«El exilio me ha dado una genuina amplitud material y espiritual»
El escritor Antonio Benítez Rojo, entrevisto por Jesús Díaz.
El número 23 de la revista Encuentro de la Cultura Cubana, correspondiente al Invierno de 2001-2002, dedicó un homenaje al escritor Antonio Benítez Rojo, en el que se incluyeron textos de Roberto González Echevarría, Carlos Victoria, Ilan Stavans, John Updike y del propio Benítez, junto a una extensa entrevista concedida a Jesús Díaz, en la que afloran las pasiones del autor de Tute de reyes por Cuba, el Caribe, la literatura y la libertad conseguida en el exilio.
Como tributo al recientemente desaparecido intelectual cubano, Encuentro en la Red reproduce una versión de dicha entrevista.
Antonio, tu infancia se dividió entre Panamá y Cuba, entre Ciudad de Panamá y La Habana. ¿Tuvo esto que ver con tu vocación y tu destino como estudioso del Caribe?
Mucho. Henry Morgan, el bucanero inglés, saqueó e incendió la antigua Ciudad de Panamá, dejándola convertida en un montón de ruinas. En los años treinta estas ruinas, que hoy están dentro del perímetro de la ciudad, quedaban un tanto alejadas y literalmente cubiertas de nubes de mosquitos trasmisores de la malaria, enfermedad muy temida entonces. El lugar despertaba en mí la fascinación que tiene lo maldito, lo prohibido, y pedía constantemente a mi padre que me llevara a ver Panamá Viejo a través de las ventanillas cerradas de su Studebaker.
También, durante un tiempo, vivimos en la ciudad de Colón, en el Caribe, que queda cerca de los viejos muros y fortalezas de Portobelo, donde atracaban los galeones para embarcar el oro y la plata que venía del Perú a través del istmo. Portobelo también fue atacado varias veces por corsarios, entre ellos Francis Drake. Naturalmente, hay un folklore oral, muy vivo en mi infancia, que habla de todos estos ataques.
El caso es que, cuando llegaba a La Habana (mi madre viajaba a La Habana en el verano y en las navidades), me encontraba con los castillos y fortalezas del Morro, la Punta, la Fuerza, la Cabaña, y esta continuidad de antiguos parapetos y cañones, unida a una común tradición de saqueos, por fuerza tuvo que haber dejado en mi mente la idea de un pasado aventurero y heroico a la vez.
¿Qué otros recuerdos conservas de estos lugares?
De Panamá pienso que el cine es lo más importante. Mi padre y un italiano de apellido Pernas eran dueños de varios teatros, tanto en Ciudad de Panamá como en Colón. De manera que mis primeros años transcurrieron felizmente entre funciones de cine, que allá empezaban a las diez de la mañana. A diferencia de otros niños de clase media que tenían manejadoras, la persona que me cuidaba era un negro de Barbados llamado Ray, que en las noches trabajaba como acomodador en uno de los cines. Así, Ray y yo veíamos no menos de una película diaria, muchas veces la misma.
Recuerdo especialmente El Capitán Blood, obviamente mi película preferida, con Errol Flynn, mi héroe hasta el Bogart de Casablanca. También Las Cruzadas y Los últimos días de Pompeya…, La carga de los 600, Motín a bordo, Sueño de una noche de verano, Tres lanceros de Bengala, el musical Rose Marie, con Jeanette McDonald y Nelson Eddy, y otras más. Mi memoria es buena y puedo recordar escenas de todas estas películas. Tal vez me ayude el hecho de que mi padre, hombre de muchas lecturas y gran imaginación, tenía ideas publicitarias muy creativas. Por ejemplo, cada vez que estrenaba una película de importancia, organizaba un desfile por las calles de Panamá.
Recuerdo el de Las Cruzadas, los hombres marchando con armaduras de cartón y hojalata, envueltos en pedazos de sábanas pintados con una cruz roja. La Habana era otra cosa. Parábamos en casa de mi abuelo, en la calle Rodríguez, que sale a la Calzada de Jesús del Monte. Allí se vivía en medio de la miseria, pues mi abuelo, totalmente arruinado, tenía por único ingreso su pensión de alférez del Ejército Mambí.
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