Actualizado: 28/03/2024 20:07
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Crónicas

Lágrimas sobre la mantequilla

Y las remesas de Miami llegaron como una enfermedad contagiosa, a separarlos…

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Hablaba con tristeza del pobre Isidoro, su infeliz pareja de dominó en el almendro del atardecer y la mañana de los domingos en una esquina del barrio, además de su amigo de la infancia. Ambos nacieron y se criaron puerta con puerta en casas que, como las de casi todos los cubanos de aquel tiempo, lucían en la puerta de la calle la insignia de la época, la muy oronda chapilla que proclamaba: "Fidel, esta es tu casa".

Su padre y el de Isidoro, que también fueran amigos desde la infancia, estuvieron en la Sierra Maestra y después en Girón. Igualmente, tradición o fatalismo, él e Isidoro, ya casados y con hijos, vieron la sangre correr. Él en Etiopía e Isidoro en Angola, donde una granada lo dejó sin un ojo.

Cansado de esas cosas, cuando a fines de los ochenta el padre de él enviudó, se "quedó" en un viaje de funcionario de copete que hacía y después pasó a Miami, donde tenía dos hermanos, médico uno y dentista el otro, gente que temprano, cuando todavía eso aquí podía hacerse, agarraron el avión de la Pan American con toda la familia: que entonces era de cuatro y ahora son diecinueve entre hijos y nietos, a cual de ellos mejor posesionados, además de muy unidos y muy cubanos, no obstante ser norteamericanos en los papeles. Cuando el año pasado murió el padre de él, le cubrieron el féretro con la bandera cubana y le cantaron junto a la tumba el himno nacional cubano.

El infeliz Isidoro, en cambio, decía, no tenía familiares allá. Su padre, que una vez fuera dueño de casas, todavía hoy, aunque ya jubilado y muy anciano, seguía militando en el Partido. De modo que no tenía el infeliz Isidoro, al igual que sus hijos (los cuales soñaban con irse), quien les tirara un cabito allá afuera, y con el sueldito que tenían ya podría uno imaginarse cómo andaría esa casa, donde hasta una taza de inodoro tuvieron que vender una vez.

Esto a él, a veces, al sentarse delante del buen bistec y pensar en Isidoro, o al untarle mantequilla al pan o en cosas así, se le aguaban los ojos. Lágrimas le cayeron una vez a la mantequilla. Nunca le hablaba de sus mesadas, aunque Isidoro, que era tuerto pero veía muy bien del ojo sano, sabía que las recibía por los dos apartamentos que le vio fabricar para sus hijos y nietos en la azotea, por el aire acondicionado que tenían en la casa —con el consumo propio de ricos que tener tres aires supone—, más la ropa de calidad que vestía su familia: todo esto coincidiendo con la "desprohibición" del dólar.

Aun así, él, poniéndose de repente la mano en la boca del estómago, fingía a veces en el dominó del atardecer sentirse mal, eructar, decir que el picadillo de soya del almuerzo no le había caído bien, cuando en realidad ese día su mujer, o sus nueras, que también eran magas cocinando, habían servido en el almuerzo un señor pedazo de lomo de cerdo asado con piña.

No quería que Isidoro, cada vez más distante, más retraído, el pobre, se sintiera pobre, distinto. Pero eso, por más que doliera, ahora con las nuevas "desprohibiciones" recién puestas en circulación por Raúl, tendría que llegarle al hueso al infeliz. El pobre. Imagínense.

Por lo que a él, uno de sus sobrinos de Miami le había telefoneado, el mes que viene vendría a Cuba expresamente con su mujer para meterlo de cabeza en el mejor hotel de Varadero, a él y a toda la familia: hijos, nietos, maridos y esposas de los hijos.

Primo que por lo que parece llegaría con una diligencia cargada de oro, pues a todos y cada uno de los de su familia de acá les había prometido comprarle lo que quisieran. Más que dicho, terminante les había ordenado por teléfono: "Vayan haciendo la lista. Sin miseria".

Imagínense ustedes —continuaba diciendo con cara de dolor de muelas aquel hombre feliz— cuando Isidoro viera entrar en su casa el microondas de los sueños de su mujer, viera a sus hijos y nietos en bicicletas de motor, con celulares, supiera que en su casa había computadora (a lo mejor más de una computadora), contestador de teléfono, DVD y todo ese repentino bienestar, pues, empezando por su esposa, toda su familia (que nunca ha visto un hotel por dentro) se había vuelto loca escribiendo y ya tenían una lista de aquí a Hong Kong para cuando el primo de Miami llegara. Imagínense a Isidoro entonces.

Pues aunque a aquel infeliz no le dio frío ni calor cuando un día sus hijos le botaron su medallita por lo del ojo en Angola y otro día aplastaron y botaron las chapillas guardadas de recuerdo que en 1959, cuando en Cuba hasta los muertos estaban de fiesta, anunciaran muy orondas en la puerta de la calle: "Esta es tu casa, Fidel", a Isidoro le dolía admitir que su vida había sido un fracaso, como le gritaban sus hijos, que no le perdonaban que siguiera militando en el Partido.

No, ese hielo movedizo que venía siendo la amistad de ambos, terminaría ahora rompiéndose. No sería ya el mismo Isidoro del dominó bajo el almendro de tantos años cuando al atardecer se sentaran a jugar, ni tampoco sería el mismo el padre de Isidoro, que aunque viejo y del Partido estaba aún lúcido y había sido para él como un tío.

Y él, a su vez, para qué engañarse, él estaba exhausto. Exhausto. Se sentía cansado de fingir, cansado de inventar historias, de hablar de premios en la "lotería" clandestina, herencias en España de un abuelo que no existió, cansado de no poder comer camarones ni langosta para que en casa de Isidoro no lo descubrieran por el olor, cansado de ni siquiera atreverse a vestir mejor que Isidoro, teniendo un escaparte lleno de ropas de esas de marca por fuera.

Su familia, que lo veía sufrir y sabía sufriendo al pobre Isidoro, estaba considerando la idea de permutar. Pero si así, ¿adónde, después de una pareja para el dominó como la del estelar Isidoro, no obstante su ojo en falta, ni un almendro como lo fuera el de ellos dos antes de que llegara el bienestar de Miami como una enfermedad contagiosa, a separarlos?


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