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Ventana del lector, Cuba

La flor y su dueño

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Cierto que sabía leer y hasta era buena en las Matemáticas. Era una flor joven y hermosa que había germinado de su madre en la maceta donde había vivido toda su familia, desde los tiempos en que El Dueño sembró en ella a sus abuelos. Aquellos viejitos de tallo encorvado y pétalos mustios, le habían contado que fueron trasplantados allí hacía más de medio siglo, cuando El Dueño, que parecía miembro de la familia porque vestía siempre de verde, les habló de una vida nueva, les prometió que no habrían más sequías y que el agua y los nutrientes serían compartidos entre todos por igual.

Enamorados de aquella idea de justicia, vinieron los abuelos a vivir a la maceta, situada frente a una ventana alta, abierta y sin cortinas, que iluminaba como un faro todo el cuarto, hasta que se marchitaron de viejos contando historias de su vida pasada y de la pradera donde habían nacido. La tierra allá se tornaba árida y la sed era tan larga como la espera por el próximo aguacero, le habían dicho a la flor los abuelos. Habían alacranes, gusanos, raros insectos y yerba mala con la que había que pelear duro por un pedazo de tierra. Pero el aire era fresco y el sol incondicional. Y aunque era verdad que casi siempre daba brillo, a veces también se encendía sin medida hasta causar fatiga. Sin embargo, traía con él las más espléndidas mariposas y trabajadoras abejas, que nos visitaban a diario y con quienes podíamos hablar sin miedo de lo que nos diera la gana.

Y era cierto, no habían en la maceta insectos terribles que destrozaran sus hojas y vinieran tras sus olores. Las malas hierbas allí no crecían. El Dueño las tenía confundidas con gusanos y eran arrancadas a diario entre chiflidos y turbas, cuando apenas comenzaban a mostrar sus intenciones. La sed también era cosa del pasado, porque si bien no eran todos los días, en fechas históricas nunca faltó que El Dueño enviara su regadera para celebrar las festividades y mantener por todo lo alto el ánimo revolucionario. Y si la tierra contenida en aquella maceta por tanto tiempo se había vuelto improductiva, igual en el siglo XXI el hambre ya no se apaciguaba con sales y vitaminas producidas en el suelo, sino con el esfuerzo de científicos abnegados que trabajaban sin descanso en nuevos experimentos gubernamentales, para saciar las necesidades de todas las plantas en el mundo, como había leído en el periódico de El dueño. Incluso, decía el periódico, aquel año la producción se iba a triplicar para ser enviada gratis a las flores pobres de África y de América Latina.

Y así vivía ella, rodeada por los límites de su maceta y encerrada en la paz y el polvo de un cuarto que se había llenado de penumbras, para que no entraran en él las noticias sin cesura del exterior. La ventana, antes abierta al aire y la luz, estaba ahora siempre cerrada y cubierta por una cortina de hierro. Sin embargo, a veces en las mañanas se colaban por sus rendijas unos atrevidos rayitos de sol, que ella esperaba con impaciencia porque encendían la frescura tierna de sus pétalos azules, que ella había aprendido de su madre a teñir de un rojo confuso, para ganar la simpatía de otras plantas. Mirar la vida de afuera a través de la ventana estaba totalmente prohibido y por más que ella se empinara en su tallo para observar aquel mundo infinito y lleno de colores del que tanto le hablaron sus abuelos, la ventana era muy alta y la cortina lo cubría todo. Nada hay de interesante en la exuberancia de nuestros vecinos, había escuchado decir a El Dueño en un discurso. Ellos están todos equivocados y destinados a desaparecer, recalcó en aquella ocasión.

Le debemos mucho a El Dueño y debemos respetar sus decisiones, le aconsejaba su madre cuando ella se quedaba mirando la claridad que se lucía por los bordes de la cortina. Él nos alimenta, nos educa y nos protege y por eso debemos ser agradecidas y sentirnos identificadas con el proceso. Le decía con la esperanza de cambiar su atención para otro lado. Pero ella se quedaba imperturbable, soñando con aquel mundo claro y nítido que se ofrecía afuera, porque igual a veces le parecía que su madre le repetía aquellas plegarias como para convencerse a sí misma.

Sin embargo, hubo ocasiones en que El Dueño estuvo ausente. A veces ocupado en agasajar a admiradores que venían de distantes jardines, mostrándoles con orgullo los niveles de salud y de educación de sus flores. Y otras tantas, reunido con su séquito en interminables sesiones nocturnas, para determinar la causa del crecimiento de tanta mala hierba de los últimos tiempos. Una de aquellas veces en que El Dueño no estuvo físicamente presente, un viento huracanado logró empujar la ventana, corriendo la cortina a un lado y dejando entrar de una vez al cuarto toda la luz del día. Primero fue la ceguera del momento inicial, luego la sorpresa de una claridad que lo descubría todo. Las arañas políticas de El Dueño corrían a refugiarse a los rincones, dejando al descubierto siniestras redes de espionaje. Negras mariposas como brujas levantaban precipitadamente el vuelo, agobiadas por la claridad que les quemaba las alas. Verdes comejenes uniformados sellaban archivos secretos y apagaban computadoras en medio de la premura. Diligentes moscones en guayabera se montaban apresurados en sus carros y desaparecían camino al Consejo de Estado. Había llamadas de larga distancia, flores saltando en balsas por la ventana, gritos, pancartas, gracias a la virgencita, otras que cargaban con una cruz, banderas desplegadas de los balcones. Todas partes de una misma fiesta, que terminó en corredera cuando regresó apresuradamente El Dueño, rodeado por una organizada manifestación de cucarachas, y cerró de un tirón la ventana.

Entonces la penumbra fue apagándolo todo, desde carteles atrevidos hasta las protestas más sinceras. El cuarto regresaba a su orden ante la presencia invicta de El Dueño, que exigía sin demora un informe pormenorizado de lo que había sucedido en su ausencia. Aquel día, después que ya todos se habían calmado, ella se quedó mirando a su alrededor, buscando la complicidad de otras flores con quienes compartir la alegría que le quedó de aquella fiesta. Quería escapar, soltarlo todo, volar como la mariposa en los cuentos de los abuelos. Mojarse en el rocío húmedo de la mañana, dejar que el aire la empujara sobre los campos verdes, sobre los mares azules. Se sintió presa de aquel invernadero, náufraga en una ideología ajena, quería exigir que se abriera la ventana sin percatarse que aquel sentimiento era de una ingenuidad total. La penumbra ya había regresado y las flores que hacía unos instantes gritaban exaltadas desde sus macetas, yacían ahora como dormidas, contaminadas por un miedo histórico.

De aquellos recuerdos tejió sus suspiros, que cada día despertaban con las sombras de la luz. Y así pasó el tiempo y nacieron nuevas flores y luego las flores de aquellas otras flores, que sin otro candidato ni partido, eligieron al El Dueño para que siguiera adelante con su idea de crear la planta nueva, hasta un día en que él no pudo más regar sus flores… y se marchitaron todas.


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