Una vocación infernal
«La buena literatura puede darse bajo tiranía, pero nunca sometida a ésta». Entrevista con el escritor Armando de Armas.
Esa escopeta había pertenecido a mis antepasados desde la Guerra de Independencia. Mi abuelo había estado en la guerra y en la misma perdió 8 hermanos. A mi abuelo el régimen no le perdonaba que fuera anticomunista; él, inconscientemente, desmentía el dogma de que la revolución castrista era la continuidad del ideal de los mambises. Entonces, con 10 años, supe quién tenía la escopeta y un día salté por una ventana y me la robé con dos cartuchos.
Robé algo que era mío, relacionado de manera tremenda con la historia de mis antepasados; refugiado en un bosque pasaba los días imaginando los españoles que pudo haber mandado al otro barrio aquel artefacto, hasta que un día se me ocurrió disparar y por poco se me desprende la clavícula, y se descubrió que era yo el autor del robo que no era robo. Tuve muchísima suerte, la verdad, todo quedó como una chiquillada. No obstante, siempre hubo en la zona quien señaló, para congraciarse, que yo era un pichón de terrorista.
Había también en mi casa un machete paraguayo que era el arma que usaban los insurrectos. La gente cree que el machete de las cargas es el machete con que se chapea un patio; nada de eso, es un arma formidable, ya le faltaba un pedazo y era de mi tamaño con trece años y ni pensar que pudiera levantarlo, una cruz plateada en la empuñadura y pesaba una enormidad. Eso explica que esa arma se llevara las cabezas de un tajo y que en la primera carga al machete, la de Máximo Gómez, quedasen en el campo carabinas españolas con el cañón limpiamente trozado de un machetazo.
Conocí otro veterano de la independencia, hizo la invasión a las órdenes de Gómez con el grado de sargento. Él me curó el asma, un infierno el asma, la medicina no pudo y aquel hombre, blanco y de ojos azules, que se había iniciado en Palo Monte con los congos insurrectos, me curó. En mi casa no había libros, es más, leer era una actividad sospechosa.
Mi abuela materna había sobrevivido la reconcentración de Weyler e integrado las células de acción del ABC contra Machado. De ella escuché las historias de Genoveva de Brabante, Tirante el Blanco, Amadís de Gaula y el Cid Campeador, historias que para ella eran todas verídicas. Es curioso, ya hombre, vi a dos presidiarios que, retándose a muerte, escupían parrafadas enteras de La Iliada de Homero, uno en el papel de Aquiles y el otro en el de Agamenón, ambos analfabetos totales.
Es como si yo, en plena mitad del XX, tuviera el privilegio de experimentar lo que sería el origen mismo de la literatura, su oralidad; ver que la vida no sólo influía en la literatura, sino que la literatura de insospechadas maneras influía también en la vida, y más extraño aún, el privilegio de ver cómo determinaba en las vidas de los seres más alejados del intelecto, mucho más que en las vidas de la gente que se tiene por culta, puesto que para ellos la literatura era realidad histórica, no ficción.
Allí, en aquel lugar atemporal, presencié la resistencia de los guajiros a la implantación del comunismo, en las noches vi los cañaverales ardiendo en lontananza, un espectáculo de belleza sobrecogedora; fuegos de artificio de mi niñez. A veces en la madrugada me despertaba un susurro de voces, misterios, tráfago de sombras, de hombres armados que tomaban chocolate en la cocina de mi casa (¡todavía había chocolate!).
Dos amigos de mi padre, Gerardito Pérez y Víctor Echeverría, intentaron volar a Castro en una de sus visitas a un lugar en la carretera de Malezas llamado La Granjita. El primero era un hombre afable que siempre llegaba con algún juguete para mí y para mi hermano, el otro un tipo cerrero que bajaba a pico una botella de aguardiente como si tal y que en la tormenta de truenos, en medio de una planicie frente a su bohío, desafiaba a Dios para que lo fulminara.
Víctor murió en la cárcel y Gerardito al poco tiempo de salir, viejo y enfermo. ¿Quién sabe hoy que una vez existieron Víctor y Gerardito?; ¡si no escribo yo de ellos, quién coño lo haría! Ahí tienes, quizá, una buena motivación para escribir, escribir la historia que nadie escribiría, la historia de la infrahistoria. Víctor es el tipo de personaje que prefiero novelar, un renegado, alguien que para nada es lo que llaman una persona decente, pero que en un momento dado tiene la decencia suprema en nuestro contexto: procurar volar en pedazos a Castro.
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