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Perdón, Exilio, Miami

En Miami… ¿vale el perdón y el arrepentimiento?

¿Cómo Miami ha podido sobrevivir a tanto dolor y odios encontrados?

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En un cuento del malogrado y gran escritor cubano Guillermo Rosales, suerte de kafkiano insular por su original y desgarradora narrativa y vida privada, un ex torturador batistiano se sienta en el sillón del mismo barbero que ha prometido encontrarle en Miami y ajustarle cuentas. La historia corta como el filo de la navaja, que pasa una y otra vez por la garganta del esbirro. Cuando parece que será degollado por el barbero mientras lo afeita, el torturador se levanta del sillón, y antes de irse, le dice más o menos: no es fácil matar a un hombre a sangre fría, ¿verdad?

¿Cuántas veces se habrá repetido esa escena en Miami? Quizás no con tanto dramatismo, aunque sabemos que la realidad suele ser más dura que la ficción debido a sus matices. El “molde” del encuentro entre dos enemigos, la venganza y el honor con la Ciudad Mágica de trasfondo, se adapta perfectamente a la tragedia clásica, no sin el halo de comedia que siempre aporta la idiosincrasia caribeña.

Hace apenas sesenta años, tras la huida de los batistianos —un anciano me confesó sin tapujos que moriría devoto de Fulgencio— en esta misma ciudad se mesclaban militantes del 26 de julio, el Directorio y otros tantos que habían combatido al “Indio”. Después vino una segunda ola: Camarioca. Los llamados siquitrillados y los siquitralladores. Ex funcionarios del Ministerio de Recuperación de Bienes Malversados caminando en la floreciente Calle 8 al lado de quienes ellos mismos habían despojado de obras de arte, joyas y casas regias.

Fue así desde entonces. Cuando ya no quedaron “ricos” en la Isla, los bodegueros, carniceros, limpiabotas y vendedores de maní en el Prado, intervenidos en la Ofensiva Revolucionaria del 68, convivían en el mismo edificio con el miliciano interventor, recién llegado en los Vuelos de la Libertad. En un capítulo inolvidable de Informe contra mí mismo, Eliseo Alberto Diego narra cómo algunos personajes de la política y la cultura, en franca discordia ideológica, terminaron viviendo en la misma ciudad, condenados a similar exilio o expatriación.

La historia se está repitiendo en nuestros días con el Patrocinato. Imaginemos —no hace falta mucho esfuerzo— que el patrocinado es el mismo que, en la Isla y en pleno Continuismo-Canelismo, era chivato cederista, sicario sindicalero, emprendedor complaciente, policía o militar descartado después del 11J. Como el Patrocinio no exige pasado alguno, y abre sus brazos a quien pueda pagar por una emigración expedita… ¿cuántas víctimas y victimarios harán la misma fila en aeropuertos y organizaciones caritativas?

¿Cómo Miami ha podido sobrevivir a tanto dolor y odios encontrados? ¿Somos en el fondo un pueblo misericordioso, con tendencia al olvido, el perdón, la reconciliación? Los fusilamientos y largas penas de cárcel en el Castrismo solo han sido momentos trágicos, condenables, expiaciones de culpas… pero ¿fácilmente olvidados? ¿Dónde comienza la justicia —a cada cual lo que corresponde— y donde el perdón, el arrepentimiento? Porque hay crímenes que no prescriben, y los culpables lo saben. Una vez con las manos llenas de sangre, a veces no se busca otra forma de lavarlas que no sea con más sangre.

Con cierta frecuencia se oye decir en esta ciudad “yo no fui comunista, nunca lo he sido”. Es, sin duda una declaración funesta y en la mayoría de los casos, poco creíble. O sea, hay que creerse que en este pueblo casi ningún cubano fue pionero, alumno ejemplar, militante de la Juventud, obrero de avanzada, dirigente sindical, jefe de área, director de empresa, militar… Sin tantos millones de personas apoyando al régimen por seis décadas —razones de cualquier tipo; lo que importa es el resultado final— el Proceso Involucionario hubiera terminado en los primeros años.

El terror más espantoso no conquista corazones. En Cuba hubo una ilusión, un sueño compartido, y por una mayoría, sin duda. Si esa mayoría estaba equivocada o no, fascinada, encandilada por el Líder Máximo, es otra discusión. En la Isla, cientos de miles desfilaban en los primeros tiempos del Difunto a pie, iban por sus propios medios y conciencias, sin listas ni presiones sindicaleras. Quien lo niegue no conoce la historia; no entiende y nunca entenderá la sobrevivencia de la Involución por tanto tiempo. No comprenderá por qué ahora va en caída libre.

En Miami habitan oleadas del desencanto, cada una con su propio dolor, su resentimiento. En Miami, junto a los cubanos, también viven los escuálidos, los boliburgueses, los ex enchufados chavistas. En la Ciudad Mágica conviven los somocistas con los sandinistas arrepentidos… por segunda vez. Aquí también están los antiguos haitianos duvalieristas, y sus opositores, en tercera generación. Parece que hay tanto por lo que luchar y trabajar para recuperar una vida digna personal y en familia que los ecos de los desagravios y los desquites quedan para políticos, esmerados en conservar los sillones camerales.

El fantasma del odio y el no perdón también se agita en la otra orilla. Es imprescindible para el Castro-Continuismo. La estampida hacia el Norte, con prisa y sin pausa, debe tener un precio psicológico para el emigrante insular: en Miami encontrará a su enemigo, ese que no olvida ni perdona.

El arrepentimiento es muy humano. Y nos hace bien, de vez en cuando, saber que estuvimos equivocados, y que podemos volver a hacer las cosas de otra manera si admitimos el error. Otra cosa es la justicia. No hay perdón sin ella. Y no hay reconciliación sin arrepentimiento. Cada cual debe asumir las responsabilidades de su pasado.

José Samarago, el Nobel portugués, tuvo la osadía de decirle al régimen que “hasta allí había llegado” al saber del fusilamiento de los jóvenes que secuestraron la lancha de Regla en 1994. Saramago, comunista vertical, ha dicho: “Para qué sirve el arrepentimiento, si eso no borra nada de lo que ha pasado. El arrepentimiento mejor es, sencillamente, cambiar”.

Es lo que sucede en Miami. Suele cambiarse un poco.


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