Actualizado: 23/04/2024 20:43
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Crónicas

'O todos, o ninguno'

Desventuras del Premio Nacional de Literatura: Los últimos galardonados han tenido que batallar para recibir sus dólares.

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Hubo una época en Cuba en que uno venía a enterarse de que K, digamos, actuó en tales y tales escenarios del extranjero, cuando regresaba de su gira. Nunca cuando partía. No era superstición. Era que en el camino de esas giras (hacia los países hermanos por lo general, o sea, hacia el mundo en expansión de la hoy difunta comunidad socialista) existía un misterioso punto llamado Gander.

En apariencia, nada del otro mundo. Un pequeño aeropuerto en suelo canadiense, al cual debían por fuerza bajar los aviones que volaban desde La Habana a reabastecerse de combustible. Sin embargo, hechizo o tecnología secreta del enemigo imperialista, era raro el vuelo en que en aquel engañoso aeropuerto no perdiera pasajeros el avión, funcionarios de rango muchos de ellos.

Estas abducciones (extendidas hoy a otros aeropuertos, pero entonces más frecuentes que ahora) darían lugar en Cuba a curiosas costumbres. Digamos, preguntar entonces por el arquitecto que diseñó la novedosa heladería Coppelia, eso era perder el tiempo.

Curiosidades así, inequívocos signos del oscuro individualismo en que tan pródiga es la cultura pequeño-burguesa, no tenían espacio en la nueva sociedad. Todo en Cuba lo hacía la revolución, fuera la heladería Coppelia o una compleja cirugía. El héroe, el protagonista, era el dirigente.

Carpentier, Guillén y todas esas gentes que ya tenían un nombre al llegar la Revolución no eran del todo un lastre, porque todavía la revolución los necesitaba para hacerse representar en los foros donde el comandante recién bajado de la Sierra no tenía nada que hacer.

Además, no eran eternos y ya estaban viejos.

En Corea Democrática, Kim Il Sung había logrado tal grado de humildad revolucionaria que también los escritores renunciaron a firmar sus obras y se integraron en brigadas. Tenía este método del Gran Camarada la ventaja de que, cuando una obra obtenía éxito, su autor quedaba a salvo de la gloria que envanece al hombre común, puesto que el firmante era la brigada.

No sé si en Cuba se pensó en esto alguna vez.

No obstante, no promocionar figuras nuevas, por muy Einstein que fueran, parece haber sido una consigna de gobierno durante mucho tiempo, en espera de los intelectuales del porvenir, los leales formados por la revolución, esos lejanos titanes que pasarían por Gander y todos los aeropuertos del mundo poniendo en ridículo las tecnologías de abducción imperialista.

La cosa es grave

Explican tales cautelas que en esa época sólo se entregaran certificados de inmortal a quienes ya estaban al borde de la tumba (si residían en Cuba, si eran revolucionarios y personas de hábitos de alcoba honorables). Explican tales cautelas el hecho de que cuando al fin, años después de la muerte de Lezama y Virgilio, se instituyó el Premio Nacional de Literatura, partieran sin él numerosos viejitos que lo merecían (Carpentier, entre ellos) y otros estén acumulados por docenas ahí en la puerta esperando.

Después de otorgársele a Nicolás Guillén, se entregó compartido en dos oportunidades. La primera vez, en el '86, entre tres grandes figuras. Y la segunda, en el '88, entre dos. Como después ha seguido entregándose en solitario, colocados hoy de uno en fondo, los medio tiempo que lo merecen y que ni viviendo 120 años lo alcanzarán, ocuparían una cuadra.

El ICRT, que también estaba en deuda con su gente (que son miles), lo ha resuelto genialmente. Cada dos o tres meses coge a cuarenta o cincuenta de ellos, los pone en fila, como si los fuera a retratar, les entrega el "Premio por la obra de toda su vida" y, como estímulo material permanente, el presidente del ICRT, emocionado, les da la mano y a las señoras un beso.

Con el Premio de Literatura no podría hacerse eso hoy. Ahora es tarde. Si bien al principio se otorgaba con cinco mil pesos y adiós para siempre, después el ministro Abel Prieto, con su perspicaz realismo de los tiempos que corren y, a lo mejor calculando que por su edad los viejitos premiados estaban para que se les empezaran a tomar las medidas, dotó el Premio con una mensualidad vitalicia de 100 dólares (hoy devenidos CUC).

Pero el ministro Abel fue traicionado por su memoria del porvenir, y los viejitos premiados, rejuvenecidos al verse en situación de poder comerse con su familia, los domingos, una libra de picadillo del bueno (de res), adquirir su par de botellitas de aceite de girasol para el mes, su librita de leche en polvo y demás debilidades inevitables en el que de repente se ve enriquecido, siguen estando ahí fuera del ataúd. Y ahora son un montón.

El Ministerio de Cultura, claro, no puede en estos días de ruina permitirse el lujo de seguir manteniendo a esos irresponsables, por muy viejitos y muy conocidos que sean, pero tampoco puede dar lugar a que, ofendido alguno de ellos si lo despojaran de su bequita, vaya a dejarse abducir.

La cosa es tan grave, que los últimos premiados, según he oído, han tenido que dar la batalla gorda para ser incluidos en la beca. No sólo por los 100 CUC, sino por no verse convertidos en premiados de segunda, han dicho, levantando la voz y pegando con el puño en el buró del funcionario que los atendía en el Instituto del Libro: 'o todos o ninguno'.


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