Actualizado: 23/04/2024 20:43
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Crónicas

Especies en extinción

Al paso que vamos, hay que aceptarlo, ni naranjas tendremos dentro de poco.

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Cada vez se habla más de un mundo donde algunas especies zoológicas serán cosas de un pasado remoto, tan remoto, tan mítico incluso, que el hombre de entonces, al oír hablar del esqueleto de un leopardo que en aquellos fabulosos tiempos de antaño fuera visto en la cumbre helada del Kilimanjaro, correría al diccionario de antigüedades a buscar la palabra "leopardo".

 

La campaña por la conservación de las especies es fuerte, gana cada vez más espacio. Sin embargo, nadie se preocupa de la extinción de las especies vegetales, entre ellas, las de las frutas.

 

En Cuba, todavía en el año 1958, vísperas del triunfo revolucionario, la Isla olía a frutas. Ese era el olor cubano. El olor que enervó al poeta Nápoles Fajardo, el Cucalambé, y lo llevó a cantar las galas de Cuba, contribuyendo a la aparición de nuestra nacionalidad con esa diferenciación de olores y sabores que sugerían aquellos novedosos nombres que nada tenían que envidiar al de los gastados "pera", "uva", "manzana", "melocotón".

 

De las frutas que aquel bardo menciona en sus décimas, han desaparecido la mayor parte. La polución de los suelos y los cambios del clima causados por los desafueros cometidos por los países desarrollados contra la naturaleza, las extinguieron.

 

Del platanito fruta, joya con cinco o seis variedades en otro tiempo, hoy queda una: el Johnson (marteño en la antigua provincia de Oriente), al que se quiere ayudar con un simulacro de plátano de origen vietnamita, con sabor a cartón, que ni nombre tiene. Y del mango no hablemos. El bizcochuelo ha desaparecido, el corazón, el toledo y otros de las cincuenta variedades que se conocían, lo mismo.

 

Y de las que perduran, es su producción tan escasa, que el mango de dos o tres libras, que antes costaba en mostrador dos o tres centavos, ahora emocionado de saberse alguien, vende su libra a cuatro pesos —igual que el de la antaño humilde frutabomba—, por lo que comerse un mango decente en la actualidad es un privilegio, casi un don, para embajadores, gerentes de firmas y elegidos por el estilo.

 

También los precios de la naranja suben de año en año. Todavía hace cuatro años, estaban a veinticinco centavos la libra, al siguiente subieron a treinta y cinco, el año pasado a sesenta en los mercados estatales, y en los de libre oferta, a un peso con cincuenta centavos. Este año no sabemos a cómo vendrán.

 

Menciono las naranjas, los platanitos-fruta, el mango, la piña y la frutabomba (papaya, como con la boca mojada de sólo pensar en ella le llamábamos en Oriente), porque son las que llegan al mercado. Ver en La Habana un mamey, digamos, un zapote, un níspero, un anón, un anoncillo, un tamarindo, es muy raro, sin contar con que si los vieras al pasar, te mirarían con el desinterés de la jinetera que se sabe lejos de tu alcance.

 

Y si un día apareciera el que diga que ha visto un marañón o una granada o un canistel, dile que miente, y corre a llamar a una ambulancia porque de seguro estarías en presencia de un caso clínico muy peligroso.

 

Mañana nadie sabe cuánto costaría una ciruela criolla, que tampoco se ve ya. Es una ley a la que tampoco escapa el mercado de los animales en extinción. Con lo que antes compraba en Kenya el circo Santos y Artigas un elefante puesto en La Habana, hoy no podría comprar ni la mitad de un colmillo.

 

Una escenografía fantástica

 

Claro que el imperialismo norteamericano, como parte de su astuta política para no firmar el Tratado de Kioto, niega esta galopante extinción que en Cuba está teniendo lugar y de la que en el mundo no se habla, atribuyéndosela a las supuestas ineficiencias de la explotación agrícola del socialismo. Ello, por supuesto, con mucha discreción. Valiéndose inclusive de agencias televisivas del socialismo del siglo XXI inteligentemente manipuladas.

 

El otro día, por ejemplo, en un reportaje originado en Telesur (y que nadie sabe cómo pudo írsele de la mano al estricto Canal Educativo), aparecía en el mercado de Sao Paulo medio kilómetro de tarimas, a ambos lados colmadas con 180 variedades de frutas resplandecientes y de vistosos colores. Era una escenografía fantástica, desde luego. La escenografía de un genio que quiso medirse con Spielberg. Por un momento, uno se sintió en la Cuba de los años anteriores a 1959. Era el propósito.

 

Claro, los televidentes cubanos no nos dejamos engañar. Sabemos que el clima de Brasil y el nuestro son muy semejantes, de modo que las frutas de ese supuesto mercado debieron ser de papel maché, mentiras imperialistas para hacernos dudar de la eficiencia agrícola de la revolución.

 

En un mundo donde la tecnología (la del imperialismo sobre todo) está acabando con la naturaleza, hay que aceptarlo, ni naranjas tendremos en Cuba dentro de poco.

 

Y no hablo de ahora, después del paso de los tres huracanes, hablo del porvenir que está ahí detrás de la puerta y que nos tiene temblando, pues a la par de la extinción de las frutas apareció la de las viandas y hortalizas, renglón donde también los precios han tenido que entrar a jugar un importante papel en el control del consumo. La malanga a cuatro pesos la libra, la yuca a tres pesos o cuatro, la col a diez pesos o más, la zanahoria a diez la libra, la cebolla a quince o veinte pesos, la cabecita de ajos (con dientes como los de los niños de dos años) a cuatro pesos, más que predecirlo, lo proclaman dicho con letras bien grandes y cuño de lacre encima.

 

Pero al cabo (un pajarito que venía del porvenir me lo dijo muy de prisa), también contra la extinción de las especies agrícolas, venceremos finalmente los cubanos.


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