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Remember, Sampson, Remember

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Remember The Maine
(William R. Hearst, 1895)
Acodado en la amura, en esta noche del 2 de julio de 1898, el Almirante William Thomas Sampson (Palmyra, NY, 9-2-1840) contempla un prodigioso espectáculo que quizás nunca se repita: la entrada a la bahía de Santiago de Cuba iluminada desde el mar por los potentes reflectores del Iowa, sobre la que se ciernen, flotando en conos de luz, los altos artillados del Morro y la Socapa: colmillos de la bahía. Sampson lamenta que fracasara el intento de cegar la entrada hundiendo el Merrimac, reduciendo la escuadra de Cervera a cuatro patos en un estanque. Sabe que tras la victoria fulminante de Dewey en Filipinas, los lectores adictos al sensacionalismo de Hearst y Pulitzer claman por otra batallita que arrase a la marina española de este lago (norte)americano, el Caribe. El presidente Adams ya codició públicamente la Isla en 1820 y, en 1823, el doctrinario Monroe exponía una curiosa geografía: “el cabo Florida y Cuba forman parte de la desembocadura del Mississippi y de los demás ríos que desembocan en el Golfo de Méjico”; de modo que en el 26 logró frustrarse el intento de independizar las islas por las naciones latinoamericanas reunidas en el Congreso de Panamá. Una república antiesclavista a sus puertas era intolerable para el Sur; no así comprarla, como propuso en el 53 el Documento de Ostende ─pero entonces el Norte no estaba dispuesto a adquirir una milla más de territorio esclavista y sureño─. Después de la derrota confederada, el presidente Cleveland apostó por la autonomía de Cuba como paso previo a la anexión, y no reconoció la beligerancia de los cubanos, a pesar de que España, con 210.000 soldados, es incapaz de evitar que 34.500 mambises dominen las tres cuartas partes del territorio. Cleveland aducía que los cubanos “no tienen un gobierno civil”. Pero al Almirante le consta que no es cierto. Recuerda la grata impresión que le causó, en las dos entrevistas que sostuvieron, el General Calixto García: alto, elegante, culto, y portando como una condecoración la cicatriz del tiro con que intentó suicidarse antes que caer prisionero. Las palabras de los políticos, piensa Sampson, tienen un doble fondo, como baúles de mago. Y recuerda el mensaje del presidente MacKinley al Congreso del 11 de abril:
“Comprometer a los Estados Unidos a reconocer a un gobierno en Cuba podría sujetarnos a molestas y complicadas condiciones (...) a la aprobación o desaprobación de dicho Gobierno; tendríamos que someternos a su dirección, asumiendo el papel de mero aliado amistoso”.
El Almirante sabe que la opinión pública norteamericana apuesta por la independencia de la Isla, como los senadores Bailey, Stewart y sobre todo Redfield Proctor, quien se refirió a “la capacidad de de sus muchos patriotas y educadores [cubanos], los grandes sacrificios realizados, el temperamento pacífico de su pueblo, y las aptitudes para un buen gobierno propio.... y la estabilidad de las instituciones republicanas”. Y que, al cabo, lograrían la inclusión de la Enmienda Teller, según la cual
“...los Estados Unidos (...) niegan que tengan ningún deseo ni intención de ejercer jurisdicción, ni soberanía, ni de intervenir en el gobierno de Cuba, si no es para su pacificación, y afirman su propósito de dejar el dominio y gobierno de la Isla al pueblo de éste, una vez realizada dicha pacificación”.
Enmienda aprobaba con el apoyo de honrados partidarios de la lucha cubana, convencidos antiimperialistas, y de los intereses tabacaleros y azucareros que temen el ingreso de Cuba en la Unión. Poco antes de morir, en 1902, Sampson escuchará el rumor, recogido documentalmente por algunos historiadores, de que los representantes cubanos, por medio de un tal Samuel Janey, compraron conUS$2.000.000en bonos al 6%, emisión 1896-97 (que no se harían efectivos de no hacerse efectiva la República), los votos de algunos políticos. El 31 de diciembre de 1932, la República de Cuba deberá aún, por ese concepto, US$7.650. Tampoco el decrépito Sherman, Secretario de Estado, está por la anexión (propone que Cuba se anexe a México); ni los demócratas: Su plataforma electoral hablaba de “nuestra simpatía hacia el pueblo de Cuba en su heroica batalla por la libertad y la independencia”, aunque otros, en The Evening Post of NY, invocan sin cesar el peligro negro, como Cleveland y su Secretario Olney, que anunciaban la partición de la Isla en una república blanca y otra negra, comentando que lo mejor sería sumergir la Isla durante un tiempo, para así adquirirla, pero sin cubanos. Qué fauna, piensa Sampson. Ni los articulistas de The Manufacturer, porque al adquirir la Isla, Estados Unidos adquiriría una población “con todos los defectos de la raza paterna, más el afeminamiento, la pereza, la moral deficiente, la incapacidad para la ciudadanía, falta de fuerza viril y de respeto propio” y una negrada al nivel de la barbarie, de modo que “el negro más degradado de Georgia está mejor preparado para la presidencia que el negro común de Cuba para la ciudadanía americana”. Habría entonces que “americanizar a Cuba por completo, cubriéndola con gente de nuestra propia raza”. Como recomendaba al General Miles, jefe supremo del ejército, el Subsecretario de Guerra, J. G. Breckenridge:
“Es evidente que la inmediata anexión de estos elementos [la población cubana] a nuestra propia Federación sería una locura y, antes de hacerlo, debemos limpiar el país (...) destruir todo lo que esté dentro del radio de acción de nuestros cañones (...) concentrar el bloqueo, de modo que el hambre y su eterna compañera, la peste, minen a la población civil y diezmen al ejército cubano.
‘Este ejército debe ser empleado constantemente en reconocimientos y acciones de vanguardia, de modo que sufra entre dos fuegos, y sobre él recaerán las empresas peligrosas y desesperadas”
Sampson se encoge de hombros: Esos mismos políticos le prohibieron bombardear La Habana.
Cuando el Almirante Sampson presidió la comisión investigadora del hundimiento del Maine, ya barruntaba que en breve se vería frente a la flota de Cervera. Al cabo, el presidente MacKinley decidió apelar a
“la causa de la humanidad, la defensa de la vida e intereses de ciudadanos norteamericanos radicados en Cuba, los gravísimos perjuicios al comercio y negocios mercantiles de nuestros ciudadanos, la destrucción gratuita de la propiedad y la devastación de la Isla”.
Ya las exportaciones de Cuba a Estados Unidos habían ascendido de 54 a 79 millones de dólares entre el 90 y el 93, y las importaciones, desde 18 a 24 millones sólo entre 1892 y 1893. Ello cuadruplicaba el comercio de la Isla con su Metrópoli. Más la creciente importación de maquinaria norteamericana tras la abolición. Y los 50 millones invertidos, según el Secretario Olney, la mitad en la industria azucarera, devastada ahora por la guerra. Inadmisible, piensa el Almirante. Sin olvidar lo que afirmaba hace dos meses el Senador Thurston: “La guerra con España aumentará los negocios y ganancias (...) una acción en una empresa americana valdrá más dinero del que vale hoy”.
Pero en lo que debe concentrar su atención hoy el almirante Sampson es en la reunión que tendrá mañana con el General William Rufus Shafter (Galesburg, Michigan, 16-10-1835, 140 kilos) ─si la montaña no viene a mi...─, traído a la carrera desde la Florida para que con sus tropas de tierra tomara las fortificaciones que guardan la entrada de la bahía y así poder desmantelar las minas y entrar a por el combate final con Cervera. El Almirante monta en cólera de nuevo al recordar el mensaje de Shafter: que fuerce con mis buques la entrada de la bahía para evitar más bajas a los suyos. Es increíble que no se dé cuenta: sus infantes son reemplazables; nuestros barcos, no. Y si no puede, que solicite ayuda al hermano que Jesse James, que se ofreció a invadir Cuba con sus cowboys; o a Búfalo Bill, que proponía pacificar la Isla con indios salvajes. Qué pintorescos. Y Sampson sonríe a su pesar. Mañana aclararemos las cosas, o decidirá Washington. Al dirigirse a su camarote, el jefe de la escuadra norteamericana ignora que una decisión más grave impide esta noche dormir a Cervera: desvelado en cubierta, mira a los hombres que han de morir mañana.
Mientras navega hacia Siboney a bordo del Nueva York para reunirse con Shafter en la mañana espléndida de este domingo 3 de julio de 1898, jaspeada aún a tramos por girones de la niebla nocturna, Sampson se pregunta cómo una España venida a menos se ha embarcado en esta guerra contra la Unión. Les costará el doble de lo que habrían ganado vendiendo la Isla a su debido tiempo, calcula. Quizás el presidente Sagasta estuviera de acuerdo con Martínez Campos, quien, según el Cónsul inglés en Santiago de Cuba, confesó en octubre del 95 su deseo de que Estados Unidos reconociese la beligerancia de los cubanos. Iremos a la guerra y, con algunos buques hundidos, España abandonará Cuba sin más descrédito y con el honor nacional a salvo. Perder una guerra con la potencia del siglo XX no es lo mismo que perderla frente a un puñado de insurrectos.
Pero Sampson no puede distraerse más en divagaciones políticas, porque escucha el disparo de una pieza naval y se dirige corriendo a cubierta para presenciar desde lejos como el primer buque de Cervera, el María Teresa, sale de la bahía a toda máquina. Da orden de girar en redondo y enfila hacia la batalla inminente con el mal presentimiento de que Schley, su eterno rival quedado al mando mientras él bajaba a tierra, dirigirá la batalla que él lleva un mes preparando y con la sensación de ridículo por ser el primer almirante que conducirá una batalla naval en botas de montar y espuelas.
Se acerca a toda máquina al escenario del combate, lo suficiente para ver como Schley desde el Brooklyn eleva las señales, transmitiendo las órdenes de combate, y se ve aparecer, directamente hacia los barcos norteamericanos, para eludir el bajo que existe en la entrada, al Vizcaya, al Cristóbal Colón y al Almirante Oquendo. Cerrando la marcha, vienen los cazatorpederos Furor y Plutón. Rebasada la boca, los buques tuercen inmediatamente a estribor, intentando alejarse hacia Occidente. Ahora el María Teresa, con Cervera a bordo, enfila directamente contra el buque insignia norteamericano, el que más estorba la salida española por cerrar el círculo al oeste. Dispuesto viene el almirante a partirlo en dos con tal de abrir brecha a los suyos. Y Sampson contempla maldiciendo la extraña maniobra que hace ahora Schley ─ya le costará un expediente disciplinario─: El Brooklyn gira a estribor, alejándose de la batalla, y abriendo paso a Cervera. Dispuesto a perseguir a los españoles ─como diría Schley─, pero a prudencial distancia. Y cruzándose en la ruta de los otros barcos norteamericanos que vienen a toda máquina en persecución del enemigo. El Texas tiene que frenar con toda su potencia para evitar un choque, y la escuadra queda por un momento en completo desorden ante la desesperación de Sampson, que aún dista de darles alcance. El humo de las andanadas de ambos bandos nubla toda visión, y durante un buen rato no puede saber qué está ocurriendo. Al cabo, una ráfaga de brisa despeja la humareda, y puede ver al Plutón y al Furor. Sólo con ellos se cumplió su plan original: hundirlos uno por uno en la boca. Especialista en torpedos, Sampson respira aliviado. Y recuerda aquel torpedo que en Charleston hundió su Patapsco. Salvó la vida de milagro.
Prosigue la caza rumbo al oeste. Pero el Nueva York lleva quince minutos de retraso respecto a su escuadra, enzarzada con los navíos españoles que huyen a toda máquina pegados a la costa y disparando sus cañones de popa. El María Teresa está tocado de muerte: los puentes y cubiertas de madera arden, las piezas rodeadas de llamas hacen imposible la defensa. Un proyectil ha roto los conductos de agua e impide sofocar el incendio. Las municiones estallan, causando más estrago que las ajenas. Cuando embarranca en la costa, sólo quedan tres barcos enemigos. El siguiente no tarda en encallar, envuelto en llamas hasta la cofa. Fuerza al máximo la máquina del Nueva York, y logra acortar ligeramente la distancia, lo suficiente para ver cómo nueve millas más adelante embarranca el Vizcaya, acribillado. Milla a milla va dando alcance al resto de sus buques, lanzados tras el último español, el Colón, muy marinero y que los aventaja claramente en velocidad. Será difícil impedirle refugio en la bahía de Cienfuegos. Habrá que entrar en su busca (si las defensas de tierra y las minas no lo impiden), piensa Sampson. La persecución se prolonga. Tres horas más tarde, advierte con sorpresa un parón del enemigo. Piensa en una avería de las máquinas. No sospecha que el Colón ha quemado su última paletada de carbón de alta calidad. El carbón inferior que cargó en Santiago anula su única ventaja. Todos los buques le cañonean; incluso el Nueva York logra cuatro disparos. Al fin, el último buque de la escuadra española gira lentamente a estribor y encalla.
Tras 9.433 cañonazos de la escuadra norteamericana, Sampson comunica: “La flota a mis órdenes ofrece al país como regalo por la fiesta nacional del cuatro de julio la totalidad de la flota de Cervera”.
“Después de un combate desigual con fuerzas más que triples de las mías, toda mi escuadra quedó destruida (...) Hemos perdido todo y necesitaré fondos”, informa Cervera, prisionero en el Iowa.
La escuadra española es ya puro recuerdo. El Imperio, nostalgia. La Historia Made In USA acaba de empezar frente a la costa sudoriental cubana.
“Remember, Sampson, Remember”; en: El País. Memorias del 98, Madrid, diciembre, 1997.



Incondicionales

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Cierta tarde de 1987 fui citado por alguien que se autodenominó un “empresario español de izquierdas” residente en La Habana, con el propósito de “discutir la situación cubana” (sic). Ante un propósito de esa envergadura, no pude menos que asistir a la cita. Establecido desde tiempos inmemoriales en Canadá, el “empresario español de izquierdas” estaba a la sazón casado con Aitana Alberti, hija del poeta. Tras años haciendo buenos negocios con las autoridades cubanas, decidió jubilarse en la Isla. En pago quizás por los servicios prestados, le cedieron una casa que aburguesaba de sólo mirarla, en la Quinta Avenida de Miramar. Aquella cena casi termina a botellazos de Tío Pepe, porque el tío se negó a aceptar ni la más dulce crítica al gobierno cubano. Insinuó que los cubanos éramos una pandilla de indolentes y apáticos malagradecidos, incapaces de retribuir con veinticinco horas diarias de sudor y silencio lo que hacían por nuestro bien los sufridos líderes de la Revolución. Tres meses más tarde, recibí su segunda llamada. Me pedía reunirnos, pero no mencionó “la situación cubana”. Ante mi rotunda negativa a “discutir [con él] la situación”, ni siquiera la de Borneo, se limitó a preguntarme por qué los jóvenes cubanos no se lanzaban a la calle para derrocar la tiranía. (¿Pensaría en su propio pasado de guerrillero antifranquista en las Rocosas? ¿Recordaría su estrategia para derrocar al caudillo desde el río San Lorenzo con el mando a distancia?). Me limité a recomendarle que buscara en el atlas la dirección exacta de Casa del Carajo.
Una anécdota entre miles sobre quienes deciden por control remoto qué es aceptable para los nativos y qué deben soportar con estoica resignación geopolítica. Cierto que han pasado muchos años, Primavera Negra de 2003 incluida, y que hoy muchísimos españoles de buena fe y de izquierdas escuchan y comprenden. Pero todavía quedan defensores a ultranza (como enemigos a ultranza) que editan la realidad a la medida de sus deseos, sospechan a cada hombre y mujer de la Isla como el obrero y la koljosiana de Moscovia, pero mulatos, machete y Cohíba en alto. Los que miran a cada exiliado como a un presunto fascista-anexionista —anexionista a Estados Unidos, todavía si soñáramos con volver a la Madre Patria—. Y no todos son iguales. Hay subespecies:
Los devotos son los más potables. Aferrados al mito, monjes de clausura de la Revolución Mundial, trazaron un día la derrota ideológica de su vida y se niegan a maniobrar el timón, ni aunque la derrota los conduzca a la derrota. Tres pulgadas de blindaje cubren sus oídos. Creen a ciencia cierta lo que creen. Recitan cada noche, antes de acostarse, los versículos del Manifiesto Comunista, y se persignan ante la imagen de Don Karl. No discutir con esta subespecie. La fe no admite ni exige razones. La fe es un mullido colchón donde los agraciados duermen sin angustias ni dudas. Sospechan que el derrumbe del socialismo no es tal. La humanidad está dando marcha atrás sólo para coger impulso antes del salto definitivo hacia la felicidad vaticinada por la Santísima Trinidad del Materialismo Dialéctico. Mi padre pertenecía a esa raza. A mediados de los 80, Fidel Castro, lanzó el Proceso de Rectificación de Errores y Tendencias Negativas. Cuando mi padre veía en la tele a Fidel Castro criticando el estado de los hospitales, de las carreteras o del transporte, como si hubiera estado ausente del país quince años, prefería apagarla para no ver a Fidel criticando la obra de Fidel. En realidad, los hospitales eran el seudónimo en clave de ciertos tecnócratas y políticos ambiciosos de segunda generación, advenedizos que no aplaudían de buen grado las “iluminaciones” voluntaristas del Comandante en Jefe. Una vez hallados los culpables, dejó de “rectificar” y sumió al país de nuevo en la curva sinuosa de sus planes, campañas y batallas.
Los noventiocheros: Por puro espíritu antiimperialistayanqui, aplauden irrestrictamente cuanto ocurre en Cuba. Si a Washington le molesta, ¡Arriba La Habana! Si a Washington algún día le place, ¡Abajo La Habana! Un espíritu anti yanqui muy en consonancia con las celebraciones del 98 —en eso del masoquismo histórico nos parecemos: unos celebran la derrota del 98 en Cuba, y otros, la derrota del 53 en El Moncada—. Un antiimperialismo que recuerda la indignación de hace un siglo, cuando el imperio yanqui venía a arrebatarles SU Cuba, sin respetar que la tradición imperialista de España databa de mucho antes que las Trece Colonias se libraran del imperialismo inglés.
Los nostálgicos: Sufren una adhesión sentimental a Fidel Castro: les recuerda a aquel caballero español venido de la Reconquista, abandonando comercio e industria, por viles, a los otros europeos, para dedicarse a la guerra y a la gloria. Al cabo, por falta de industria y de comercio, perdió las guerras y se quedó con la gloria, que según nutricionistas anglosajones, tiene 0,0 calorías por gramo
Los neocolonialistas de izquierda: Aplauden con displicencia cuanto sucede en Cuba por razones de puro desprecio primermundista disfrazado de solidaridad. Para qué quieren los cubanos más de 80 gr. de pan diarios, si en Ruanda muchos niños no conocen el pan, para qué necesitan libertad de expresión si quizás lo que expresen no valga la pena, ni sabrían qué hacer con la democracia. Fíjate sino en los buenos salvajes de otros confines cuando se les concede media uña de libertad. Además del desastre ecológico: ¿En qué papel imprimiríamos las ofertas del Corte Inglés si los sudacas tuvieran acceso al papel higiénico, y cada chino comprara diariamente el periódico? Esta subespecie limpia la vitrocerámica con el Che de Korda en los paños de cocina.
Por último, esa delicatesen de la repostería ideológica: los castristas de derechas: Empresarios nostálgicos de la bélle époque, que cantan en la ducha de cara al sol y ven en este caudillo reminiscencias del otro, que Dios tenga en su santa gloria. Empresarios que conocen el lema: “Dentro del fidelismo, todo; fuera del fidelismo, nada”. Y temen (con razón), como sus bisabuelos, el desembarco de Wall Street. Fachas reciclados, neoliberales high tech, monopolistas reconvertidos al libre mercado. Una fauna indigerible aún para el electorado levemente zurdo de esta España es recibida en La Habana con beneplácito de cofrades. Los extremos no se tocan. Se funden.
“Incondicionales”; en: Prensa del Caribe; Madrid. 22 de octubre, 1997, p. 15.



Fidelidad a plazo fijo

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En su reciente artículo de Caribe, "Teoría política de la corrupción", Carlos J. Báez Evertsz define a la corrupción como procedimiento y práctica universal de la clase política (no de todos los políticos, por supuesto, aunque la sabia Vox Populi no suele concederles la presunción de inocencia), manejando el tema a escala global con una soltura que no oso. Pero su lectura me ha conducido a la pregunta, no tan fácil de responder como quisieran los indios y los cowboys: ¿Existe corrupción en la clase política cubana?

 

Si tomamos como referente el escándalo de la Lookheed en Alemania. el affaire Mario Conde, la "piñata" de los dirigentes sandinistas cuando perdieron las elecciones o la fortuna que levantaron Trujillo y Fulgencio Batista con el sudor de sus cargos, no. Tomemos en cuenta que en una sociedad donde el ciudadano "disfruta" la cartilla de racionamiento más larga de que se tienen noticias, un Ferrari sería tan escandaloso como La Veneno en una reunión anual de Oxford, y un jet particular sería un OVNI. Máxime cuando entre los postulados iniciales de la Revolución estaba la igualdad (que llegó a leerse como igualitarismo), y el borrón y cuenta nueva con el pasado, que se tildaba en bloque y sin excepciones de corrupto ─recuerdo que las clases de historia republicana que recibí en cuarto grado eran lo más parecido a Alí Babá y los cuarenta ladrones─. El fervor de los 60 impuso la proletarización (al menos aparente) de la clase política, que hizo del caqui verde oliva y gris (fuese militar o civil) el uniforme institucional. Su incuestionable honradez y desprendimiento quedaba fuera de dudas: habían aprobado con sobresaliente el detector de burgueses que fue la Sierra Maestra.

 

Aceptemos también que un jefe de Estado debe recibir, dada la estatura de su posición, una vivienda acorde, escolta, coches y toda la parafernalia; como en menor escala, los más altos (pero no tan altos) cargos. Hasta ahí, normal. Pero ya desde 1959, los cuarteles se convirtieron en escuelas, y muchas viviendas abandonadas por los burgueses (con todo su contenido), en viviendas de los más listos guerrilleros, y los coches y algunos yates, etc., etc. (para que esto no parezca un inventario). Ramiro Valdés llegó a decir que quienes se habían jugado lo más excepcional, la vida, por la Patria, tenían derecho a una retribución excepcional. Hay que decir, para ser justos, que Ramiro ha sido siempre consecuente con sus ideas. De modo que la Patria pagó sin rechistar ese derecho de pernada. No en balde el Che, tan temprano como en 1964, y precisamente en una reunión del Ministerio del Interior, lanzó aquello de que "contrarrevolucionario es aquel señor que valiéndose de sus cargos...", que debió ruborizar a todos los presentes.

 

Pero aún cuando aceptáramos aquello como botín de guerra, pasó el tiempo y pasó que la pobreza se institucionalizó, la libreta se eternizó, la miseria digna se convirtió en el modus vivendi nacional, y fue defendida con fervor, como paradigma de igualdad. Así y todo, el funcionariado no estaba dispuesto a aceptar grandes responsabilidades con un salario que sólo superaba al de un médico en un 10-20%, de modo que mientras defendía el racionamiento, creó un intrincado sistema para violar el racionamiento: tiendas "especiales", viajes de servicio con dietas serviciales, distribución discrecional de viviendas y autos, más la sustracción pura de medios destinados a sus empresas y ministerios. Llegó un momento que se instituyó como parámetro económico el "faltante", cuyos parámetros "normales" oscilaban entre 10-15%. Quien robara dentro de lo "aceptable" no era sancionado. Quien no tuviera "faltante" era destacado en la prensa como un ejemplo, una rara avis digna de ingresar al Zoológico Nacional. Así, los casos más sonados de corruptos caídos han coincidido sospechosamente con personajes políticamente inconvenientes. Desde los 60 hasta Luis Orlando Domínguez o Aldana, por no llenar demasiados folios. O el ajuste global de cuentas de las Fuerzas Armadas al Ministerio del Interior tras el Caso Ochoa. Pero lo más curioso es que sólo se descubra al corrupto en ese instante y no mientras traficaba cocaína, regalaba decenas de casas y coches, abría cuentas en Panamá, embutía fajos de dólares en su caja fuerte, o disfrazaba de soldados a "niñas" que volvían de las fiestas porno en Luanda incluso condecoradas. Y eso en un país donde "siempre hay un ojo que te ve", un ojo del poder que, al parecer, padece presbicia, porque divisa la corrupción en Miami, pero no en el ministerio de los bajos. Y sólo ahora (ingenuo de mí) me pregunto ¿a quién beneficia esa presbicia? Por supuesto que, en primera instancia, al corrupto. Pero, a su vez, el corrupto sabe que El Poder (sólo hay un Poder con mayúscula) lo sabe y, por tanto, paga el precio de su libertad condicional, que puede ser derogada al menor asomo de incontinencia política. Sabe que no se le exige probidad (aunque los haya), ni siquiera eficacia en el ejercicio de su cargo (aunque también los haya), sino (y sobre todo), incondicionalidad. Y mientras más ineficaz y torpe sea el "cuadro político" (nunca mejor dicho), más incondicional deberá ser para garantizar la pensión vitalicia de que disfruta y que en ningún sitio de la galaxia le otorgarán por sus servicios. Pero nada de esto ocurre "in vitro". Hay 22 millones de ojos que lo ven. Y aprenden cada día del ejemplo, que es el mejor sistema pedagógico. Pero eso es otro costal de harina, que rebasaría las dos cuartillas.

 

Un proceso que se ha intensificado y ha buscado nuevas rutas en la Era del Dólar, arrimándose al amparo de las empresas mixtas y el turismo. Un regreso al verde que sólo muy lejanamente recuerda el verde olivo de los 60, cuando un ministro que se preciara debía embarrarse un poco el caqui del uniforme antes de entrar a la Junta de Administración, para resultar así más proletario.

 

“Fidelidad a plazo fijo”; en: Prensa del Caribe. Año 1, n.º 3, Madrid, septiembre, 1997, p. 15.



Cuba para neófitos

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Los juicios sobre Cuba cumplen con asiduidad el axioma de que “no llegan, o se pasan”. Si una izquierda nostálgica persiste en culpar exclusivamente al embargo norteamericano de que la Ínsula no sea una sucursal del paraíso, la derecha más tuerta incurre en la intrínseca maldad de Fidel Castro. Una de las virtudes de este libro, Cuba, la hora de la verdad, del ecuatoriano Eduardo Durán-Cousin, es eludir ambos extremos.

 

No podría decirse que aporte algo a la ya vasta bibliografía de tema cubano. Pero el prólogo de Simón Espinosa bien podría iluminar con más eficacia un par de ideas sobre las que pivotea el texto, si no ocupara tanto espacio en comparar las realidades cubana y ecuatoriana con más persistencia que suerte.

 

“La dictadura del carisma”, título de la primera parte, constituye la médula del libro. En ella se repasa de modo ágil la historia de la revolución cubana, enfatizando los aspectos económicos que, como de costumbre, condicionan los otros. Uno de los elementos que puntualiza Durán-Cousin es la diferencia entre el castrismoy la profunda reformulación del marxismo original que se puso en práctica en la Europa Oriental bajo la etiqueta de marxismo-leninismo. De ello extrae una conclusión que merece la pena citar: “el castrismo se estructuró en torno a una personalidad dominante cuya autoridad se deriva de un acto de rebeldía y cuyo poder se ha mantenido por la permanente movilización de la población en torno a sus ideas (...) el elemento fundamental del castrismo es Castro mismo”. Con lo que diferencia la autocracia cubana de la inmensa mayoría de las dictaduras al uso padecidas por Latinoamérica; y obliga al lector a un análisis particular y no genérico. Subraya una realidad ya sancionada por los más perspicaces observadores —ningún descubrimiento sorprende en este libro a los conocedores de la realidad cubana—, pero que con frecuencia se soslaya, bien sea por puro maniqueísmo o por la beligerancia explícita de los autores.

 

No obstante sus aciertos en la clara exposición del tema, cierto afán pedagógico, o las limitaciones de un material de campo recogido en sólo dos visitas a la Isla, le conducen a simplificaciones rayanas en el error —a veces recuerda aquella Cuba para principiantes, de Rius, pero sin su sentido del humor—, amén de errores en la apreciación de las funciones de los CDR, o en la relación entre Proceso de Rectificación y Perestroika, cuyo andamiaje de vasos comunicantes es mucho más sutil y complejo. No obstante, expone de una manera coherente el verdadero peso del embargo norteamericano en la crisis cubana y, por otro lado, el desastroso resultado de la nueva era de voluntarismo económico que se inicia a mediados de los 80; sin valorar, en cambio, el nivel de ineficiencia que se produjo durante la “era dorada”, entre el 75 y el 85, quizás porque el manto de subvenciones y ayudas, así como el secretismo de las informaciones oficiales, permitieron enmascarar la realidad, esta vez con una notable eficiencia.

 

En la segunda parte, “Y llegó la hora de la verdad...”, Durán-Cousin intenta una visión de la circunstancia actual, empezando por una correcta valoración del carácter de la ayuda prestada durante 30 años por la URSS, que unos llaman subvención y otros “modelo de relación comercial entre países desarrollados (?) y subdesarrollados”. Pero al explicar el desplome del nivel y las expectativas de vida de los cubanos con el advenimiento del Período Especial, en comparación con los 80, llega a exageraciones inadmisibles: “sus 11 millones de habitantes, acostumbrados a un standard de vidaenvidiable en el mundo entero..”. Refiriéndose a índices alimentarios y de consumo más aparentes que reales. Si la realidad se hubiera comportado como afirma Durán-Cousin, las visitas familiares desde Estados Unidos, que se produjeron a fines de los 70, no habrían reportado un devastador efecto ideológico sobre la doctrina oficial, que estalló al abrirse en Mariel la válvula de escape en 1980. Por el contrario, se hablaría hoy de los cayohuesitos, que huyeron en masa de Estados Unidos hacia la Isla, paraíso de la abundancia.

 

La valoración de la crisis actual es una zona del texto que el lector deberá leer con atención si desea adquirir aunque sea una noción aproximada de su magnitud. La descripción de lo cotidiano es pálida, aunque podría decirse (en descargo del autor) que para transmitir una imagen verídica de su dramatismo, necesitaría algo más que dos visitas a Cuba y mucho más espacio que las 63 páginas de este libro. No obstante, las cifras son suficientemente explícitas como para que el lector atento supla lo anterior: el desplome de las calorías percápita a niveles de desnutrición, la reducción del producto social global en un 65% entre 1989 y 1993, la escasa rentabilidad efectiva del turismo, o los 50 años de crecimiento continuo a un 6% que serían necesarios para que la economía regresara a 1989 (ni H. G. Wells habría imaginado una máquina del tiempo semejante).

 

A pesar de la adecuada valoración que hace el autor del derribo de las avionetas y su corolario, la aprobación de la Ley Helms- Burton, como reafirmación de ambas “líneas duras”, en Miami y La Habana, y contra los intereses de supervivencia del pueblo cubano; aún cree posible que:

 

“... en una apertura pronta —y quizás todavía no resulte demasiado tarde— la sociedad cubana podría elevarse rápidamente a una vigorosa posición de desarrollo, la que si se conservan algunos rasgos del colectivismo del régimen, como el sentido de solidaridad social de la población y se transforma la propiedad estatal en cooperativa, bien podría aportar un nuevo modelo de organización social para los países de América Latina.

 

“... una democracia socialista, que conjugue en Cuba el régimen de libertades de las sociedades de occidente con una economía cooperativa”.

 

Envidio su optimismo y quisiera compartirlo. Lamentablemente, el propio Fidel Castro, citado en el libro, se encarga de contradecirlo:

 

“¿Cuándo llegará el día en que desaparecerá el racionamiento? A mí me parece que ese día está tan lejano, que quizás sólo los nietos o bisnietos de algunos de ustedes lo verán”.

 

Consecuencia evidente de su noción de inmovilidad en las reglas del juego. Pero nietos y bisnietos no deben aterrarse desde ahora en sus espermatozoides y óvulos por venir. La política es el arte de lo inmediato y los decretos se firman en los palacios presidenciales, no en los mausoleos.

 

 

Cuba para neófitos, en: Encuentro de la Cultura Cubana; Buena Letra. n.º 4/5, primavera/verano, 1997, pp. 247-249. (Eduardo Durán-Cousin; Cuba, la hora de la verdad; Ecuador, 1996, 64 pp.)



Contracanto

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Al abrir Contracanto, último poemario del nada novel poeta jiennense Manuel Lombardo Duro, no pude sospechar que lo leería en dos horas, con el fervor que suscitan las mejores novelas. Ajeno a los oropeles y artilugios verbales con que suele "adornarse" la ¿poesía? obligada a nacer con fórceps o cesárea, Contracanto apela a la transparencia y la lucidez del idioma. La textura de la palabra gana su máxima intensidad, como las mujeres hermosas, al desnudarla de afeites. Quizás porque “la palabra no limita/ con la luz ni con la música,/ sino con la oscuridad/ y con el silencio”. Pero sobre todo, porque Manuel Lombardo ha conseguido, mediante el ejercicio de la mesura, extraer a cada palabra clave su significado secreto. Obra de arquitectura, sin dudas, porque la palabra es, como el hombre, un ente gregario que sólo adquiere su valor en la sociedad de las palabras. Manuel Lombardo nos habla “desde las raíces del silencio, algo que se pueda susurrar/ al oído de un árbol,/ de una piedra,/ de un río,/ de un niño agonizante,/ de un borracho/ o de un loco”; y tiene sus razones, porque como afirma con la sabiduría inasible de los buenos poetas: “Todo se pudre/ cuando se quiere convertir/ la inmensidad de cualquier sueño/ en algo razonable. Y para demostrarlo, se ocupa "de otra cosa": de lo que no es ni ha sido,/ de lo que no existe todavía,/ ni tal vez nunca tendrá lugar”.

 

Creo en ese orden de la verdad ajeno a la dialéctica y el análisis causal, en ese orden de la verdad premonitoria que se dirige a las coordenadas no cartesianas del alma humana: la verdad poética. Y creo en esa verdad cuando se instala, sin apelaciones, en algún reducto de nuestros sueños del que jamás podremos desalojarla. Pero para ello el poeta deberá asumir sus riesgos. Y Manuel Lombardo los asume en Contracanto, un libro donde “Todo poema/ es mi muerte por escrito,/ o nada”.

 

Contracanto; en: Diario de Jaén, Jaén, España, 24 de abril, 1997, p. 38.