La autogestión yugoslava y sus lecciones para Cuba
¿Por qué Tito, un hombre con una mentalidad totalitaria, formado bajo la influencia soviética, implementó esta política?
En artículo reciente publicado en este medio, Qué es un Período Especial y cómo evitarlo, mencionaba, entre las medidas indispensables para sacar a la población cubana de la crisis, la de hacer partícipe a los trabajadores de las empresas estatales, del reparto de las utilidades, y confíar en ellos para la designación de cuadros directivos, porque se sentirían, por primera vez, dueños de lo que trabajan y producirían con mayor estímulo. Esto quedó demostrado con la experiencia del sistema autogestionario yugoslavo de los años 50, que produjo, de 1953 a 1956, el crecimiento de producción industrial más alto del mundo en ese período: 13,4 por ciento, y un crecimiento del PIB de 8,9 por ciento, por lo que fue considerado “la tercera vía”.
Yugoslavia fue una excepción entre los países de Europa del Este que se liberaron de la Alemania nazi. Mientras en los demás se produjo por la invasión de tropas soviéticas, en Yugoslavia fue mediante la lucha de un frente unido guerrillero encabezado por el Mariscal Tito, quien lideraba la facción comunista. La liberación se realizó con dos consignas: “¡Tierra para los campesinos! ¡Fábricas para los trabajadores!” Y fue el punto de partida de una revolución. En este sentido no hubo mucha diferencia con otras revoluciones encabezadas por los comunistas. Se recordará que tras el derrocamiento de la dictadura de Batista también se hablaba de que los campesinos serían dueños de las tierras, y en general, cuando se declaró el carácter “socialista” de la revolución, se hablaba de que los medios de producción debían pasar a manos de los trabajadores. Pero este empoderamiento, en realidad, no se cumplió. Y éste fue también el camino de la revolución yugoslava, al menos en los primeros años. Estas consignas provenían de las propuestas de los primeros teóricos socialistas de Europa, como bien apunta el Profesor G. Lasserre: “El socialismo sólo puede nacer de la iniciativa de las masas. Ello implica la caída del Estado. Volvemos a encontrar aquí una vieja idea saint-simoniana, que ha sido también anarquista, proudhoniana y anarcosindicalista. Marx la había utilizado para hacer de ella el punto final de la evolución del colectivismo, pero fue olvidada por el comunismo ruso”[1].
Fue justamente ese modelo ruso, el centralismo monopolista de Estado, el que se impuso, en el siglo XX, no sólo en los países ocupados por las tropas soviéticas, sino, además, en todos los países donde triunfaron revoluciones que buscaron la protección de Moscú en un mundo bipolar, y todos sufrieron la crisis económica estructural de ese modelo estalinista soviético, más conocido popularmente como “comunismo”.
En esto, Yugoslavia no fue una excepción. Pero en 1948 Tito rompió con Moscú y a principio de los 50 implementó un nuevo modelo. En todas las empresas estatales se crearon consejos obreros. Los gerentes designados por el Estado ya no respondían ante los ministros sino ante los consejos, que tenían la potestad de destituirlos si no actuaban correctamente. Se pagaba un impuesto al Estado. Con el resto de las ganancias, los consejos fijaban los salarios y el resto se destinaba a los gastos de la empresa y a nuevas inversiones. Las condiciones materiales de los trabajadores mejoraron significativamente. “Desde afuera todo era similar al sistema capitalista”, expresa el economista estadounidense Michael A. Lebowitz: “las firmas tenían su publicidad, competían, hacían lo que podían para aumentar las ganancias de la empresa. Sin embargo, y eso es clave, los consejos de trabajadores eran la autoridad en esas empresas y los ingresos de éstas eran repartidos entre los trabajadores”[2].
¿Por qué Tito, un hombre con una mentalidad totalitaria, formado bajo la influencia soviética, implementó esta política? En un escrito posterior, el propio Tito revela los peligros que por entonces representaba el estamento burocrático en el seno del Partido-Estado yugoslavo: “El peligro de las deformaciones burocráticas no se reveló claramente ni tomó todo su sentido hasta el momento de nuestro conflicto con la presión estaliniana y la consiguiente resistencia a esa presión. El hegemonismo se reveló como la consecuencia exterior del burocratismo, y los elementos burocráticos interiores aparecieron como el apoyo firme del burocratismo en la amenaza que él hacía pesar sobre los logros de la Revolución”[3].
Es decir, no se trataba, simplemente, de los perjuicios de la corrupción de esa burocracia en el seno del Partido y el Estado, una razón que debía haber sido ya de por sí, suficiente para rechazar ese modelo, sino de los elementos estalinistas que, en confabulación con Moscú, podían atentar no sólo contra su poder si no incluso contra su vida, por lo que necesitaba el respaldo decisivo de la población y en particular, de los trabajadores.
El fracaso posterior del experimento yugoslavo en las décadas de los 70 y los 80 se debió, en parte, a que la reforma se realizó fundamentalmente en las empresas del Estado y no en el sector privado, que debió ser estimulado con bajos impuestos y apoyo crediticio. Surgió el descontento por las desigualdades sociales, y como las inversiones estaban en manos de los consejos, éstos las destinaban a sus propias empresas modernizando los equipos, por lo que no se creaban nuevas fuentes de trabajo, lo cual hizo crecer el desempleo. Lo peor fue que la desigualdad se daba también entre las mismas empresas por las naturales diferencias de ingresos. Las de menor ingreso intentaban pagar a sus trabajadores al nivel de lo que cobraban aquellos que trabajaban en las empresas cuyas mercancías o servicios tenían un mayor valor, y esto dio lugar a un déficit que se intentó subsanar pidiendo créditos a los bancos internacionales con la esperanza de exportar, posteriormente, sus productos a Occidente. Pero la crisis mundial de 1973 frustró esta expectativa. Yugoslavia se enfrentó, de pronto, con una deuda externa considerable, por lo cual tuvo que pagar muchos miles de millones. Finalmente, a fines de los 80, para renovar sus préstamos, tuvo que someterse a las condiciones del FMI, entre las cuales estaba reconvertir las empresas autogestionarias en corporaciones capitalistas. Por otra parte, la autogestión nunca fue completa, pues los gerentes seguían siendo nombrados desde arriba, por el Estado, y muchas veces las secciones sindicales oficialistas y los núcleos del Partido torpedeaban las gestiones de los consejos.
Las lecciones de este proceso saltan a la vista. El reparto de las utilidades y la autogestión en las empresas del Estado no se complementó con una política de incentivar el autoempleo y un cooperativismo realmente independiente, principalmente por el ridículo prejuicio ideológico contra el trabajador individual independiente —en Cuba se les llamó “pequeños burgueses”—, principalmente contra el pequeño propietario agrícola. En esto ha sido ejemplarizante la experiencia del Banco Grammed creado por el premio Nóbel, Muhammad Yunus, quien desarrolló el concepto de microcrédito para ayudar a la gente pobre a crear sus microempresas. Combinar el incentivo del autoempleo con el reparto de las utilidades en los colectivos laborales, no sólo aumentaría los ingresos de grandes mayorías, sino que disminuiría el número de trabajadores que acuden al mercado laboral, lo cual aumentaría el valor de la fuerza de trabajo para hacer decoroso el jornal allí donde permaneciera sólo el sistema salarial. Tampoco se implementó una política fiscal adecuada que favoreciera a aquellas empresas que, por la naturaleza del tipo de mercancía o servicio, no podían producir el mismo valor de otras empresas. Tampoco podía dejarse en manos de las empresas, las inversiones de la reproducción ampliada para la creación de nuevas empresas y evitar así que se generara el desempleo. No obstante, a pesar de todo esto, el éxito demostrado durante el período en que estas empresas existieron, demuestra la superioridad de esta nueva forma de relaciones productivas.
Y finalmente, lo ideal habría sido una autogestión completamente independiente, sin las interferencias de instituciones oficialistas. Pero para esto, en el caso de que la dirigencia se negara a realizar cambios más profundos, tendría que producirse una segunda revolución y no desde arriba sino desde abajo, que pusiera fin al único monopolio que aún existe: el monopolio absoluto del Estado centralizado. Es decir, el Estado que intervino casi todas las riquezas del país, incluyendo a los monopolios agrarios e industriales, debería ser, a su vez, intervenido por una revolución democrática participativa, preferentemente pacífica, que aseguraría el sindicalismo independiente, y la libre expresión y la manifestación pública para toda la ciudadanía, el derecho a la existencia de instituciones independientes de derechos humanos, y sobre todo, el de proponer candidatos y elegirlos para cargos públicos sin vetos o imposiciones partidistas de candidaturas no propuestas desde la base, sean éstas, circunscripciones o centros laborales, y el acceso de los candidatos, sin favoritismo alguno, a los medios masivos de difusión, por lo que se haría realidad el fin de la explotación del hombre por el hombre y del hombre por el Estado.
Todas estas condiciones nos llevarían, aún más allá del estado de derecho existente en las democracias representativas, a un estado de satisfacción plena de los derechos, y a una prosperidad sin precedentes, que pondría a nuestro país como ejemplo a seguir para otros muchos pueblos. No dudo de que para muchos esto será un sueño “imposible”, pero yo he aprendido que lo imposible comienza a dejar de serlo cuando se cree posible. Como dijera Thoreau, “si construyes castillos en el aire, no has perdido el tiempo. El castillo está ahí. Sólo te falta ponerle los cimientos”.
[1]Archives Internationales de Sociologie de la Coopération, N° 14, p. 104.
[2] Michael Lebowitz: Lecciones de la autogestión yugoslava, ponencia presentada en el Encuentro de Solidaridad con la Revolución Bolivariana en Caracas, Venezuela, 4 de abril de 2004.
[3] Tito: 40 años de lucha del Partido Comunista yugoslavo, 19 de abril de 1969, p. 22.
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