Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Sociedad

Pobres nuevos ricos

Los infelices de brillo y baratijas no poseen el nivel de vida de quienes se hacen pasar por austeros desde un chalet en El Laguito.

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Como todo en Cuba flota bajo la apariencia de lo que no es, ahora nos vienen con la historia de que nuestros nuevos ricos no son los que creíamos, sino sus víctimas, esos pobretones que llevan medallas de la Caridad del Cobre colgadas al cuello y corazoncitos luminosos incrustados en los dientes.

Sólo la falta de sentido común, amparada por la inexistencia del derecho a réplica, puede dar vía a conclusiones tan superficiales como las expuestas en un reportaje que recientemente publicara el diario Juventud Rebelde sobre el tema.

Que un sociólogo supedite el fenómeno del enriquecimiento ilícito a nuestra crisis económica de los años noventa, pasándole por encima a varias décadas de nepotismo y de malversación consentida, y de abuso de poder y de acaparamiento de privilegios en forma no menos impune que la utilizada por los bárbaros conquistadores de la antigüedad, denota por lo menos incompetencia profesional.

En un país sin servicio de internet para el público común, sin la menor oportunidad para que la gente elija el tipo de noticia a la que le interesa acceder, y con las fronteras cerradas con siete llaves para quienes desean viajar al exterior, resulta cuando menos ridículo que un psicólogo esté apuntando a priori hacia la globalización como conducto de las malas influencias que recibe el pueblo y —lo que es peor— como propiciadora de los tales nuevos ricos.

En las valoraciones de estos y otros representantes de la nomenclatura intelectual al servicio del régimen se apoya justamente el reportaje de marras, cuya conclusión, digamos que ingenua, es que nuestros ricos de hoy no son los que son, sino los que sueñan con serlo, no obstante prescindir no sólo de las riquezas de los ricos reales, también de sus astucias y hasta de su buen tino.

Ninguno entre esos infelices que aquí se disfrazan con brillo y baratijas posee un chalet en El Laguito, o en repartos residenciales exclusivos como Siboney o Atabey. Ninguno cuenta con yate particular y mucho menos con permiso de libre navegación. Ninguno rueda automóviles modernos de marcas clásicas. Ni en sueños uno solo de ellos podría enviar a sus hijos a pasar las vacaciones en Europa. A ninguno le es posible situar al alcance de su familia las últimas producciones de la industria farmacéutica del mundo desarrollado o los especialistas del más alto nivel como médicos de cabecera. Es que ni siquiera tienen a su alcance un servicio de coronas fúnebres con flores de lujo.

Pobres diablos

Sin embargo, no hay que ser sociólogo ni psicólogo ni académico ni periodista para saber que no son pocos los ricos reales que en la Isla disponen de tales privilegios, los que no podrían justificar con sus salarios formales, por más que nadie se muestre interesado en exigirles que lo hagan.

Tampoco se precisa estar medianamente informado para saber quiénes son aquí esos ricos reales y cuál es el sostén de su poder arrollador. Basta con tener ojos en la cara. Al igual que alcanza con un mínimo de buena memoria para constatar que la crisis económica de los noventa, y muchísimo menos los efectos de la globalización, nada tienen que ver con el acotejo de sus riquezas.

A esos pobres diablos que "adoran las cadenas, los anillos y los dientes de oro", y que por tal simpleza se han ganado el apelativo de nuevos ricos, lo único que les sobra en realidad es la obsolescencia en las aspiraciones y en los gustos. Son otra prueba, una más, de la estrechez de horizontes que padece gran parte de nuestra juventud, malformada por un sistema que apuesta por el aislamiento de los seres humanos como vía para implementar su dominación.

Algunos son meros marginales o inventores de la calle. Otros son empleados menores del gobierno que se dedican a robar lo que pueden en sus puestos. Y otros ni siquiera viven al margen, son jóvenes del montón que han preferido brillar mediante sus atuendos antes que por otras particularidades más esenciales.

A fin de cuentas el hábito no hace al monje. Y lo prueba contundentemente el hecho de que aquí los ricos reales no usan cadenas. Ello no impide que también intenten vivir de la apariencia, pero en sentido contrario, haciéndose pasar por pobres y austeros. Pero no hay que ser sabio para saber que su opulencia es mucho más consistente y está más a la vista que el oro de esos pobres nuevos ricos.


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