Actualizado: 27/03/2024 22:30
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Jóvenes, Emigración, Exilio

Sin olvidados, sin triunfadores

La normativa cubana convoca a los emigrados como ciudadanos de segunda clase, paradoja rotunda para una emigración que tal vez sea de las más activas desde el siglo XIX

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Hace unos días leí un artículo de un viejo amigo, Harold Cárdenas, titulado Los olvidados, los que se quedan publicado en La Joven Cuba y en el cual se debate sobre el calificativo de perdedores y olvidados que en ocasiones reciben los jóvenes (y no tan jóvenes) cubanos que deciden no emigrar. En una relación donde han existido coincidencias de pensamiento, creo que debo disentir respetuosamente en esta ocasión.

Recuerdo que, en 2008, recién ingresado a la Universidad de La Habana, el Comité del Partido Comunista realizó una encuesta entre cientos de estudiantes de la Colina Universitaria con varias opciones sobre sus planes futuros. Dicha encuesta resultó más que alarmante para los funcionarios y dirigentes universitarios. Aproximadamente el 90 % de los estudiantes tenía como perspectiva abandonar el país, incluso por encima de otras opciones tan corrientes como culminar los estudios o formar una familia. En aquel momento jamás pensaría que la vida me pondría en ese porciento mayoritario. Recuerdo esta anécdota para dar cuenta que efectivamente los jóvenes que deciden no emigrar son una minoría por las razones que sean, válidas todas.

Sin embargo, creo que dividir el debate entre olvidados y no tan olvidados, los que se quedan y los que se van, perdedores y triunfadores, constituye una acción robótica de simples eufemismos que lejos de abordar el problema, lo simplifica. En una realidad donde la pregunta del día a día de nuestra juventud es emigrar o no emigrar, ello ya constituye para nosotros como nación una derrota. Nos encontramos en una situación en la cual todos somos perdedores, ¿o acaso el emigrar no es en sí una forma también de perder al distanciarse y separarse la familia, renunciar en muchos casos a aspiraciones profesionales y cambiar en general un proyecto de vida por otro?

La condición de triunfadores que el artículo menciona como presente en la creencia popular cubana es una categoría con amnesia selectiva o desconocimiento. En el mayor de los casos no hay nada de triunfante en la emigración, tenga el gentilicio que tenga. Levantarse a trabajar cada día en un país que no es el propio, en otro continente con idioma distinto, lejos de la familia y antepasados, de nuestra cultura, nuestra tierra, nuestros amigos y en muchas ocasiones de nuestra profesión, no tiene nada de triunfante y mucho de sacrificado. Tan sacrificado como puede ser para aquellos que deciden no emigrar. Lo que sucede es que en las fotos casi siempre salen las sonrisas y no las lágrimas.

Lastimosamente este dilema del emigrar o no se ha visto acentuado por nomenclaturas como salida definitiva, desertor, salida ilegal, repatriación y pérdida de la residencia en el territorio nacional, entre otras presentes en la normativa migratoria cubana. El problema del cubano no es tanto la libertad de emigrar, sino la poca libertad de retorno. Nuestro sistema migratorio durante décadas ha impuesto una especie de sanción con los emigrantes, cual padre que desconoce para el resto de su vida a todo hijo que abandone la casa paterna, y de paso privándole de derechos que le fueron concedidos al nacer.

A pesar de que recientemente se ha facilitado por las autoridades el proceso para solicitar la repatriación, este sigue sufriendo una contradicción de raíz: tal proceso nunca debió haber existido. Su sola existencia desde el punto jurídico es una abominación, dado que implica el divorcio forzoso de otras categorías como ciudadano y residente, cuando la primera debe englobar la segunda, siempre que se ampare bajo una misma nacionalidad. Si quisiera ponerse desde otro punto de vista, la normativa cubana convoca a los emigrados como ciudadanos de segunda clase, paradoja rotunda para una emigración que tal vez sea de las más activas desde el siglo XIX. Ello sin mencionar las implicaciones ideológicas y consideraciones políticas que se tenían o tienen aún desde la posición oficialista hacia los inmigrantes. Debemos recordar que hasta en las mejores familias ocurren las disensiones, por no decir en la Nación.

Hace poco, conversaba con un amigo español también emigrado por las condiciones de crisis que sufre la Península por estos tiempos; me comentaba de lo absurdo de considerar la salida de un nacional como definitiva. Él, que tiene esposa cubana, sabe un poco y compara su posición con la nuestra. Está decidido a que cuando mejoren las condiciones en España y pueda conseguir un empleo que le satisfaga económicamente, regresará a su país de origen. Aún hoy no puedo responder la pregunta que me hizo un tanto bromeando, un tanto polemizando, y otro tanto en serio: ¿Podríamos los cubanos hacer lo mismo?

La emigración de la Isla nos ha costado a todos, siendo el país el más resentido en términos sociales, culturales y económicos. Según algunas cifras, la sociedad cubana ha exportado aproximadamente una quinta parte de sus hijos, y la cifra lógicamente aumenta si consideramos los nietos y biznietos nacidos en el exterior. Pregunto, acaso que nuestra Patria se desangre, ¿no es ya una pérdida para todos?

Coincido con Harold en que somos responsables por las decisiones del futuro de nuestra nación, sin embargo, no lo hago cuando nomina a estos responsables en exclusivamente los que viven dentro. Todos los cubanos somos responsables de las decisiones patrias. ¿Hubiese podido Harold decirles a los tabacaleros de Tampa y Cayo Hueso que “el futuro de esta isla tiene que decidirlo los que viven dentro”? Nosotros los emigrantes, aunque no lo parezca, también pagamos nuestra carga tributaria al Estado cubano, ¿o acaso no contribuimos con cientos de millones de dólares a la república por concepto de tasas consulares?

Considero esta cifra ya alta de por sí y no tiene en cuenta el aporte al PIB bajo el renglón de remesas familiares e inversión directa e indirecta hacia el naciente sector privado. Los emigrantes no podemos ser considerados por los actores políticos como nacionales a la hora de imponernos obligaciones y luego ser considerados extranjeros (o, dicho de otra manera, “no tan cubanos”) a la hora de respetar nuestros derechos consagrados.

Lamentablemente, el texto que Harold nos presenta apuntala una concepción inoculada ideológicamente que no hace más que contribuir a una estratégica división de la Nación, intenta simplificar y esquematiza algo tan complejo como la emigración en la sociología sin distinguir razones políticas, económicas, profesionales, familiares o culturales y alimenta la ingenuidad política que muchas veces acompaña a parte de la sociedad cubana en los últimos años de confundir la pertenencia a la Nación con la afinidad a un proyecto político.

En la Casa Cuba hay espacio para todos sus descendientes. La sociedad que debemos construir entre todos tiene que ver a sus hijos como iguales, sin distinción de dónde decidan vivir y eliminar la discriminación entre “los de adentro y los de afuera”. O mejor, que los jóvenes del mañana, niños de hoy, no tengan que crecer con esa maldita disyuntiva de emigrar o no emigrar.


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