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Tres para Lezama

A treinta años de la muerte del autor de 'Paradiso', el 9 de agosto de 1966.

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Cistitis y tristeza. María Luisa, su esposa, nos había llamado el 31 de julio para decirnos que estaba con fiebre e incontinencia. Moreno del Toro, su médico, enseguida corrió a atenderlo con el cariño y el profesionalismo que le caracteriza. Temía —nos dijo una tarde— que sucediera lo que enseguida pasó: al permanecer en cama acumulaba secreciones que podían derivar en una neumonía. Sedentario y asmático, fumador y con más de 125 kilos, el pronóstico era reservado.

Los primeros días de agosto íbamos cada tarde a Trocadero 162. Allí coincidimos más de una vez —como durante los años anteriores— con otros compadres: Fina García Marruz y Cintio Vitier, que junto al Padre Gaztelu, Chantal y Pepe Triana, Bilbao y Reinaldo Arenas, Umberto Peña e Imeldo Álvarez, y alguno más que no recuerdo, constituíamos el círculo de íntimos, pues Moreno Fraginals estaba en esos días aquí en México, donde por cierto tenía el encargo de llevarle el tomo primero de las obras completas, que Aguilar acababa de publicar con prólogo del que sigue siendo su aventajado estudioso: Cintio Vitier, a pesar de que el fanatismo político le haya cegado —entre otros paisajes— la valoración contextual de su querido poeta.

El ingreso en el Pabellón Borges del Hospital Calixto García fue una decisión acertada, la fiebre no cedía y los problemas respiratorios comenzaban a agudizarse. Sacarlo de su angosta casa —por la ventana-balcón, pues la camilla no tenía espacio para doblar entre la puerta del departamento y la de la calle— presagió el desenlace.

Cuando la ambulancia partió en dirección oeste, donde se pone el sol, tuve la premonición fatal. Recuerdo que se lo comenté a Maruchi y a la vecina del otro departamento de la planta baja, una vieja amiga de la familia desde los tiempos en que Rosa Lima vivía y todavía no se había conseguido que Baldomera, la Baldovina de Paradiso, pudiera irse al Asilo de Santovenia, gracias a las gestiones del Padre Gaztelu.

Sin embargo, cuando fuimos a la primera visita autorizada, nos encontramos a un Lezama optimista, burlándose de su gordura con la de Santo Tomás, bajo la certeza de que la enfermedad doblaba por la esquina, a perderse. No fue así. Se había desarrollado lo que llaman EPOC (enfermedad pulmonar crónica obstructiva) y su corazón, frágil y apesadumbrado, empezó a emitir mensajes alarmantes. La próxima visita ya no fue halagüeña, los pronósticos enrevesados se aciclonaban, sobre todo entre nosotros, los neófitos que oíamos a los médicos discutir variantes clínicas, recetar medicamentos, especular.

No hubo tiempo para especular mucho, casi nada. Le sobrevino un paro cardíaco con empecinada inquina, saña. El heliotropo a Proserpina, la ágata griega de la que reímos en Paradiso cuando un portero anuncia la muerte de Oppiano Licario, demostrando una cultura inverosímil, ahora se despojaba de la ironía contra el realismo chato. El doctor Moreno del Toro decide una operación a corazón abierto, darle masajes a ver si el músculo vuelve a trabajar. A casa me llama Imeldo Álvarez con la novedad, el cadáver salía para la Funeraria Rivero, en Calzada y K.

Por la madrugada, como suele ocurrir, sólo quedamos unos pocos, aunque por allí habían pasado desde Alicia Alonso hasta René Portocarrero y Raúl Milián… Recuerdo la imagen de Cintio en una mesita del salón contiguo, redactando la oración fúnebre, recordando las de Bossuet, después de que la viuda se negó, indignada y sabia, a que el vicepresidente de la UNEAC (Ángel Augier) despidiera el duelo por encargo oficial.

En el cementerio, el tumulto, el Ángel de la Jiribilla que rogaba por Lezama y por nosotros… Después deambulamos por allí —Chantal debe conservar las fotos— rumbo a nada, a la nada que los griegos consideraban llena, entre otros objetos anímicos, de memoria y fidelidad. La nada apenas tenía sesenta y cinco años y seguía evaporándose, como hoy, como será mañana.


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