Actualizado: 25/04/2024 19:17
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Crónicas

Las pascuas del silencio

Ni la Navidad, ni el fin de año, ni el aniversario 50 del castrismo tienen lo que tenían que tener, como malicioso habría resumido Nicolás Guillén.

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La pascua, que es la flor de mi infancia y todavía mi bandera, ya no florece, ya no llena de rojos que parecieran incendios el mes de diciembre, le da pena. El clima, o algo que no está escrito en los libros de la ciencia, la afectado, ha cambiado sus ciclos, y cuando finalmente florece, una aquí y otra dos cuadras más allá, lo hace con tristes flores de segunda que avergüenzan, hieren a quien la recuerda reinando entre las flores que salían a embellecer la Navidad, a decirle adiós al año viejo, a recibir al nuevo y a esperar a los Reyes Magos en sus camellos de la ilusión.

Porque hasta la tristeza de las flores puede sentirse. No sólo sentirse, sino escucharse, oírla quejándose con su característico rumor de ave herida, de gaviota confundida con una codorniz por los cazadores del matorral. Igualmente, puede escucharse, y aun verse, palparse con las manos, el atronador ruido que hace el silencio.

Ese ruido, esa tristeza y esa derrota de la orgullosa pascua de ayer, ondean de algún modo en La Habana de hoy. Se anuncian en la televisión, para conmemorar el advenimiento del aniversario 50 de la revolución, bailables, exposiciones de pintura, galas teatrales, lanzamiento de nuevos libros, pero hasta los anuncios parecen ser "de compromiso".

Termina diciembre, el prestigioso diciembre, y nadie en el barrio se asoma a verlo pasar, como hacían con la pascua de antes. Cualquiera diría que ni siquiera se han percatado de que llegó y se va.

Caballero que de repente fuera dejado sin frac ni chistera, por fin en los últimos años (a partir de dos hechos coincidentes a fines de los noventa: legalización de la divisa extranjera y apertura económica), diciembre había rescatado algo de su antigua prestancia; por lo menos ya no era un mes en cueros.

Las casas ponían sus arbolitos de Navidad, y algunas se enguirnaldaban con tanto afán, adentro y afuera, que más que casas parecían ser opulentos cabarets en el día de su inauguración.

Esta vez diciembre camina por el barrio, dobla por esta esquina, sigue por la otra calle, y de vez en vez, casi por azar, intuye, adivina, más que ver por el reflejo de sus luces, en el cristal de la ventana, un discreto arbolito, muy discreto, casi escondido en un rincón de la sala. Nadie habló de la Nochebuena ni habla del 31. De ceño fruncido, la gente está en otra cosa.

Ni la Navidad, ni el fin de año, ni el aniversario 50 tienen lo que tenían que tener, como malicioso podría haber resumido Nicolás Guillén.

Es verdad que no habrá cerdo para asar. Los cerdos de La Habana han estado en su mayor parte, como de justicia es, ayudando a la alimentación de los damnificados por los dos últimos ciclones, especialmente el último. Pero no es la falta del cerdo, ni tampoco el eco resonante de la tragedia vivida por las miles de familias que los ciclones dejaron sin sus viviendas de palo. Es otra cosa.

Es, sencillamente, tristeza; es silencio, es una pena muy honda por algo sucedido o por suceder que no cabe en las palabras, algo que solamente una flor tan receptiva como la pascua parece saber.


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