Un cuento chino
Nuestros compatriotas del Barrio Chino, quienes ya no saben siquiera quien fue Fu-Manchú, se han reinventado como “chinos” en segunda, tercera, enésima generación
La vida en el país debe ser tal
que las personas no quieran dejarlo.
Lao-Tse
Invitado a almorzar en un bufet chino de Miami, por rápido, buena comida y además barato, un compatriota se sorprendió de que la mesera y casi todo el personal fueran “chinos de verdad”. Acaso hablaban un inglés mínimo, pero se esmeraban por servir con sus muy típicos gestos de respeto al cliente. Este amigo, de paso por primera vez por la Ciudad Mágica, me comentó que en el Barrio Chino de La Habana apenas quedan asiáticos legítimos, autóctonos. Solo hay descendientes lejanos, quienes se esfuerzan por parecerlo como un modo de sobrevivir a la indigencia. Es una oportunidad que han encontrado muchos, me dijo, porque las buenas relaciones entre Cuba y la República Popular favorecen que el barrio subsista y le de vida a mucha gente.
La conversación terció entonces a las inmigraciones de diferentes etnias y culturas que durante cuatro siglos y medio hicieron de La Habana una capital del mundo. Este amigo, hombre culto y curioso, hablaba del próximo aniversario de los quinientos años de la ciudad, y cómo durante una buena parte de la Colonia, fue asiento de la llamada Flota de Indias, que transportaba a España todas las riquezas y productos de América. Eran cientos de barcos con sus tripulantes en puerto, a la espera de buenas condiciones para la navegación por el Atlántico. La Habana, por su posición geográfica, clima y desarrollo fue siempre sitio de paso y acaso hogar definitivo de hombres de todos los rincones del planeta.
Los chinos, en particular, forman parte de nuestra cultura, e incluso de nuestra muy particular mezcla racial, allí donde aportan inteligencia, tenacidad, sabiduría humilde y apocamiento. Por cierto, en mi última visita a Nueva York, con desconcierto y cierta nostalgia, noté que Chinatown se está tragando, casi literalmente, el viejo barrio italiano. El Chinatown de la Gran Manzana —unos 800.000 habitantes— está situado sobre la Calle Canal, por donde discurría el agua de Manhattan. El Barrio Chino en La Habana, sobre la Calle Zanja —Zanja Real, el primer acueducto de la ciudad- es otra coincidencia que nos hermana.
Lo asiático forma parte indisoluble del “lenguaje cubano”, con sus frases cariñosas, aunque no siempre felices, como “a este no lo salva ni el medico chino”, o “fulano tiene un chino detrás”. Tal influencia es explicable a partir de saber que el Barrio Chino de La Habana fue el más importante de América Latina, y el segundo del mundo después del de San Francisco. Muchos de los platillos chinos que hoy se consumen por doquier han sido recreaciones del restaurante habanero Pacífico, cuyo arroz frito solía ser el mejor, no superado por nadie, según el caricaturista y escritor Alfredo Pong. Para conocer más sobre este, y otros temas relacionados, recomiendo De Cantón a la Habana del autor.
De regreso al tema de la inmigración china, los quinientos años de La Habana y la sorpresa de mi amigo con “chinos de verdad” en Miami, un reciente artículo publicado en el Órgano Oficial, se hacía eco de que el Barrio “rejuvenecía a partir de la voluntad gubernamental”. El Órgano no ofrece datos específicos sobre los nativos, sino que habla de “centenas” cuando la realidad es que según datos oficiales apenas rebasan unas pocas decenas, de los miles que llegaron vivir hasta 1959 en Zanja y Dragones. Habían venido a Cuba para tareas agrícolas en 1847, engañados por contratistas que los trataron como esclavos. Quizás por esa trampa a los primeros culíes importados, quedó para siempre la frase “te engañaron como a un chino”.
Lo cierto es que para principios del Siglo XX, el Barrio Chino y otros lugares de la republica eran habitados por más de 200.000 nacionales. La proporción de hombres y mujeres no era mayor de una mujer por cada cien hombres, lo cual hizo que muchos buscaran mujeres afrodescendientes —una minoría también relegada y pobre— para casarse y tener familia. De esa mezcla salieron los mulatos-chinos cubanos, de proporciones biométricas hermosísimas, sin deslustrar su inteligencia y capacidad de trabajo. Sobre esto último, su laboriosidad, es necesario recordar una locución solariega que por sí sola hablaba de lo próspero que llegaron a ser algunos en otra época: “¡Oye, búscate un chino que te ponga un cuarto!”.
La sangría asiática de nuestra Isla comenzó con las confiscaciones y el consiguiente éxodo masivo, sobre todo a Estados Unidos. Se invirtió la emigración: dueños de cientos de restaurantes, comercios, lavanderías y teatros, la comunidad china, como la judía, leyó que la brújula del bienestar marcaba otra latitud con la ascendencia al poder de la “dictadura del proletariado”. Porque si algo un asiático parece que perdona, pero nunca olvida, es el abuso, la sinrazón, el pie metido en su puerta. Viene a mi mente la contraportada, sarcástica, de un disco de Pedro Luis Ferrer: dos chinos huyendo de la Revolución de 1949 escogen un país cerca de Estados Unidos, anticomunista y lo más alejado de China que hubiera, al otro lado del globo terráqueo. Y fueron parar a Cuba…
Es loable que el régimen trate de recobrar para los turistas y sobre todo para el pueblo, una de las ciudades más bellas y modernas de las Américas. Hace sesenta años está sumida en un nivel de desidia y maltrato del cual nadie parece hacerse responsable. Solo el Casco Histórico y parte de La Habana Vieja, regentadas años atrás como si fueran feudo privado de Eusebio Leal, han recuperado su valor de Patrimonio. Decía el historiador —siempre entre líneas, deslizando cuidadosamente y al estilo borgiano su veneno— que la ciudad la hacen sus habitantes, quienes la viven, y por eso parte de la rehabilitación de La Habana Vieja pasa y pasará por educar a la población en el cuidado de los inmuebles y las áreas de uso social —Leal a veces olvidaba, peccata minuta, que algunas familias fueron removidas de las ciudadelas en contra de su voluntad.
Rejuvenecer el Barrio Chino de La Habana pasa, indefectiblemente, por “traer” chinos de verdad, originales, legítimos, a vivir y trabajar en la ciudad. Pero ese proceso inmigratorio, natural en cualquier parte del mundo, choca con la realidad política y económica de la Isla. Solo es posible si Cuba y sus potencialidades ofrecen al inversor asiático de clase media un panorama tan o más promisorio que en otras partes de América y las Antillas, donde crecen de manera exponencial los asentamientos de comerciantes del Oriente Lejano. No son siempre los hoteles ni los campos de golf quienes generan la mayor y mejor cantidad de turistas, sino la simple comunidad china, árabe, judía, africana o latina en cuyo interior el turista viaja inmóvil a otra geografía. ¿Cuánto habría que darle a comerciante chino, uno “de verdad”, para que se arriesgue a poner de nuevo una pescadería, un puesto de frutas, una lavandería en la Calle Zanja de La Habana?
Lo que resulta meritorio es que nuestros compatriotas del Barrio Chino, quienes ya no saben siquiera quien fue Fu-Manchú, se han reinventado como “chinos” en segunda, tercera, enésima generación, y tomando el filón político de las buenas relaciones con los comunistas de Xi-Jimping, van copando el Barrio, nuevamente, con comercios, restaurantes y salas para la práctica de artes marciales. Eso habla de dos cosas: de la sabiduría y la paciencia de sus ancestros. Quién sabe si algún día sean ellos mismos quienes vuelvan atractiva la ciudad para miles de asiáticos laboriosos, disciplinados, astutos.
Por ahora, y para celebrar el Quinientos Aniversario de San Cristóbal de la Habana, la “recuperación” del Barrio Chino sin chinos es otro “cuento chino”. Un poco de pintura, la inauguración de algún pequeño comercio, un parque donde antes hubo un edificio que ahora se ha derrumbado. La RAE define “cuento chino” como embuste, mentira disfrazada de artificios, ingeniosa y disimulada, de dudosa veracidad. Mientras hay festividades y banderines, visitas de dignatarios y reyes, La Habana disfrazada de una bonanza que no tiene, da la bienvenida a otro siglo de fundada. Ahí están y estarán los chino-cubanos, esta vez no frente a la Puerta de Alcalá, sino ante el llamado Pórtico de la Amistad, viendo como los tiranos se abrazan como hermanos, y ellos… pues nada, ellos viendo pasar el tiempo.
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