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Literatura

«El exilio me ha dado una genuina amplitud material y espiritual»

El escritor Antonio Benítez Rojo, entrevisto por Jesús Díaz.

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¿Por qué regresaste?

Cuando terminé esos estudios, la situación política en Cuba era crítica. Hablo del año 1958, y según las cartas que recibía de La Habana, la dictadura de Batista estaba a punto de caer. Las probabilidades de que las ideas lanzadas por Fidel Castro desde la Sierra Maestra se materializaran —hablo de proyectos como la reforma agraria, la nacionalización de las empresas de servicio público, la liquidación de la corrupción administrativa, la puesta en vigor de la Constitución de 1940, etc.— me parecieron factibles.

Así, en lugar de solicitar uno de los puestos de técnico en estadísticas laborales que ofrecía la Organización Internacional del Trabajo, que me hubiera llevado a algún otro país del Tercer Mundo, decidí regresar a Cuba. Después de todo, me preguntaba, ¿qué mejor lugar que mi patria para ofrecer mis servicios? El caso es que, casi inmediatamente después del triunfo de la revolución, mis expectativas se convirtieron en realidad: fui nombrado Director de Estadísticas en el Ministerio del Trabajo.

¿Cuándo y por qué te desilusionaste del castrismo?

La desilusión fue gradual. Para empezar, nada de lo que había estudiado —estadísticas de población, productividad, empleo, salario, costo de la vida, accidentes de trabajo— cabía dentro del modelo soviético que seguía el gobierno. No obstante, me gustaba pensar que, al ver que aquellas medidas injustas y demenciales no funcionaban, Fidel Castro optaría por privatizar la agricultura, el comercio y gran parte de la industria, siguiendo el patrón de capitalismo de Estado y socialismo democrático que existía en algunos países de Europa Occidental.

Por otra parte, mi vida se volvió más compleja: me casé con Hilda y tuvimos una niña en 1964, que a poco de nacer empezó a tener grandes problemas de salud. Ya no me era posible pensar solamente en mí. No obstante, en 1968, demostrado ya que la aspiración de Castro era convertir a Cuba en un satélite más de la Unión Soviética y continuar una política estalinista por saecula saeculorum, decidimos irnos del país.

En esa fecha ya no estaba en el Ministerio del Trabajo, sino en el Consejo Nacional de Cultura y en la Revista Cuba. El año anterior había ganado el premio de cuento de Casa de las Américas con un libro titulado Tute de reyes y había decidido continuar escribiendo.

Ahora bien, irse de Cuba en aquella fecha era un asunto difícil. La salida de Hilda y mi hija Mari se hizo posible por razones humanitarias. Los médicos llegaron a la conclusión de que el padecimiento de Mari era incurable, al menos allí, y ambas salieron del país gracias a un programa auspiciado por la Cruz Roja y la Embajada Inglesa. Como ya había nacido mi hijo Jorge, que tenía entonces menos de un año, pude conseguir que él también se fuera con Hilda.

En cuanto a mí, había ideado un proyecto que no era del todo imposible. Los premios literarios de la Unión de Escritores y Artistas habían dejado de ser dinero para convertirse en viajes a los países socialistas. Si ganaba el premio con un nuevo libro, me podía quedar en cualquiera de los aeropuertos del mundo occidental en que los vuelos hacían escala. Así, escribí una colección de cuentos que titulé El escudo de hojas secas. La obra resultó premiada en 1969, pero el viaje me fue denegado.