Actualizado: 27/03/2024 22:30
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Violencia, Represión

La imposición de los gritos

Si una supuesta “revolución” caribeña, como la que existe en Cuba, se propone colonizar otro país, comenzará por imponer todas las características que la distinguen

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Tal parece que los gritos son el arma inicial de los llamados “socialismos”, ahora en declive. La razón no está de moda, no conviene, es contrarrevolucionaria, hay que aplastarla con exceso de decibeles, con “ruido y furia”. Si no se calla, se dan golpes, se ejerce “la acción rápida”. El arma final es, claro, la violencia total.

Nosotros, los cubanos, sabemos mucho de eso. Ya en la Isla se sabe que pensar es peligroso, los razonamientos son extraños y necesitan disciplina. Hay que repetir lo mismo, el libreto acordado, por altavoces, con mucho producto aletargador (ron malo o lo que sea), con mucha música enajenante, con mucha rabia verbal. Nada de poesía que eso activa las neuronas. A no ser que sea poesía mala, como la que produce uno de los “héroes”, porque eso solo daña el buen gusto. Dañar el buen gusto es hacer revolución.

Si un cubano emigra, lo más probable es que —al cabo de un tiempo— recupere la capacidad de cordura, emplee sus fuerzas en el trabajo, devengue un salario decente que le permita vivir según las costumbres de la sociedad civilizada a la que llegó, adquiera nuevos hábitos (deportes, asistencia a cines, teatros, noches tranquilas con la familia), y llegue a olvidarse del contén de la acera con los socios del aguardiente o de la mesa de dominó en medio de la calle. Todo eso le puede pasar a un cubano.

Pero si una supuesta “revolución” caribeña, como la que padecemos, se propone colonizar otro país, comenzará por imponer todo lo que la distingue: cautivaría a un líder con rasgos carismáticos, de predicador incansable, y lo impulsaría a tomar el poder, todos los poderes: ejecutivo, legislativo, judicial; eliminaría todos los controles y equilibrios de la democracia, domeñaría los medios de comunicación, dominaría el sector militar con expertos militares colonialistas; dirigiría el control de la población a través de sus identificaciones, pasaportes, sistemas electorales; tendría en sus manos la inteligencia y la contrainteligencia; pondría todo el empeño en dividir a los opositores, a los estudiantes y a los seres pensantes, adquiriría muchas armas intimidatorias, regalaría algunos derechos pendientes o meras fruslerías para deleite popular, desabastecería el país para que todo dependiera de su munificencia, compraría conciencias o chantajearía.

El líder carismático, claro, tuvo que haber hecho una ley a su imagen y semejanza, algo que se pudiera vulnerar o con lo que se pudiera jugar como si fuera plastilina. ¿Falta el líder? Ahí sí que está el edificio ya montado en peligro de derrumbe. La situación se hace peor cuando hay que virar al revés la ley que inventó el líder, pero se puede apuntalar: ahora mismo se interpreta por el brazo judicial que puso el líder, como le convenga al partido del líder, que es también el partido de la absorbente Isla. Mientras tanto, el líder —que ni habla ni se sabe si existe ya— se retiene en la mini-metrópoli. La colonia hay que retenerla a como dé lugar. ¡Hay que proceder a divinizarlo! ¡Es Cristo redivivo! ¡Bolívar reencarnado!

¿La oposición se lanza a las calles? Los seguidores y dependientes del líder, también. ¿Los países de la OEA tímidamente protestan y su Secretario General se paraliza (no sabemos si por simpatía o por algún pecadillo que le descubrieron)? Pues, ya tienen el arma inicial que les enseñó la mini-metrópoli: a grito limpio y, luego, a porrazo despiadado.

Los gritos lo pueden ahogar todo, hasta la decencia política. Pero son “ruido y furia, que significan nada”.


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