Actualizado: 18/04/2024 23:36
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| Cuba

Un hombre tranquilo

Gustavo Arcos Bergnes era un demócrata que se hizo libre él solo, que no oyó los cantos de igualdad porque conocía muy bien a los cantores.

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Me gustaba ir a la casa de Gustavo Arcos. Llegar a cualquier hora y sorprenderlo, en aquel cuarto mínimo con un balconcito de juguete, leyendo libros de historia, escribiendo en unas largas hojas blancas o en una conversación particular con sus mascotas, unos pericos caprichosos y desconfiados que comían en su mano.

Me gustaba porque la plática podía empezar por la vida de Napoleón Bonaparte, seguir hasta unos pasajes de la historia de España, para desembocar, sin remedio, en la noche de Cuba, en los caminos ciegos y la necesidad de trabajar todos los días como si la dictadura fuera a desaparecer mañana.

Allí se podía hablar cualquier tema. Era de esos conversadores con brújulas y agenda. Ningún asunto se quedaba en el aire. Hablaba en tonos bajos pero con energía y le ponía acento a una oración cuando se pasaba las dos manos por la pierna herida en el asalto al Cuartel Moncada, como si con ese gesto se quitara el dolor. "Esta pierna caramba", decía y cambiaba de posición en el balance enorme —su trono doméstico— donde el mimbre desertaba sin pudor.

Si la charla derivaba hacia la literatura, dejaba que pasaran otros nombres y esperaba emboscado que apareciera el de Guillermo Cabrera Infante, su attaché cultural cuando, después de 1959, lo nombraron embajador en los Países Bajos. Entonces se lanzaba.

El funcionario diplomático que pudo ser Guillermo no le interesaba para nada. Era el escritor de Tres tristes tigres como amigo, como cubano, como la voz que seguía viva en los noventa en el auricular del teléfono colectivo de la casa que Gustavo y Teresita compartían con otras familias en El vedado.

A la hora de hablar de familia, llegaban todos los de la vieja casa de Caibarién, aunque sus hermanos Luis y Sebastián (y su sobrino Arcos Casabón) eran los personajes favoritos y él los metía de todas formas en la salita que presidía un tapiz extraño que fue mandado a hacer con un desgarrón en una esquina.

"Tere, ¿nos podremos tomar un jugo de naranja?". Eso quería decir que nos quedaba otra hora hasta el café de despedida porque él, a veces, tenía que acostarse un rato para que la pierna del balazo lo dejara tranquilo.

Un amigo que cantaba las cuarenta

Por los años de cárcel casi nunca pasaba, ni por las soledades de los años ochenta, junto a Ricardo Bofill y Sebastián para que comenzara a conocerse en medio de aquel cerco la importancia de la lucha pacífica y de los derechos de los seres humanos. Sobre eso, muy poco.

Yo creo que mucha gente iba a buscar fuerza, confianza, valor para encontrar puntos de contactos en la diversidad del pensamiento. A verlo en su entereza y en su austeridad, a escucharlo decir lo que pensaba no como un viejo maestro encapotado sino como un amigo que canta las cuarenta.

Gustavo Arcos Bergnes no fue tampoco un santurrón, ni uno de esos hombres patéticos que creen que tienen toda la verdad. Era un demócrata que se hizo libre él solo, que no oyó los cantos de igualdad porque conocía muy bien a los cantores.

A mi me gustaba ir a aquella casa gris. A verlo, a escucharlo en su entorno porque el país donde vivíamos, en sus palabras por lo menos, se convertía en una nación amable y abierta a la esperanza.

Yo hace mucho tiempo que no puedo ir a esa casa. Gustavo salió el martes muy temprano y ya no va a volver más nunca a aquella sala.