Milagros de la Revolución
Sin abandonar ninguno de los múltiples frentes en los cuales venía combatiendo, hoy la Isla pelea su gran batalla por la leche.
Días atrás, una señora del barrio comentaba con cara de angustia que este año el país se proponía importar diez mil toneladas menos de leche en polvo.
Imagínense, decía la señora, qué se haría ella y qué se haría la muchachita que toda la vida le había vendido la leche, pues esa infeliz, con su sueldo de enfermera, no podía vivir, y ella, por su parte, no podía pagar los nuevos precios que dicha disminución en la importación le impondría a las próximas leches de la enfermerita, y esto, cuando rara vez esa infeliz lograra conseguirla. La pobrecita, con esta nueva escasez de la leche en polvo, llegaría también un mayor control desde que la empezaran a bajar del barco.
Sin embargo, la ausencia de esas 10.000 toneladas de leche en polvo que tanto preocupan a la señora, las hará menos ostensible cierto novedoso descubrimiento que ha hecho posible un discreto progreso en la producción de leche fresca, para empezar, y que aplicado a otras esferas, podría hacer milagros.
Según este esperanzador descubrimiento —no se sabe si del anterior ministro de Agricultura, cuando finalizaba su administración, o del actual—, aumentar la producción nacional de artículos y productos que han venido importándose, generaría empleos, evitaría la exportación innecesaria de divisas y, además de crear posibles excedentes para la exportación, lograría, en general, producir muy, pero muy por debajo de los precios que el país ha venido pagando por esos productos en el mercado mundial. Es el caso de la leche en polvo y del arroz.
De este grano, Cuba consume cada año unas 800.000 toneladas, casi todas de importación. La tonelada de arroz, que en el mercado mundial cuesta 1.200 dólares, le costaría 400 producirla, según ha puesto al descubierto el descubrimiento.
Después que un descubrimiento así ocurre, todo el mundo quiere saber cómo fue eso. Fleming tuvo que contar el suyo mil veces y no se lo creían. En el presente caso, sólo pueden aventurarse conjeturas.
Tal vez un día el ministro de Agricultura cubano, recordando una vaca de su infancia, o en un rapto de inspiración, o porque lo soñara, o porque un muerto se lo dijo, cayó en la cuenta de que en una isla donde sobran la fuerza de trabajo y el agua y donde el 53% de las tierras laborables permanecen en la vagancia, no debía seguirse importando un arroz y una leche que la Isla podía producir.
Nunca podrá saberse. Pero cualquiera que haya sido el accidente que propició el tan significativo como reciente descubrimiento, el cambio en Cuba empieza a notarse. Sin abandonar ninguno de los múltiples frentes en los cuales venía combatiendo, hoy la Isla pelea su gran batalla por la leche —gesta que no concluirá hasta por lo menos recuperar los niveles de producción que tenía hace cincuenta años, cuando la población era la mitad de la actual—, a la vez que, trompeta en mano y honor en alto, se apresta a librar la tremenda, la histórica, la decisiva batalla por el arroz nuestro de cada día, según la televisión.
Bueno, al menos por lo que a leche en polvo respecta, si no fuera porque soy pesimista, me gustaría decirle a la entristecida enfermerita y a su apesadumbrada clienta que les tengo malas noticias.
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