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Crónicas

Vindicación del merolico

El gobierno ha tomado por enemigos a quienes en el fondo son, aun sin quererlo, sus mejores aliados.

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Con Carlos Solchaga en su viaje a Cuba, a principios de la última década del siglo pasado, reapareció en nuestro país el merolico —voz transculturizada por una popular telenovela mexicana con la que el cubano rebautizó un tanto peyorativamente al vendedor callejero de toda la vida.

No es que el ex ministro español Solchaga lo trajera cargándole las maletas. Es que como resultado de las aperturas económicas que él recomendara para conjurar los peligros dejados por el entonces reciente naufragio de la URSS, obtuvo licencia para ejercer de nuevo este antiquísimo y muy útil ser cuya extinción oficial había sido decretada con motivo de la Ofensiva Revolucionaria del año 1968, operación que barrió con cafetines, puestos de fritangas y cuantas modestas formas de propiedad privada existían aún en Cuba.

Ocupado como estaba el país en esos días queriendo hacer una zafra de diez millones de toneladas de azúcar, que al cabo terminara en el fracaso, y sembrar un mundo de café Caturra en el sur de la ciudad de La Habana, otra ingente aventura igualmente fracasada, dejó sin hacer lo que hiciera el merolico. Al principio provisionalmente, y después porque lo olvidó, inmerso como quedaría, después de estas dos formidables batallas perdidas, en lo que iba a ser su más esforzada gesta en los próximos veinte años: extender la revolución por los pueblos de América Latina y África, y ayudar al triunfo de los buenos en Siria y Yemen.

Eran tiempos difíciles. En ese sacro clima de clarines y resonar de botas con su hombre adentro entrando en los barcos, fusil al hombro, todo lo que oliera a actividad comercial privada era tenido por cosa grave, y si desaparecieron los puestecitos de comestibles en el portal abiertos hasta las dos o las tres de la madrugada, no menos desterrados fueron el albañil, el carpintero, el tapicero, el plomero, el mecánico y el chapistero particulares.

Para ocuparse de estas actividades fueron creados organismos especializados. Pero cuando la ENMIU, por ejemplo, encargada de las averías en la vivienda, venía a hacer los cálculos para repararlas, ya la placa del techo, si de filtraciones se trataba, estaba cayéndote en la cabeza.

No puedo asegurarlo, pero pudieron ser aquellas goteras desatendidas de entonces, las causantes de la espantosa imagen del Londres de recién terminada la Segunda Guerra Mundial que hoy muestra La Habana en algunas partes.

Aquel hombre tan echado de menos

Tras la dramática desaparición del merolico, tampoco por dentro serían las casas las de antes. Estupefactas, las ollas de presión fueron las primeras en notar el cambio que estaba operándose, y después, sin ningún disimulo, los suelos, los grifos, las tendederas en los patios y los niños, para no hacer interminable la enumeración.

Cuando por fin, muchos años después, con la legalización del dólar y el viaje de Solchaga, reapareció aquel hombre tan echado de menos por los más viejos (los únicos que por su edad podían ya recordarlo), si no asistió la capital del país a un segundo esplendor, al menos recobró una parte del antiguo. Fue como la lluvia en el campo después de una larga sequía.

De nuevo vieron las aceras aparecer el puestecito con el batido y el refresco, la tacita de café y la fritura, el pan con bisté y el trozo de panetela, las mariquitas y el cucurucho de maní para el hombre de paso o el empleado que no tuvo tiempo de ir a su casa a almorzar ni valor para comerse el menú de ese día en el comedor de su centro de trabajo.

Salieron de su escondite como las flores en el árbol al llegar la primavera, el pintor que de no tener tú pintura para pintar la casa, te la inventaba frotando su anillo, y el tapicero que durante años esperaras inscrito en el organismo especializado, a pesar de tener comprada desde que eras joven la tela que a gritos reclamaban tus muebles.

Con igual premura, aparecieron el sastre y el artesano que fabrica zapatos mejores que los de las tiendas recaudadoras de divisas. Aparecieron los palitos de tendederas, los percheros de alambre y de madera, el trapeador, los palos de escoba, el carpintero que te encolara los muebles; hallaron las ollas de presión juntas, válvulas y mangos para las tapas, quemadores los fogones, zapatillas las pilas del agua, lejía las ropas, cloro y estropajos las paredes de los baños. Volvieron a la vida las batidoras muertas.

Halló la cocina de quienes no podían pagar los precios de la "choping", jarros de aluminio para hervir la leche, calderos, ollas de presión, espumaderas, sartenes, morteros, cuchillos, cazuelas, cafeteras. Halló el baño calentadores eléctricos para los días de invierno y los ancianos. Y como mandara Dios desde que inventó el mundo que el mal y el bien anduvieran juntos, aparecieron, también, estableciendo índice de epidemia, los paticos de yeso en las repisas y los cisnes que ya sabemos.

Y considerando el Señor que aún no era bastante, tuvieron los niños, a precios civilizados, armamento de guerra, motorizado y de infantería, sin que faltaran las armas de caballería que acompañaran al rey Arturo, construidas de plástico obtenido de envases de yogurt derretido, en todo iguales a las fabricadas en Hong Kong, pero más resistentes.

Dios bendiga a ese hombre ejemplar que en tanto el Estado no pudo ocuparse de las pequeñas cosas, ocupado como estaba en planear el porvenir, él las asumió con humildad conmovedora, sin campañas de prensa, y aun padeciendo, estoico, pero sin dejar de atender las necesidades de su público, las pequeñas incomprensiones del poderoso que toma por enemigos a quienes en el fondo son, aun sin quererlo, sus mejores aliados. Y tenga en cuenta a Solchaga, el Señor, al evaluar estos últimos años cubanos nuestros. Amén.