Ellos quieren vivir
Sin secreto de Estado: Los presos políticos desean que se conozcan sus fiebres y dolores para recabar solidaridad.
Mientras la evolución médica de la salud del octogenario doctor Fidel Castro es un secreto de Estado que administra a cuentagotas un gorila ajeno, los familiares de los presos políticos claman por unas líneas en los medios de prensa que den cuenta de las alternativas de las patologías que padecen los hombres condenados porque trabajan y aspiran a vivir en una democracia plural.
Así es la vida. En la entrada del siglo XXI, las estructuras del poder en la Isla se empeñan en ocultar los partes médicos sobre la salud de su jefe, que dispone a toda hora de los más sofisticados medios y de los últimos adelantos científicos, porque lo que no esté a mano, se manda a buscar.
Los prisioneros, en cambio, bajo los chequeos rudimentarios de los médicos de Cárceles y Prisiones, sin tratamientos adecuados, restringida la entrada de medicamentos, quieren que se sepa todo, desean que se conozcan sus fiebres y sus dolores, para recabar un poco de solidaridad. Ellos son sólo unos fantasmas sin rostro ni nombre propio para los pasquines políticos que edita, con los dineros públicos, el Partido Comunista.
Sus vidas de ciudadanos cívicos y sencillos que resisten en agujeros diseñados por los esbirros de Pepe Stalin, no despiertan demasiado interés periodístico. Nadie, ninguna personalidad, ningún amigo demócrata de ninguna parte del mundo, puede llegar a la puerta de su celda a darle un abrazo o a interesarse por su destino.
No hay ONG en el mundo que traspase las cercas de seguridad para ver cómo viven, de qué se alimentan. No hay equipos de juristas verdaderos que puedan llegar a pedir la documentación de sus procesos judiciales para hacer una revisión transparente, pública, de los supuestos delitos que le permitieron a los sacristanes de la policía imponerles penas de hasta 28 años.
Muertes poco seductoras
Lo dicho. No son atractivas sus existencias entre las paredes de hormigón, acosados por la tuberculosis, la sarna, el sida, las infecciones y las epidemias que llevan y traen por los laberintos de las cáceles las colonias de insectos y roedores. Allá adentro, en el señorío de las moscas y en la florecida civilización de los ratones y las cucarachas.
Sus muertes, la muerte de los presos, tampoco son muertes seductoras. Murió Miguel Valdés Tamayo y lo lloró la oposición y su familia, pero ni una nota de condolencia en los panfletos del país por el que entregó su libertad primero y, al final, su vida, a los 50 años.
¿Cuántos más necesitan que se mueran en las cárceles? No lo sabemos, pero se sabe que están enfermos, en estado delicado y en peligro, Nelson Aguiar, Normando Hernández, Ricardo González, Arnaldo Lauzerique, Pedro Pablo Álvarez, Oscar Elías Biscet, José Ubaldo Izquierdo, Héctor Maseda y Diosdado González, entre otros.
Esta semana hablé con mi amigo, el sociólogo Héctor Palacio. Acaba de salir de la prisión después de casi cuatro años. Estuvo una buena temporada en una celda de castigo en Pinar del Río y esa estancia le afectó definitivamente su sistema circulatorio. "¿Cómo estás de salud?", le pregunté en los revuelos iniciales de la breve conversación telefónica.
"Hoy me siento satisfecho —dijo— porque he podido caminar cuatro cuadras".
La muerte conoce muchos caminos y tiene una ganzúa negra para todas las puertas.
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