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El premeditado azar de la cuerda

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En la costa norte de Cuba Central hay una región donde cualquier espeleólogo se perdería con gusto para siempre. Miles de cavernas: archipiélago subterráneo que subyace al otro. En aquellos tiempos me interesaban tanto los laberintos de la Tierra como los de la imaginación, y tuve el privilegio de recorrer algunas. Tras la lectura de El azar y la cuerda, cuentos de Atilio Caballero (nacido frente por frente a esas cuevas, en la costa sur de la Isla) una de ellas convoca mi memoria. Discurría, extensa y casi horizontal, a poca profundidad. Dado su tortuoso juego de galerías, la oscuridad era total. Pero de repente podías chocar contra una columna de luz: una claraboya, abierta por un desplome de la bóveda, permitía minúsculos pero frondosos bosquecillos. Los tránsitos entre la intimidad de la sombra y la lujuriosa fronda que poblaba la luz eran tan súbitos (y memorables) como efímeros.

 

Ya se sabe que de los escritores cubanos, y en especial de los que viven en Cuba, se espera incluso una sintaxis política. Pero quien busque en este libro, escrito y publicado en Cuba, una narrativa al servicio de la circunstancia ─circunstancial, diríamos─, quedará felizmente defraudado. Desde Dark Side of the Moon, declaración de intenciones, arte narrativa que hace las veces de pórtico, Atilio nos advierte que no se trata de describir, testificar o enjuiciar. La subjetiva visión individual, lo exterior trasuntado a través de la agónica experiencia personal, son las materias primas con que intenta construir sus ficciones:

 

"La percepción se legitima a través de lo particular, porque la realidad exterior nunca es la misma cuando es observada por más de una persona" (p. 8)

 

De modo que el ejercicio narrativo se convierte en espeleología de la naturaleza humana, búsqueda de los resortes más oscuros e inmanentes, signado a trechos por atisbos de luz, cuando la realidad exterior asoma en las colas que la mujer del amigo exiliado en Rusia no desea hacer (“Un aire que bate”), en el presunto troque de tenedores de plata por quincallería y champú (“Una tranquila sobremesa...”), ininteligible para ajenos, en la kafkiana muerte sin confirmación burocrática (“Los caballos de la noche”) o en el inquietante final de “Manguaré, buena música”, "porque, del otro lado, los policías cruzaron la calle" (p. 40).

 

Como nos dice Atilio en la página 9, "Observo a mi alrededor y no puedo hacer otra cosa que interpretar". Pero su ejercicio de interpretación es el equivalente metafórico de comprobar que el siete y medio de su pie encaja perfectamente en la huella fósil de quien huyó corriendo sobre la lava. No se trata de datar la erupción o diseccionar el metabolismo del volcán, sino de convocar la angustia, el miedo, la soledad o la esperanza de salvación.

 

Tampoco deberá pretender el lector de El azar y la cuerda una dramaturgia al uso, ni el obediente cumplimiento de decálogos u otras preceptivas cuya validez no discuto ─los hombres, niños al fin y al cabo, necesitamos que nos cuenten una historia, masticando pernil de mamut a la orilla de una hoguera o por Internet─, pero que distan de la intención y el cumplido propósito de Atilio: operar con la materia prima en su estado prístino: el juego de espejos entre la vida y la muerte en “Los caballos de la noche”, la evasión salvadora en “Manguaré, buena música”, la amistad y esas trampas que tiende la distancia en Un aire que bate, o la soledad abisal que trasunta “Steinway & Sons”. No se trata de contar una historia, sino de arrancar un fragmento de la realidad (incluyo en este concepto continentes completos de la imaginación) y condensarlo de tal modo que las evidencias salten, como tigres, al cuello de los lectores.

 

El tratamiento del idioma dista tanto, por su parte, de cierto slang facilongo como del protagonismo barroco (que, en ocasiones, oculta el vacío del qué bajo la cáscara del cómo: puro cobertor de palabras). El idioma es aquí una herramienta, no exenta de dosificadas alegrías y lujos verbales. Aunque no se pretende la implacable precisión de un láser, sino el efecto de círculos concéntricos y espirales que nos van conduciendo de los arrabales al centro, ya que, según Atilio:

 

"Mallarmé pensaba, con mucha razón, que nombrar un objeto priva al lector del placer de ir descubriéndolo poco a poco, ayudado por la sugerencia de las palabras que no lo nombran”.(p. 12)

 

Efecto conseguido a pesar de la reincidencia filosofante, raras veces imprescindible y frecuentemente innecesaria. Vicios ensayísticos o alardes bibliográficos, lo cierto es que restan fluidez a los textos, adensan el discurso sin añadir otra cosa que acotaciones al margen, ofensivas para la percepción del lector atento e inteligente. El lector que, precisamente, exige este libro, dada su necesidad de hallar cómplices y no de conquistar mercados.

 

Al final del libro, tropezamos con “De Rerum Novarum”, cuyo sorprendente arranque nos saca de un discurso cuidadosamente homogéneo para dejarnos caer en los pastizales de la alegoría, pero no es sino el prólogo a “La escalera de Jacob (Coloquio-Pieza Narrativa Dialogada)”, que apela al ejercicio de la parábola sin explicitar moraleja alguna, dejando caer esa inquietante cuerda, como una invitación.

 

Confirmación de algo que ya Atilio nos anunciaba al inicio:

 

"Yo perseguía una ilusión, y ahora padezco la inmovilidad del perseguido. No hay testigos, y tengo la impresión de estar tartamudeando la visión del último invitado. Bien visto, nunca los hubo, aunque pienso que de esa forma es mucho mejor: la presencia del otro convierte en espectáculo lo que desde el inicio está concebido como experiencia personal”.(p. 9)

 

Libro, en suma, que exige con la misma intensidad que entrega, que devela sin revelar, persiste en cierta anfibología conceptual porque, como todo buen texto literario, nos descubre que la ambigüedad es no sólo una materia prima respetable, sino imprescindible. Un libro que no se conforma con la superficie esmeralda del mar lamiendo un arenal vigilado por escuadrones de palmeras (cuando vienes a ver ya estás preso dentro de una postal turística camino a Hamburgo Vía Air Mail); sino que intenta bucear, no sólo porque el mar es su espesor más que su superficie, sino porque a ras de fondo yacen los peces y los corales vivos, no etiqueteados en la vitrina del bazar. Aunque los folkloristas de la literatura puedan argumentar en su defensa que es una temeridad aventurarse a la vecindad de los escualos.

 

El premeditado azar de la cuerda, en: Encuentro de la Cultura Cubana; Buena Letra. n.º 2, otoño, 1996, pp.157-158 (Caballero, Atilio: El azar y la cuerda. Ed. Letras Cubanas. La Habana, 1996. 92 pp.)



Fumadores del mundo: uníos

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Permítanme los puristas parafrasear a Don Karl Marx para un propósito tan innoble como este breve Manifiesto Nicotínico. Como cualquier fumador sé (y en carne propia) que el tabaco es perjudicial, que la tos de por la mañana no es un resfriado pasajero, que el resuello ya no da para correr con el mismo entusiasmo y que algun día el corazón se negará a fumar un cigarrillo más. Pero de todos modos interrumpo un momento la escritura y (sí, ahora mismo) prendo un Ducado con el placer de siempre. Ya lo dijo Sara Montiel.

 

Me parece bien que se regule la protección a los presuntos fumadores pasivos, que no se fume en locales cerrados ni transportes públicos, incluso que en los restaurantes se reedite una vieja tradición de Alabama, que indicaba dónde debían sentarse los negros (los blancos podían sentarse en cualquier sitio). Ahora dice fumadores, y lo confirma el cenicero. Me parece bien, insisto, que la propaganda machaque, y que los menores de edad puedan comprar condones, pero no tabaco. Siempre que se use para lo que se usa, el condón previene enfermedades cardiovasculares, mal humor y cosas peores.

 

Pero algo muy diferente es que en New York esté prohibido fumar en la calle (no transitar en coche); que en Rusia te echenal portal con veinte grados bajo cero, aunque estés de visita, a fumarte el pitillo con la estoicidad de un oso polar; o que Clinton sume la nicotina a la lista donde aparecen el crack y la heroína. A pesar de que mueren más norteamericanos por gordos que por fumadores. Con indéntica razón podrían penalizar el tráfico de hamburguesas y desintoxicar a los cocacolainómanos; declarar el Servicio Gimnástico Obligatorio y cerrar por inmorales las fábricas de Donuts.

 

Pero aunque devastaran las plantaciones de tabaco con la misma saña que los sembrados de coca, los ciudadanos de México DF seguirán fumándose sus dos cajetillas diarias de smog. La equivalencia no es una metáfora, sino el resultado de un serio estudio ambiental. Tampoco, que yo sepa, hay autovías para contaminadores y autovías para no contaminadores. El hueco en la capa de ozono no es obra de los Habanos o los Winston; sino de los fabricantes de neveras y climatizadores. Por estar hoy un poco más fresquitos, puede que nuestro nietos se achicharren el día de mañana.

 

O con el mismo entusiasmo, el presidente Clinton podría suprimir la fabricación de armas, que seguramente matan más gente que los cigarrillos, y a juzgar por cómo andan las cosas, crean una adicción pavorosa. Lástima que sean un negocio tan próspero.

 

No pretendo defender el tabaco. Sólo fumármelo sin que algun puritano del alquitrán y la nicotina (que quizás adolezca de vicios peores; los hay) me tilde de enemigo público. Ni siquiera por lo que costamos en atención médica; lo pagamos de sobra con los impuestos sobre el tabaco. A este paso, un solo fumador sufragará en breve las enfermedades de diez abstemios.

 

Las costumbres humanas evolucionan, pero a su paso. Ya casi nadie consume rapé. Pocos mascan tabaco. Los rusos beben con más moderación que Catalina la Grande. Se come con más moderación (del Ecuador hacia abajo, no queda más remedio). Pero los patrones, las modas y los usos no pueden trastrocarse por decreto. A veces la antipropaganda sobre el tabaco resulta incitante, sobre todo para el adolescente, que descubreprecozmente la fascinación de lo prohibido.

 

Pero la tramoya de la política es así. Complacer a los votantes encarnizadamente no smokers, es siempre más fácil. Los fumadores desarmados suelen ser inofensivos. Y, ya de paso, los votantes discuten el humo, miran al humo, y el humo les impide ver otras cosas menos volátiles.

 

“Fumadores del mundo: uníos”; en: Diario de Jaén, Jaén, España, 20 de septiembre, 1996, p. 40.



Olimpiadas, exilios, devociones

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Atlanta'96 quedará en mi memoria no sólo como los juegos de la CNN y la Coca Cola, gigantesco show en que lo más deportivo es el marketing y se nos vuelve historia antigua el deporte como aspiración de una mente sana en un cuerpo sano, para acercarse de modo inquietante al circo romano sin pena de muerte, a las carreras de perros en que lo más importante no son los galgos, entrenados hasta la deformidad, ni la liebre de la fama que va delante, ni siquiera los espectadores, sino las apuestas (monetarias, políticas, televisivas). Desde que resido lejos de Cuba,Atlanta'96 son las primeras olimpiadas a las que asisto, televisor mediante.

 

Al menos desde 1936, los juegos han servido de feria a nacionalismos e ideologías. Mediante la organización imperial y los récords, Hitler mostró una maqueta de la arquitectura geopolítica que más tarde pondría en ejecución. Durante casi medio siglo Estados Unidos y la Unión Soviética entablaron cada cuatro años guerras en que los saltos y las carreras sustituíana los misiles. Los entrenadores se ocupaban del cuerpo de los atletas. Los comisarios ideológicos convertían un gol o medio segundo en victorias de la Patria y de la Idea. Con su ingreso en el Campo Socialista, Cuba entró en el juego. Se dedicaron ingentes esfuerzos (desproporcionados, dada la riqueza del país que no le permitía una masificación de la práctica deportiva) a prospectar, entrenar y situar en el mercado a deportistas que elevaran en la bolsa olímpica las acciones de la Isla. Preocupado por eso que en Cuba se llamó “campeonismo” en detrimento de la masividad, entrevisté a funcionarios del INDER, Instituto que se dedica al fomento del deporte cubano. Algunos defendieron las élites, artistas del bíceps cuya función era proporcionar espectáculo, emociones y belleza a la abrumadora masa de espectadores. Pero todos admitieron que el propósito del deporte era acentuar la salud y la armonía de todos, a pesar de lo cual el 98% del los trabajadores del INDER se dedicaba a atender al 0,1% de la población: los deportistas de alto rendimiento.

 

Siempre he sido alérgico a los nacionalismos que pretenden confirmar el yo a costa del no yo.Toda ideología cuyo propósito no sea la felicidad del hombre es inmoral; aunque la historia nos demuestre con pavorosa asiduidad que las ideologías suelen usar al hombre como materia prima.

 

Eso me permite disfrutar con idéntico placer un salto de Sotomayor, la zancada imponente de Michael Johnson o un gol de Caminero. Por la misma razón, deploro los conteos de medallas que sólo pertenecen a quienes las consiguieron con su sudor, y la euforia de ciertos cronistas deportivos ante la caída de un contrario o la lesión del enemigo que abre al nuestro las puertas del podium. Para esos señores, el deporte es mero pretexto para la medalla. Los griegos clásicos vomitarían quizás ante esa manifestación de “espíritu olímpico”. Espíritu que existe, pero sólo en los atletas que compiten contra si mismos, contra su propia imperfección humana, para llegar más alto o más lejos.

 

Ahora viene lo contradictorio. O quizás no.

 

Si cumpliera a rajatabla mis propios preceptos, asistiría a una final de los cien metros lisos con el desasimiento y la imparcialidad de quien ve competir a venusinos, marcianos y selenitas. Y aplaudiría exclusivamente al mejor, sin reticencias. Pero eso sólo me ocurre cuando no compiten deportistas de mi país.

 

No puedo evitar el dolor casi físico de la derrota cuando Sotomayor falla en su último intento. Ni ponerme de pie frente al televisor como si eso ayudara a Ana Fidelia a conseguir el oro que se le escapa de las manos. Debía bastarme el esfuerzo sobrehumano que ha hecho para estar allí. O el golpe de adrenalina eufórica ante la cara de indefensión de una voleibolista china fusilada por un remate de Regla Bell.

 

¿Será algun atávico espíritu tribal? ¿Un instinto de pertenencia al clan que viene desde las cacerías de mamuts? ¿O esa propensión gregaria, ingrediente por igual de pueblos, clubs de ex-alumnos y asociaciones filatélicas? Lo cierto es que en un mundo de intereses contrapuestos y feudos ideológicos, el nacionalismo deportivo cumple una rara función conciliatoria. Ante la implacable parcialidad de las transmisiones televisivas norteamericanas durante Atlanta'96, que excluyó, o casi, todo evento donde no hubiera participación norteamericana, los cubanos de Miami se las ingeniaron para direccionar sus antenas hacia... La Habana. Tras 15, 20, 30 años de exilio, aún se ponen de pie frente al televisor como si eso ayudara a Ana Fidelia o celebran los bloqueos espléndidos de Magaly Carvajal a gritos en espanglish o en puro cubiche. Conceden el segundo corazón de su entusiasmo a atletas formados por la Revolución. Como si aplaudieran cierta dignidad muscular de una patria sin fronteras ni partidos. Los sectores más beligerantes de Miami jamás concederían semejante indulto a un escritor o a un cineasta, y menos aún a un ideólogo o un político cuyos errores son axiomáticos. Los músicos, en cambio, gozan de un status intermedio. Deportistas del arte, quizás porque conmueven el caderamen y las piernas, alma bailadora de la nacionalidad cubana. Y lo mismo ocurre del otro lado, pero sotto voce (aunque ya no tanto). Muchos en la Isla habrán sufrido la derrota de Tahimí Chapé, aunque compitiera bajo bandera española, y todos bailan con Gloria Estefan, Willy Chirino y Albita.

 

Pero algo más me ha ocurrido durante mi asistencia televisiva a Atlanta'96: he descubierto mi entusiasmo cómplice ante el triunfo español en waterpolo y se me hizo un nudo en la garganta ante las lágrimas de las chicas de oro de la gimnasia rítmica. Y eso, más que cualquier otra consideración intelectual o permiso de residencia, me ha permitido parafrasear aquellos versos de Martí: “dos patrias tengo yo: Cuba y la noche”. Porque de algún modo, sin pretenderlo pero sin eludirlo, dos patrias tengo yo: la primera se niega, por suerte, a abandonarme; la segunda me invade subrepticiamente, con cada conversación, cada copa de vino, cada certeza compartida. No necesitan disputarse un espacio. El corazón dispone de muchas habitaciones.

 

Y todo eso me remite al destino de un pueblo fracturado por odios y devociones que al cabo quizás no sean tan decisivas como desearían los políticos quienes aspiran a recibir su medalla de oro sobre el podium de las espaldas ajenas. Y barrunto la utilidad de cierto “espíritu olímpico” de la tolerancia, que buena falta haría. O un fair play del diálogo que sustituya consignas deshilachadas por abuso,o leyes del garrote global que jamás matarán de hambre a Helms, ni a Burton, ni a Fidel Castro, sólo a los once millones de cubanos que en la olimpiada cotidiana corren los cien lisos en 8,5 y saltan un metro más que Sotomayor. Sin que nadie les conceda ni bronce en el decatlón de la supervivencia.

 

Lamentablemente, puede que no sean sino sueños de una noche de verano, rezagos de mi adolescencia que discurrió peace and love durante los 60. Al menos, mientras el “espíritu olímpico” se cotice en bolsa y los máximos medallistas sean las multinacionales del dinero, o la trasnacional que patentaron ciertos políticos del siglo XX en secretas sastrerías ideológicas al hacerse un traje con la tela del marxismo a la medida de sus ambiciones: la transnacional de la esperanza.

 

“Olimpiadas, exilios, devociones”; en: Diario de Jaén, Jaén, España, 7 de septiembre, 1996, p. 32.



La fiebre gris

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Alguien afirmó que la prensa es como los buitres: se alimenta de carroña. No sin razón: De cada diez hechos que son noticia, al menos ocho están relacionados con la guerra, la muerte, el delito y el escándalo. Nadie se ocuparía de Burundi o de Rwanda sin matanzas étnicas, Liberia es noticia sólo cuando hay cuerpos pudriéndose a la intemperie y una cabeza viuda de cuerpo que nos mira desde el asfalto bien pudiera merecer un Pullitzer. La matanza cotidiana que perpetra el (des)equilibrio mundial de la riqueza en las naciones del sur que viven en la paz (de los sepulcros) no es noticia.

 

A pesar de ETA, España puede considerarse una zona de paz, pero no por ello escasean noticias: durante los últimos años, ya es costumbre que cuando la cola de un escándalo se pierde en el olvido, el hocico de uno nuevoasoma, para renovar el interés de los lectores.

 

Uno de los más recientes es la denuncia presentada por el alcalde de Marbella, Jesús Gil, quien afirma haber pagado ocho cheques por un total de 85 millones de pesetas a familiares del ex vicepresidente de la Junta, José Miguel Salinas, por el aumento de edificabilidad de su parcela Los Cipreses. Los cipreses más caros de la botánica nacional. Comparecen el presunto portador de los cheques, José Luis Jiménez Jiménez, empleado de Gil, y los ex asesores de Jaime Montaner, Rosario García Victorio e Ildefonso García Borja, redactores de los informes sobre el aumento de edificabilidad. Al parecer, nadie sabe nada: los autores de los informes cumplieron rigurosamente su función técnica, el ex consejero Montaner se atuvo a los informes, José Luis Jiménez transportó a Córdoba un sobre cuyo contenido desconocía. Si algun lector sabe algo, que lo diga, por favor.

 

No cabe duda que la salud de toda sociedad obliga a airear estos trapos sucios; que el titular de un cargo público es el depositario de una dosis de confianza ciudadana, de modo que al convertirlo en su empresa privada no sólo roba al extorsionado, sino al contribuyente: su dinero y su confianza. El ladrón a mano armada jamás contó con nuestro voto. El ladrón a portafolio armado, sí. Pero corrupto y corruptor hacen una pareja dialéctica inseparable. No pueden existir el uno sin el otro. Ningún corrupto tiene atenuantes. El corruptor, tampoco. Se engendran uno al otro, otro al uno, maravillas de la zoología.

 

Es un lugar común que en la constitución de esa república universal que es el capital, la ley primera es la ganancia. A ella se supeditan las demás. Respetando las leyes, si es posible, eludiéndolas con una agilidad felina o saltándolas, cuando no quede otro remedio o cuando sea recomendable. Puede que los haya, pero no recuerdo ningún caso de corruptores que hayan abonado el soborno para ejercer la caridad o la beneficencia.

 

No pretendo anticiparme a las conclusiones del caso. Cumpla la justicia su tarea. Pero recuerdo ahora que la construcción del Canal de Panamá se detuvo muchas veces como consecuencia de la fiebre amarilla, que diezmaba a los hombres. El transmisor era un mosquito, el Aedes Aegypti. Se rociaba insecticida, los mosquitos desaparecían y la epidemia se aplacaba; pero al cabo renacía intacta. Hasta que descubrieron las larvas del mosquito, engordando tranquilamente en los pantanos. Larvas inofensivas, que no eran aún mosquitos ni transmitían nada, pero bastó eliminarlas para acabar con la epidemia.

 

Si pretendemos edificar el canal que desemboca a un futuro más limpio para España, sin que lo impida la fiebre gris de la corrupción, no podemos olvidar esa verdad zoológica: las larvas serán mañana mosquitos, los mosquitos ponen los huevos que se convertirán en larvas.

 

“La fiebre gris”; en: Diario de Jaén, Jaén, España, 2 de septiembre, 1996, p. 15.



Belmez: los rostros de Dios

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Pocos dudan a estas alturas que hay fenómenos para los cuales la ciencia no ofrece de momento una explicación; sus herramientas son aún incapaces de apretar todas las tuercas del Universo. De tontos sería negar como obra de superchería lo que somos incapaces de explicar. Y ese es el caso de las caras de Bélmez, que cumplen 25 años tan insólitas como el primer día.

 

Tres mil personas se reunirán en breve para conmemorarlo con hipótesis parasicobiofísicas, durante el I Congreso Nacional dedicado al tema, que se celebrará en el salón de actos de la cooperativa Nuestra Señora de la Paz.

 

Yo no soy parasicólogo (bastante trabajo me cuesta ya explicar los vaivenes de la realidad objetiva) pero me atrevería a adelantar una hipótesis: quizás Dios hace 25 años, y ante el próximo advenimiento de la democracia tras una noche más larga que las polares, asomó su rostro para ver de cerca cómo le iría a los españoles con ese ejercicio singular. Quizás los desplazamientos, los nuevos semblantes que aparecen y desaparecen, sean síntomas de sus cambios de humor ante escándalos y corruptelas, victorias y derrotas en el aprendizaje de la duda ─es siempre más fácil descargar toda (i)rresponsabilidad en un autócrata que gobierne en nombre de la divina providencia, que asumir a conciencia esa mínima porción de poder que el voto nos confiere─; quizás debíamos indagar qué trastornos han sufrido las caras de Bélmez durante las batallas electorales. Alerto a los parasicobiofísicos que se reunirán en breve.Puede que tengan a mano los resultados, un tanto criptográficos, como siempre, de una encuesta divina. Dios tendrá también sus preferencias: ¿será popular o socialista? Si resulta un Dios de Izquierda Unida, sería el mayor hallazgo de la historia. Pero mantengan en secreto los resultados. Jordi Pujol podría intentar con Él un pacto de gobierno.

 

“Belmez: Los rostros de Dios”; en: Diario de Jaén, Jaén, España, 20 de agosto, 1996, p. 22.