanos, como resultado de una intensa práctica de exterminio y dominación, sino apenas súbditos a los que toca sólo “callar y obedecer”, pues ya alguien superior —el Partido condensado en una persona, el Líder— decidió sin ellos lo que según Él les conviene más.

Díaz-Canel nunca ha sido elegido, sino seleccionado, y ese vicio de origen lo condiciona y al mismo tiempo lo descalifica. Pero como nada es previsible ni predecible en las dictaduras, habrá que tener paciencia —un poco más, “total, qué tanto es tantitito”, como dice un popular cronista urbano mexicano— si se ha sufrido la “espera interminable” mientras se despliega ese “arte de hacer ruinas”, y de tener suficiente paciencia para ver qué pasa.

Con este remedo de “constitución”, Raúl Castro busca refrendar la prolongación de su mandato, adecuándolo a la nueva etapa del gobierno por control remoto que significa Díaz Canel: el principio esencial de toda dictadura es, por encima de cualquier otro, mantenerse en el poder como sea.

Raúl Castro, “puesto ya un pie en el estribo y con ansias de la muerte”, afloja un poco la cincha, pero el caballo sigue firmemente ensillado, presto a ser cabalgado de nuevo al menor peligro de desmande, con las patas bien maniadas y las riendas bien sujetas.

Lo que ha impuesto no es una reforma constitucional, sino una deforma prostitucional donde todos los derechos son conculcados. Pero lo sabe y no le importa: no le rinde cuentas a los ciudadanos porque no son realmente tales: son súbditos a los cuales sólo toca, “callar y obedecer”. O quizá, consumir la leve ilusión inocua de discutir, sólo por hacer el paripé, si después de los 70 años de edad puede seguir gobernando el mismo sátrapa: grotesco y patético.

Este aborto antijurídico es semejante en esencia a aquel Fuero de los españoles (1945), que Francisco Franco impuso como una de sus Leyes Fundamentales del Reino (1938-1977), donde todos los derechos están debidamente acotados y condicionados: basta intercambiar algunas palabras para obtener un resultado casi idéntico. Aplica para el documento cubano lo mismo que se entendió para la legislación franquista, a la cual nunca se le reconoció como tal su constitucionalidad, pues no consagraba el principio de soberanía nacional y colocaba por encima de ella un poder supremo (el del Jefe del Estado, para Franco, y el del Partido Comunista para Castro).

Lo que sí intriga y hasta indigna es que miembros de la academia, con buena formación, y supuestamente bien documentados, se presten a esa componenda, quiero suponer que interesadamente —pues sería al menos una disculpa plausible— en semejante farsa ideológica y jurídica. Aceptar como una “constitución” digna de estudio y de opinión al oblicuo y tramposo mamotreto que oprime a los cubanos “legalmente” desde 1976, es algo mucho más que miopía: es total ceguera voluntaria, lo cual resulta aún peor.

Prefiero suponer un ingenuo astigmatismo ideológico, antes que una abierta complicidad culpable. Dije que oprime “legalmente” desde 1976, porque en el período inmediato anterior, la represión fue sin requerir disfraz alguno, con total impunidad y alevosía, desde el 7 de febrero de 1959, cuando se promulgó la llamada “Ley fundamental”, también nefastamente conocida como “Leyes revolucionarias”, y donde estaban, en efecto, fundamentalmente expresadas las condiciones impuestas por la nueva dictadura. Y ni siquiera fueron transitorias como las que con denominación parecida aplicó Batista por menos de dos años después de su golpe de estado en 1952, sino eternas, intocables e inamovibles, hasta que el mismo tirano decidió disponer otra cosa, compelido por su aliado soviético, que ya preparaba la escenografía para su propia representación zarzuelera.

Si no hay poderes separados y equilibrados, y ciudadanos protegidos con sus garantías, son sencillamente “Leyes” (éstas no siempre justas, aunque legales de acuerdo a su referente), dictadas por un poder de ocupación (como los nazis en Francia durante la Segunda Guerra Mundial), y en todo caso únicamente sustentadas por el antiguo y bárbaro derecho de conquista. Nada más.

Y a todo lo más, serían “reglamentos”, como aquel “Reglamento de Esclavos para la isla de Cuba” que fue aprobado en 1842. Pero incluso éste era más generoso con sus tutelados, que la actual “constitución” cubana con sus “ciudadanos”. Los amos negreros les garantizaban a sus dotaciones de esclavos, una dieta y unas condiciones de vivienda, avituallamiento de ropa y calzado y atenciones de salud, muy superiores a las que hoy tienen los cubanos en la isla comunista, la dilatada finca de los Castro, ese Biranistán que es el último parque temático del jurásico comunismo fracasado y represor. Suprimidas todas las garantías individuales de forma efectiva –en la ley son letra muerta, pues no son exigibles- y abolidos los sindicatos, para ocupar su lugar con el monigote de una patética Central de Trabajadores, los ciudadanos cubanos suspirarían por contar con las garantías que tenían muchos de sus antepasados esclavos de parte de sus antiguos amos.


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Raúl Castro.