Oración en los labios
Los ciclones trabajan más rápido que el gobierno. A las puertas de la nueva temporada, todavía están a la vista los estragos de 2008.
"Pues señor, estamos en junio otra vez", decía ayer una señora conversando en la cola de la farmacia.
Es una señora de Granma, una de las cinco provincias en que años atrás dividieran las autoridades revolucionarias la antigua provincia de Oriente. En esa región, los ciclones del año pasado hicieron estragos, y también los de los dos años anteriores.
A un primo de ella, todavía le debían un par de ciclones. Es decir, seguía ese infeliz sin haber podido cubrir las afectaciones causadas por esos ciclones, y con el desastre causado en la provincia de Camagüey por el último huracán del año pasado (el cual arrasó allí con casi medio millón de viviendas), tarde, mal y nunca, seguía diciendo la señora, iba el pobre hombre a poder colocarle a su casa el último techito que el viento le llevara.
No era que el gobierno no se ocupara de esas cosas. Era, decía, que los ciclones trabajaban más rápido que el gobierno. Ella era militante del Partido, fundadora, por cierto, y ese era su orgullo, pero estaba consciente de que mientras el gobierno siguiera remendando, poniéndole parchecitos por aquí o por allá a casitas que de tales tenían sólo el hecho de servir de viviendas, los ciclones continuarían venciéndole.
Por tres veces en los últimos cuatro años, ese pobre primo del que ella hablaba había perdido el techo, y el gobierno, con los bolsillos viraditos al revés, como estaba hoy, ya sin zafra, el níquel a la mitad del precio y reducida también a la mitad su producción por la crisis económica mundial, qué podría hacer el pobrecito. Y para colmo, junio de nuevo ahí mirándote a la cara.
De modo que —decía la señora— hasta el 30 de noviembre había que volver a vivir rezando para que la temporada ciclónica de este año se fuera en blanco. Aunque militante, ella le había hecho una promesa a la Virgen de la Caridad del Cobre, en ese sentido, y otra a San Lázaro.
La de San Lázaro era por ella, a quien también los ciclones la habían afectado. Era una de las personas que llevaba meses refugiada en la tienda Fin de Siglo, cuyo segundo piso es en la actualidad albergue de familias que perdieron sus casas. Un lugar sin ventanas, decía. Construida para operarla con aire acondicionado, como todo lo que hacían los capitalistas, nadie pudo pensar entonces que el segundo piso de esa tienda, una de las más importantes de La Habana, terminaría siendo un mundo de sábanas de por medio a manera de tabiques, y colas eternas delante del par de humildes sanitarios.
"O tal vez lo adivinaron", dijo intencionado un señor en la cola, "porque los capitalistas son malignos. Esa es la peor especie que se conoce".
La señora le miró muy seria. ¿Se estaría ese hombre burlando de ella?
"En todo caso", contestó de mal talante, "revise su casa no vaya a ser que me lo encuentre mañana en ese segundo piso de mi desgracia o en otro albergue parecido, porque estamos ya en junio y Eusebio Leal lo ha dicho: si en La Habana se presenta un ciclón de cierta magnitud, habría que declarar un estado de emergencia nacional. No crea usted que los ciclones han de ser toda la vida exclusividad de la gente del campo".
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