Aprender desaprendiendo
En otro tiempo, tener un romance con la pareja de un militante del Partido podía ocasionarle serios problemas al afectado.
Hoy en Cuba, creo (creo, no me crean), puedes tener un romance, pasajero o no, con la pareja de un militante del Partido sin que eso le ocasione problemas a él ni a su pareja, excepto que el militante se entere y sea persona poco instruida y de hábitos violentos. En otro tiempo, no. En otro tiempo, aunque el militante no lo descubriera, lo descubría el Partido (que como Argos tiene ojos en todas partes, y ahora, además, oídos), y el militante era llamado a contar.
"Compañero, tienes que divorciarte. Tu mujer te engaña".
Si era un compañero disciplinado, no preguntaba con quién, cuándo ni dónde. Sencillamente abandonaba su asiento y, gallardo, con el paso grave de un militar dirigiéndose a pasar revista a sus tropas, o a darse un tiro en la sien, salía de allí a divorciarse.
Es posible que dicho desventurado camarada fuera el causante del engaño de su mujer, según la historia que minucioso se va contando a sí mismo camino de su casa. Cuando en los últimos años no estaba en el extranjero cumpliendo misiones internacionalistas como técnico o como soldado en alguna de las numerosas guerras de ultramar que libraba nuestro país en pro de un mundo sin colonialismos ni oprimidos, estaba en remotas provincias dando mocha sobre el plantón de cañas en las sucesivas Zafras del Pueblo que constan en su haber. Y cuando no en las zafras de la caña, en las del café, del tabaco. Esto sin contar las movilizaciones militares en el interior del país cada vez que pareció que ahora sí es verdad que los americanos iban a venir.
Prolongadas ausencias del hogar en las que necesariamente conoció de vez en vez la furtiva aventura detrás de una barraca, debajo de un camión o detrás de un matojo, mientras soñaba con el día de regresar a su casa a conocer a los hijos que, entretanto, se le habían hecho hombres y mujeres sin que él los viera crecer y a hacerse de nuevo universo con el universo entre los brazos de su ansiosa compañera que se había visto envejecer, la pobre, desperdiciada. Es posible. Pero ahora en esto estaba el Partido.
Si no era un compañero disciplinado, entonces el militante llamado a contar pedía pruebas. El Partido, desde luego, se las proporcionaba en el acto, ¡no faltara más! —fotos, grabaciones, carticas; mire, hasta el esqueleto de una flor. ¡Ah!, pero por no haber confiado en la palabra del Partido, se le mandaba dejar sobre la mesa su carné de militante.
Otro que también debía dejar su carné sobre la mesa era el militante que no pedía pruebas del engaño pero que, inconcebiblemente, no aceptaba la orden de divorciarse. En esto el Partido era inflexible.
Por cierto, curiosamente, y hasta donde sé, dicho sea entre paréntesis, era el honor del militante el que importaba al Partido. Nunca llamó a la mujer y le dijo: "Compañera, te tienes que divorciar. Tu marido te engaña".
Era el miedo, me decía una vez un militante experimentado, de que, como en Roma, fuera el relajamiento de las costumbres a dar al traste con la Revolución. Tan grande fue su temor en ese sentido, que ya antes de existir el Partido como tal, le vigilaba la portañuela a los casados no militantes, sobre todo si la pareja trabajaba en el mismo organismo, unidad del ejército, granja del pueblo o lo que fuera.
Pero los días pasan, y hoy todo eso es folclore en más de un sentido. Hasta cuentos hay del tipo engañado que no lo sabía y al llamarlo el Partido y mostrarle las pruebas, redondamente se negó a divorciarse. "¡Compadre, que tremendo par de problemas acabo de quitarme de encima!", le decía poco después a alguien que lo halló festejando en una barra. "¡Me libré del Partido y salí de mi mujer!".
En realidad, el desarrollo alcanzado en los últimos años por las ideas del PCC sobre sexo e ideología, ha sido portentoso. Tan lejos ha llegado el mismo, que inclusive hoy el homosexual cubano, aquel sujeto marginado en los viejos días —y de cuyos castigos tanto han escrito fuera de Cuba quienes suelen pasarse la vida criticando los errores de los países que por estar en revolución deberán vivir experimentando hasta obtener por fin el hombre nuevo que el mundo demanda—, ha encontrado abiertas las puertas del Partido en algunos casos, sin tener en cuenta si tenía un pasado guerrero en el país, si podía exhibir o no el cumplimiento de honrosas misiones internacionalistas, si era hombre o mujer, joven o viejo.
Eso sí, como cabe en una sociedad revolucionaria, tanto en las reuniones del núcleo del Partido como en las demás tareas de la vida diaria, sin ponerse a hacer ostentaciones de gay el uno, ni de tarrudo el otro.
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