Actualizado: 28/03/2024 20:07
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La Habana, Vida cotidiana, Turismo

La Habana… Entrelíneas…

La vida en La Habana se desenvuelve a su propio ritmo, como si se invirtiera la sentencia de Heráclito

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Los sitios turísticos en cualquier parte del mundo son lugares falsos por antonomasia. Son máscaras arquitectónicas, personales, gastronómicas… Los problemas del país se disminuyen, y los gestos y tradiciones se exageran para complacer al viajero que observa, a veces consciente y otras no tanto, una representación, una sinécdoque cultural del pueblo. Sin embargo, en La Habana sucede un proceso inverso en el que las máscaras, simultáneamente al hecho de simular, revelan rostros más profundos… Precisamente en sus espacios turísticos, es donde se encuentran migajas, rendijas por las que se cuela a cuenta gotas otra realidad…

Es nuestra última noche en La Habana. Mi novia y yo estamos acostados sobre la cama amarilla de nuestra habitación del Hotel Tritón. El aire acondicionado cruje al máximo. Fumamos y conversamos sobre lo que hemos visto en este viaje. Intuimos algo extraño que no encaja o parece superpuesto. Como el Ron Bacardí en las botellas Havana Club. Y en apenas una semana, el romanticismo que prometía la ciudad se ha ido sofocando…

Escribo entrelíneas nuestras impresiones de aquella noche… Con puntos suspensivos e incómodos paréntesis… De reojo, imitando el gesto de los habaneros cuando se les pregunta cómo se vive en esa ciudad…

1) Aeropuerto: en la aduana nos recibió una criba de bellas mujeres uniformadas de verde olivo. Su acentuada esbeltez nos recordó a las guardaespaldas del comediante Sacha Baron Cohen en su cinta El dictador (2012). ¿Qué quieren hacer pensar al visitante con esta deliberada fatuidad?

2) Algo que aliviane: La Habana es un lugar seguro para los turistas, detalle que se agradece viniendo de la creciente inseguridad de la Ciudad de México. Por sus calles, no advertimos miseria como en muchos puntos de nuestro país. Sin embargo, de alguna manera, la cotidianidad de los habaneros está rebajada a una especie de vagabundeo. Por debajo-de-la-mesa, existe una ávida persecución por el dinero o “por algo que los aliviane” como productos de higiene personal… jabones, rastrillos, desodorantes o champús.

3) Máscaras: nos advirtieron que una mulata se acercaría con el cuento de un hijo enfermo y nos pediría comprarle leche en polvo en alguna tienda: “Es un truco, la leche se la dan a un padrote que la revende por plata”. En efecto, sobre la calle Obispo, varias negras aparecieron con insistentes relatos sentimentales. Quisimos caer en la trampa para experimentar el otro lado de la mentira. ¿Qué cosas revelaban sus representaciones? ¿A qué trabajos o sueños renunciaban para subsistir interpretando este teatro? Recordé aquella escena de La vida de los otros (Florian Henckel, 2006): “La he visto en el escenario. Allí era más ella misma de lo que lo es ahora.”

4) Farsa: Como si estuviera preestablecido, los taxistas nunca abandonan la misma ruta (Quinta Avenida, Malecón, Túnel, Habana Vieja), pero cuando a mitad del trayecto se pide ir a otra dirección, se molestan y revelan un desconocimiento de calles no turísticas. Actitud semejante encontramos en las personas que te cuentan los mismos lugares comunes de la revolución (“vas bien Fidel”, la paloma; los mitos del Che y Camilo). Sin embargo, si durante la conversación preguntas sobre su día-a-día… el titubeo… la mirada hacia los lados… recurren a la cantaleta “tenemos educación, salud… no lo cambiamos por nada”. Da la impresión de estar dentro de Truman show (Peter Weir, 1998).

5) Hologramas: las cicatrices de los balcones y los edificios coloniales carcomidos por el salitre, obligan al turista a usar más la imaginación que la vista. No solo se esboza cómo fue (y cómo sería) el esplendor arquitectónico de esa ciudad, sino qué conversaciones sostendría con los habaneros en otras circunstancias, donde no estuvieran ocupados en esa vertiginosa búsqueda monetaria. Entonces, el viajero se afantasma, se siente una especie de holograma parado al mismo tiempo en los años 50 y en 2016.

—Es como estar en La invención de Morel, de Bioy Casares, dijo mi novia.

—Sólo que esto es La invención de Fidel, contesté, así, con cursivas novelescas.

6) ¿Lezama?: las librerías están llenas de discursos y memorias oficiales, pero es prácticamente imposible encontrar autores como Lezama Lima, Cabrera Infante, o los primeros cuentos de Leonardo Padura.

7) Detalles de nuestro hotel: un rollo de papel higiénico a la mitad, la cortina del baño recortada en la parte final, la manija de la puerta que abre hacia arriba, manchas de humedad en las sábanas, el secador de cabello instalado sin conector para la electricidad, el chirrido soviético de los elevadores (nunca supimos el sonido de los otros dos porque no funcionaban), la zombilencia de los empleados, pisos enteros abandonados… ¿Parte del folklore caribeño o pequeños resquicios para asomarnos tras bambalinas?

8) Orwell y Welles: en una tabaquería colgaban retratos de Churchill y Orson Welles. Después de que la dependienta culta —que hablaba ruso— nos explicó la relación entre los Romeo y Julieta y el exprimer ministro británico, pregunté cuáles eran los puros favoritos de George Orwell. La dependienta frunció el ceño y sentenció no saber quién era. Entonces me di cuenta que al confundir el apellido del cineasta con el autor de 1984 (apenas hace una semana levantaron la censura del libro), se manifestaron los límites oficiales de la cultura.

9) Virgilio: Ylian había renunciado como profesor porque los $15 mensuales del Gobierno eran una penuria. Ahora era dueño de un paladar cerca de La Catedral, y fue nuestro Virgilio por La Habana Vieja. Como agradecimiento, le regalamos jabones, rastrillos y unos frascos de barniz para uñas. Su felicidad extrema tenía un dejo de tristeza. “¡Uy, lo que me toca esta noche! ¡Se va a poner contenta!”, decía evocando a su esposa. ¿No era extraño que un hombre de cuarenta años, propietario de un restaurante, se pusiera tan alegre por unos cuantos artículos de limpieza y estética personal?

10) Publicidad: la ausencia de anuncios publicitarios en las avenidas ofrece un descanso visual para los que estamos acostumbrados al bombardeo diario de las marcas. Sin embargo, a los pocos días, advertimos que su lugar está ocupado por monumentales con la iconografía apostólica de la revolución.

11) Un detalle extraño: las nubes nunca se posan encima de La Habana, sino que desde el Malecón se pueden contemplar a lo lejos.

La vida en La Habana se desenvuelve a su propio ritmo, como si se invirtiera la sentencia de Heráclito. Se perciben signos carcelarios —Internet controlado, pequeñas estafas, desconfianza para expresar opiniones políticas—, pero no hay alteración de las costumbres. Los negocios abren, los ómnibus paran en las esquinas, los aviones aterrizan, la música suena y suena… Todo parece normal pero existe una extraña ambigüedad en la conciencia de lo que está pasando. Como aquel grito que soltó Ylian en La Habana Vieja: “¡Aquí estamos jodidos, pero somos felices!”.


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