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Literatura

Rosa que te quiero rosa

Pese a incluir unos cuentos de temática homosexual que se hallan entre los más alucinantes y duros que se han escrito en Cuba en los últimos años, los dos libros de Lauro Vázquez apenas han tenido resonancia crítica

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La única referencia que yo tenía sobre Lauro Vázquez (Ciego de Ávila, 1967) la debo a un trabajo de Víctor Fowler, quien se ocupaba de dos de los cuentos de Pasarela (Ediciones Ávila, Ciego de Ávila, 1999, 88 páginas), su primer libro. Conseguirlo fue toda una odisea, y solo fue posible gracias a la gestión de un amigo a quien alguien se lo cedió. Las ediciones cubanas hechas en las provincias tienen una pésima distribución fuera de su ámbito territorial. Y aparte de eso, en el caso del libro en cuestión se sumaba el hecho de que su tirada fue de solo mil ejemplares. No menos fácil resultó hacerme de una copia de Mi vida color de rosa (Ediciones Unión, La Habana, 2007, 74 páginas), por el cual su autor mereció el Premio Guillermo Vidal, convocado por la filial de la UNEAC en Las Tunas.

Conviene señalar, de entrada, que libros como Pasarela y Mi vida color de rosa hubieran sido impublicables en Cuba hace un par de décadas. La razón es bien sencilla: si existe un tema al cual le ha costado mucho ver la luz —o salir del armario, para emplear una expresión que aquí resulta más que apropiada—, ha sido el de la homosexualidad. Defendido como el último bastión por una sociedad de rancia tradición machista, estuvo condenado durante varios siglos a un rechazo, una afrenta y un silencio que se extendieron hasta unos años. Estamos hablando de prejuicios y formas de discriminación que datan de etapas anteriores. No fueron inventados, pues, por la revolución, pero sus dirigentes no tuvieron reparo alguno en asumirlos e institucionalizarlos, hasta llevarlos a sus manifestaciones más represivas y extremas.

En los años finales de la década de los 80 del siglo pasado, se comenzaron a publicar en la Isla una serie de textos que no solo abordaban esa temática, sino que además lo hacían desde una subjetividad homosexual, desmarcándose de los patrones impuestos por el discurso heterosexual. Hay en esas obras una ruptura del contrato del closet, del silenciamiento, algo que en el caso de los escritores precedentes dio lugar a lo que Daniel Balderston denomina la retórica del “secreto abierto”. Ligado a eso, encontramos ahora una exploración inédita del deseo y el erotismo, en la que esos aspectos aparecen expresados sin impudicia ni vergüenza. Esta nueva sensibilidad tiene mucho que ver con el tácito compromiso de los autores con el tema, pues varios de ellos han asumido públicamente su opción sexual.

Otra característica que define este punto de giro es la ausencia de motivaciones y reclamos políticos, algo que se evidencia de un modo más claro en el cuento y la novela. Los comportamientos y conflictos individuales han pasado a ser ahora el foco principal de atención de los autores. Ya no se asocia homosexualidad con ideología (recordar el filme Fresa y chocolate y el cuento de Senel Paz en que se basó), ni aparecen las condiciones políticas vinculadas al sexo. Jesús Jambrina no duda en afirmar que el trauma ideológico acerca de la homosexualidad ha desaparecido, y por esa razón “definir la aceptación política o no de los sujetos homosexuales deja de ser una prioridad de la actividad narrativa”.

En este contexto, Lauro Vázquez ha conseguido con su breve obra narrativa hacerse de un sitio propio. En el texto crítico al cual aludí antes, Víctor Fowler comenta que en Pasarela aparecen varios de los cuentos más alucinantes que hayan visto la luz en los últimos años en nuestro país. Eso lo escribió en 2006, cuando aún no había salido de la imprenta Mi vida color de rosa. En ese segundo libro, que representa un considerable salto cualitativo a nivel literario, Vázquez continuó la vertiente temática iniciada en el primer título, y que tiene como pilar básico un tratamiento de la homosexualidad que evita las idealizaciones y los lugares comunes.

En la contraportada de Pasarela se hablaba de una visión cruda y realista de ese tema, lo cual es exacto. Aquel libro, que dos años antes había recibido el Premio Eliseo Diego, denotaba las insuficiencias, titubeos y descuidos de un autor primerizo. Eso se hacía más evidente en el estilo y la escritura, que eran superados con mucho por la invención y la fuerza narrativa de las historias. Con todo, tales defectos no alcanzaban a impedir que el libro funcionara, y por encima de ellos el talento del autor lograba emerger en dos de los cuentos, “La isla del tesoro” y “Strip-tease” (en ambos libros, el título de este último aparece incorrectamente escrito: “Striptease” en el primero, “Streep tease” en el segundo).

Descenso al infierno de los bajos fondos capitalinos

“La isla del tesoro”, el texto más extenso de la colección, narra en primera persona las peripecias que vive en La Habana un adolescente de provincia que viene a recoger el dinero enviado a la familia por un hermano que reside en Estados Unidos. Inocente y confiado en extremo (“a mí me pusieron confianza en la información genética y me enseñaron que todos los niños del mundo vamos una rueda a hacer y en mil lenguas cantaremos que en paz queremos crecer”), es timado y engañado y al final le toca volver a su “pueblecito tranquilo y solitario que se avergüenza de serlo” con las manos vacías. De ese descenso al infierno escatológico de los bajos fondos capitalinos, Fowler ha señalado que al protagonista solo le queda el aprendizaje de que “los mundos del país han cambiado y que las nuevas condiciones en las que tiene lugar su economía generan ambientes de permanente amenaza”.

El humor amargo, pero humor al fin, presente en “La isla del tesoro”, desaparece por completo en “Strip-tease”. En medio del carnaval, el narrador-protagonista ve a un hombre cincuentón bailando grotescamente ante una multitud que ha improvisado un círculo en torno a él, y que corea: “A que tú no eres loca/ de quitarte la ropa”. Dos noches antes lo había visto sentado en un banco, mirando la luna. Y se pregunta qué pudo haber hecho cambiar su comportamiento. Mientras contempla la escena con tristeza, charla con Elvis, un “negrito” a quien conoció en el pulguero y que tiene relaciones con un italiano. El trago de ron que Elvis le brinda acaba por desinhibir al narrador, quien se lanza al ruedo para tratar de sacar al hombre. Este lo mira, le toma una mano y se la lleva a la cintura. Con la otra, entrelaza sus dedos a los del joven y empieza menearse. El cuento concluye cuando el protagonista escucha unas pisadas firmes en la tarima. Entonces mira hacia ella y ve a Elvis parado frente a los del coro, que sin ocultar su rabia cuenta: “Un, dos, tres y…”. La gente lo obedece y canta a viva voz: “A que ustedes no son locas/ de quitarse la ropa”. En Mi vida color de rosa, Vázquez incluyó una nueva versión de “Strip-tease”, que tras ese proceso de reescritura salió notablemente mejorado.

Quiero referirme además a otro de los cuentos de ese libro, el titulado “Hello Hemingway”. Su protagonista es un hombre cuyo padre lo rechaza. Para éste era motivo de frustración y disgusto el tener “un hijo con la inclinación perversa, la ideología del enemigo y las aspiraciones raras”. Al comenzar la narración, el protagonista al levantarse escucha en la radio la noticia de la muerte de la modelo y actriz Margaux Hemingway, la nieta del famoso escritor norteamericano. Eso lo conmueve y quiere saber más sobre el hecho. Mientras aguarda, se pone en el cutis una mascarilla de pulpa de platanitos, azúcar y zumo de limón. Se preocupa mucho por conservar la figura. No por gusto sus divas son Naomi Campbell, Claudia Schiffer y Elle Macpherson. Al final de ese día, toma la decisión de suicidarse con un puñado de pastillas. Al abrir el botiquín, la imagen que le devuelve el espejo no es precisamente la que él desea ver: “su piel estaba reseca por el sol y algunas arrugas asomaban al rostro, su cuerpo maltratado por los continuos ayunos estaba a punto de volverse esqueleto. Su cadáver sin dudas no sería exquisito”. Piensa entonces que su fallecimiento no ha de tener notoriedad. No ha expuesto un cuadro, ni escrito un libro, y tampoco cuenta con una fortuna que dejar como herencia. El maldito anonimato es, pues, un obstáculo para el suicidio. De modo que decide aplazar su muerte hasta convertirse en celebridad.

Mi vida color de rosa mantiene una estructura similar a la de Pasarela. Está integrado por cinco cuentos más o menos cortos —“Días de entrenamiento”, “La traición de Rita Hayworth”, “Confesiones de Clochard”, “Todos querían a Papo” y “Streep tease” (sic)—, junto a otro, el que da título a la colección, que ocupa casi la mitad del libro. La nota dominante al abordar la temática homosexual sigue siendo la misma, ahora con un mejor dominio técnico y una prosa un poco más cuidada. Vázquez refleja un mundo de traiciones, oscuridades, soledad, contradicciones, dolores silenciados. El sexo, además, a menudo aparece impregnado de violencia, lo cual impide cualquier visión romántica del mismo. De todo eso resulta fácil deducir que Mi vida color de rosa no es ni pretende ser un libro agradable ni complaciente con el lector. Lo cual es, paradójicamente, una de sus cualidades.

El libro da inicio estupendamente con “Días de entrenamiento”. Al igual que otros de los cuentos de las dos colecciones, está narrado en primera persona por su protagonista. Aquí se trata de un muchacho apocado y tímido que está realizando las prácticas de la Cátedra Militar. Al poco tiempo de haber llegado al campamento, conoció a Vladimir, quien se le ofreció para ser su protector. Al principio, lo único que exigía de él era entregarle la bandeja con su comida. Después empezó a sentirse con derecho a usar su ropa, sus chancletas, su jabón, su cepillo, y hasta a dormir los mediodías en su cama, pues decía que era más fresca. Esa relación de repente se hizo más violenta, cuando Vladimir lo golpeó en la cara. Al preguntarle el otro la razón, su respuesta fue que para que aprendiese. ¿Aprendiese a qué? “A que tú eres mi esclavo y yo soy tu amo, y a partir de mañana te voy a dar una galleta tres veces al día”.

Una vida no precisamente color de rosa

La nueva condición de esclavo exigía además otras obligaciones: lavar la ropa del amo, tenderle la cama, lustrar sus zapatos. Nada de eso, sin embargo, alcanzó el nivel de humillación y escarnio como cuando a Vladimir se le ocurrió celebrar en el albergue una boda, en la que Mamerto el gordo fue el novio y el narrador el novio. Este último concluye que debió gustarle mucho a su amo, pues no se apartaba nunca de su lado. A él, por el contrario, Vladimir le desagradaba. No era su tipo, “porque además de tener el pelo malo, los ojos saltones, la boca prieta, la cara mofletuda y la cabeza de vaca, se comportaba conmigo como un sádico, y a mí me gusta la gente buena y cariñosa, me deslumbra la nobleza”. El cuento tiene un desenlace que, por supuesto, me abstendré de revelar. Solo apuntaré que es doblemente sorpresivo, pues resulta difícil prever el comportamiento que asume cada uno de los dos personajes.

Aunque es de otra índole, también es violenta la situación en que se ve envuelto Michel, el protagonista de “La traición de Rita Hayworth”. Es lo que ocurre cuando uno está en el lugar equivocado en el peor momento. Michel había salido a encontrarse con un amigo que le iba a prestar una novela de Manuel Puig. Como llegó temprano, decidió meterse en el cine Actualidades, donde proyectaban una copia gastada y casi muda de Tacones lejanos. No contaba con que dentro se iba a encontrar con el hombre a quien unos minutos antes preguntó la hora, y que luego caminó hasta la Manzana de Gómez, se recostó en una columna y no apartó los ojos de él. Tampoco se imaginaba que el tipo iba a sentarse a su lado, le abriría la cremallera del pantalón y lo masturbaría como un verdadero experto. Y mucho menos pasó por su mente que, una vez en la calle y tras haber recogido el libro con su amigo, el extraño lo abordaría de forma intempestiva. “Esta vez lo agarró por el cuello del pulóver. Y mientras lo zarandeaba le preguntó qué mariconá era esa de andarle contando a la otra pájara lo que ellos habían hecho en el cine (…) Lo miró de arriba abajo (qué tipo tan machista) y, haciéndole la señal de la cruz, juró por esta que iba a matarlo”.

“Días de entrenamiento”, “La traición de Rita Hayworth” y la reescritura de “Strip-tease” son, en mi opinión, buenos cuentos. Pienso, no obstante, que la medida cabal del talento de Vázquez la da “Mi vida color de rosa”. En primer lugar, sabe aprovechar bien las posibilidades que le ofrece la extensión del texto. Narra la historia con fluidez, adecuada estructura y distanciamiento irónico, y también ensancha y enriquece los linderos temáticos. Al igual que en casi todas las narraciones de ambos libros, aquí el autor mantiene siempre los pies dentro de la realidad. (De hecho, cuando los saca un poco, como en “Confesiones de Clochard”, el resultado literariamente no es satisfactorio.) El cuento está narrado en la voz de un joven que dice de sí mismo: “Aunque hay días en que amanezco optimista y ando creyendo en eso de que el corazón es un cazador solitario, el amor, una cosa maravillosa y la esperanza, una planta que retoña siempre, por más que la podes, hay otros que me da lo mismo cualquier cosa”.

Lo que leemos es el relato que él le hace a un asesino que escapó de la cárcel, y que lo ha obligado a darle su ropa. Desde niño, le cuenta, demostró tener un carácter difícil, y sus relaciones con “mamá obrera” y “papá zángano de la colmena” distaban de ser buenas. Debido a sus buenas notas, fue escogido para estudiar en la Escuela Vocacional, donde se aplicaba un proceso de formación general integral (PFGI). Para un espíritu libre como el suyo, someterse a un régimen gregario significó una experiencia terrible y una pérdida de tiempo. De esa etapa comenta: “La frustración y el encierro desataban enormes temporadas de violencia incontrolable, y eso de amanecer de cabeza en el inodoro, con el dedo gordo del pie conectado a la 220 y una cuchara en el ano, era un lugar común en la escuela de nuevo tipo, y ahí sí que no había relator de la ONU que viniera a informarse. Robar, Torturar, Delatar y Templar, parecían ser los cuatro pilares fundamentales en los que se sustentaba”.

Obra escrita sin anestesia ni concesiones

Cuando finalizó la Vocacional, el narrador no había logrado definir su vocación. Lo suyo eran más bien la anarquía, el nihilismo, la resistencia pacífica. Fue entonces cuando conoció a El Botón, un chico con quien entabló una relación que para él fue el momento más feliz de su vida. Se acabó cuando un señor mexicano, dado a sonsacar a los pepillos con el cuento de que los iba a sacar del país, se llevó al otro a vivir en el D.F. En una ocasión, El Botón le había aconsejado al protagonista que por nada del mundo se le ocurriese salir del clóset y decírselo a sus padres. Según le confesó, cuando vivía en su pueblo natal, en el lejano Oriente, “le dio por lo del orgullo gay y todas esas utopías, y lo que le cayó encima fue un primero de mayo con su respectiva marcha del pueblo combatiente”. Su ex pareja desoyó el consejo y cuando su madre quiso saber qué le pasaba a su flaquito lindo, le dijo que El Botón sí lo había convertido en Hombre Nuevo, y que lo hizo con tanta bondad, tanto cariño y tanta certeza, que no podía evitar sentirse desdichado por haberlo perdido.

El padre reaccionó airadamente, “en su casa no quería maricones, porque la suya era familia decente, decente con tradición en el magisterio”. El joven se fue de la casa, empezó a dormir en los parques, se aseaba en los baños de la terminal de ómnibus. Un chico al que conoció en un urinario tuvo sexo con él, pese a saber que era seropositivo, y le contagió el sida. “Lo peor de esta enfermedad, le dice al asesino fugado, es al principio, aunque imagino que el final también debe ser horrible, y no te voy a negar que estuve deprimido, como nunca. Los días que pasé en el sanatorio me recordaban tanto a la Vocacional, no solo por la maldita circunstancia de la yerba por todas partes, sino también por eso de las actividades. Imagínate que los consejeros, esos pobres seres encargados de reparar nuestra maltrecha autoestima, insisten en que vayas al campismo, porque vivir con VIH no te hace diferente, como si fuera tan sencillo”.

Me he extendido en la descripción de los argumentos de esos cuentos porque pienso que, en buena medida, constituyen uno de los principales hallazgos de la obra de Vázquez. Este posee un indudable talento para crear unas ficciones intensas e intrigantes, que se leen con un interés que raras veces decae. A la literatura cubana de temática gay, él además aporta lo que podríamos denominar su cara B. En los dos libros que hasta ahora ha publicado, apuesta por una narrativa áspera, despiadada, molesta, escrita sin anestesia ni concesiones. Asimismo resulta obvia la intención irónica del título de Mi vida color de rosa, libro que además se abre significativamente con esta frase: “El infierno no son los demás (como diría una rana resentida), sino nosotros mismos”. Y vale apuntar que la aparición de un autor como él es una evidencia estimulante de que algo está cambiando en el modo en que las nuevas generaciones de la Isla abordan la realidad.