Actualizado: 23/04/2024 20:43
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Opinión

El ídolo y la víctima

¿Cuánto costará a los cubanos normalizar tanta vivencia de lo sombrío, tanto callar, tanto mirar hacia otra parte, es decir, hacia ninguna?

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Por eso es que se entiende ese suicidio colectivo que significa irse en una balsa. Desde el más mínimo sentido común ese acto es un hecho suicida y demencial. Una huida desesperada, la única que puede intentar romper el encantamiento maldito. El cubano no viaja, huye. Y huye en primer lugar de sí mismo, de esa condición de víctima perpetua a que ha sido condenado sin saber por qué. "El pecado sin culpa, eterna pena", como escribiera Lezama. Sentirse culpable siempre de un pecado desconocido. Pero ese pecado es la vida, la vida simple, la única que realmente tenemos, siempre en el fondo inocente, que late en lo más profundo de toda humana criatura.

No se ha reparado lo suficiente en una de las posibles explicaciones de esa casi obsesiva tendencia del cubano hacia una exacerbada sexualidad y erotismo. Es que es una de las pocas regiones libres en que puede desenvolverse sin sentir miedo, sin sentirse culpable. Hago excepción aquí, lamentablemente, de los homosexuales, los cuales tuvieron durante muchos años que sumar a su sentimiento de culpa original, el pecado de la diferencia, el de las implicaciones políticas de toda índole dentro de un Estado homofóbico.

Lo mismo ocurrió con los sentimientos religiosos en un Estado que se autodenominó ateo. Autocensura, autorrepresión. El otro era el enemigo. Si eso no termina por perturbar la mente… Toda diferencia, toda diversidad, toda singularidad, fue reprimida. Porque lo que fue realmente reprimido, sepultado, fue la persona, esa misteriosa manifestación de la verdadera vida. Recuerdo una tarde de 1994, recién llegado a España desde el trauma de la vivencia más dura del llamado período especial. Un amigo gallego me llevó en su coche a pasear por los bosques y las rías gallegas. Cuando regresamos al pueblo después de unas horas de tantas vivencias sencillas pero desconocidas, no pude reprimir las lágrimas.

"¿Qué te pasa?", me preguntó. "Es la vida lo que hemos perdido", le respondí. Lo terrible sobrevino enseguida, cuando sentí realmente pánico por mi propia vida en mi país. Mi país era el infierno al que tenía que regresar. Las sombras dolientes de los grabados de Gustavo Doré a La Divina Comedia que contemplaba desde mi infancia cobraron entonces toda su avasalladora significación. Vidas —o no vidas— detenidas en su pecado (desconocido, en nuestro caso, lo cual hace el tormento más cruel) por toda la eternidad.

Al menos ese no fue el caso de Gustavo Arcos Bergnes, quien, como tantos que cumplen con un injusto castigo en las cárceles cubanas, debió morir sin el remordimiento de sentirse culpable de un pecado desconocido. El sí conoció su pecado: expresar valientemente su diferencia. Sostener con dignidad esa diferencia consumió su vida entera.

Ahora el tirano yace en una cama. El ídolo se sabe enfermo y acaso por primera vez vulnerable. Siente la inexorable cercanía de la muerte. A la postre el ídolo desaparecerá. Pero ¿y la víctima? La víctima tendrá que morir también. Habrá entonces que volver a nacer.


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