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A propósito del Bicentenario: avistamientos desde la historia política hispanoamericana

El proceso independentista supuso una tensión no resuelta entre la necesidad de organización, estabilidad y orden y las demandas de igualdad, derechos y participación política

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En los albores del Bicentenario, numerosas miradas se dirigen, revisando paradigmas e incorporando nuevos datos, sobre los fenómenos constituyentes de nuestra identidad y los procesos que marcan el pleno advenimiento de la Modernidad en el Nuevo Continente.[1] Dicha Modernidad, en su dimensión explícitamente política, supuso el triunfo, más o menos consolidado “[…] de una serie de figuras abstractas —nación, pueblo, soberanía, representación, opinión— que contrastan con el carácter mucho más concreto de los actores de la política antigua y, con ellos, la aparición de nuevas formas políticas” (Guerra y Lempérière, 1998: 131). Y abre toda una época histórica cuya maduración en nuestro continente se emparenta con la alborada independentista y el advenimiento —en los territorios liberados— de un arcoíris de bisoñas repúblicas.

Para el abordaje de estos procesos una de las disciplinas más promisorias resulta la historia política, en tanto estudio sobre los actores políticos reales, las ideas, imaginarios y valores, las prácticas políticas y culturales, las figuras de la nación o el Estado (Guerra y Lempérière, 1998: 6). Corriente que, en su multiplicidad de miradas, atenderá factores tan diversos como el quehacer de los actores políticos individuales y colectivos, la espacialidad y naturaleza de la política, su impacto en procesos de génesis y desarrollo institucionales, las nuevas formas de sociabilidad, la innovación constitucional y sus repercusiones prácticas, los enfoques sobre la soberanía popular, la representación y participación políticas. Todos ellos conforman una especie de substrato común de esta Modernidad hispanoamericana, que se expresa mediante transformaciones con modalidades, ritmos y temporalidades sociales múltiples que no se sujetan, en su diacronía, al paso diario reseñado por la crónica o la larga duración de las civilizaciones y refleja la coexistencia de estructuras procedentes de diferentes épocas históricas, consecuencia tanto de los influjos del exterior como de las dinámicas de la heterogeneidad interna, social y territorial.

Numerosos escollos han debido superar los historiadores políticos, desde aquel primer estrato de pesquisas acotadas al análisis de las ideas que las élites expusieron en impresos (manifiestos, diarios, libros), estudios donde los procesos políticos y sus conexiones sociales parecían ausentes (Sábato, 2003: 14-15). También han dejado atrás el abordaje del pasado desde una historia política episódica, desvinculado de las áreas económicas, sociales, jurídicas y culturales, para convenir en la necesidad de combinar perspectivas complementarias capaces de analizar fructíferamente la praxis política de nuestra región (Soriano, 2004: 16-19).

Podemos partir de reconocer la existencia, desde la génesis de los procesos hispanoamericanos, de una confluencia de intereses locales e influencias externas, cuya mezcla había “[…] ido gestando, en suma, la representación de una realidad deseada y posible, la idea de la obra, el proyecto institucional que permitiera a aquellas sociedades dar un salto de nivel histórico […]” (Soriano, 2004: 47). Semejantes saltos civilizatorios resumen, como peculiaridad de la historia de Hispanoamérica, la impronta de procesos combinados de institucionalización y transculturación (erigidos entre la asimilación e imposición, por un lado y la integración o adopción por el otro) que se saldaron, en la dimensión política, con dos procesos relevantes de institucionalización: el acometido en los albores de la colonización —siglo XV— y el que antecede la ruptura independentista, en los últimos lustros del siglo XVIII e inicios del XIX.

Ello conllevó el desarrollo de sendos procesos donde el tránsito institucional se tradujo en un cambio de principios rectores, mentalidades, conductas, que requirió un tiempo de asimilación, acomodación y ajuste (Soriano, 2004: 100). Las diversas instituciones políticas, administrativas y jurídicas, en tanto creaciones humanas despersonalizadas o impersonales destinadas a cumplir una función necesaria para el mantenimiento del orden social que objetivan, formalizan y hacen rutinaria la convivencia política y generan procesos de estabilidad y durabilidad de amplio impacto, devinieron un factor esencial en el desarrollo político de las futuras naciones. Desarrollo político que, en su despliegue, conlleva pautas de extrañamiento entre una realidad efectiva y otra formal (realidades que coexisten en una relación de contradicción e interdependencia), lo cual favorecerá las tendencias voluntaristas e impactará las sucesivas modificaciones del ordenamiento constitucional.

Junto al desarrollo de las instituciones, serán las sociabilidades —actuantes en los espacios públicos— otro elemento que marca la impronta del cambio histórico. Como locus diversos (nunca uniformables en la idea de una esfera pública ilustrada, política o literaria) éstas no se redujeron a las formas contemporáneas de comunicación y sociabilidad. Y en no pocos lugares, junto a las nuevas demandas de emancipación y soberanía, nacerán impregnadas de ideas unanimistas, de temor a la disidencia y apaciguamiento público o perpetuarán valores y prácticas del Antiguo Régimen (Guerra y Lempérière, 1998: 14-17).

El sujeto que “habitaba” semejantes instituciones y espacios públicos no podía ser otro que un ser en tránsito a la conversión en ciudadano moderno. Ciudadanía constituida, en las jóvenes repúblicas, con la cantera de los miembros más selectos de toda la población, acogiendo los nativos no sujetos a formas de servidumbre personal. Estatuto que frecuentemente se homologaba, ante el peso de la tradición clásica, a la condición de “vecinos”, a partir de los orígenes predominantemente urbanos de estos últimos (Guerra, 2003: 44-47).

Empero, debe destacarse que las independencias produjeron, poco a poco, una noción de ciudadanía más amplia que el propietario lockeano y cercana al citoyen francés de 1789 (Guerra y Lempérière, 1998: 19) y propiciaron que el sufragio se extendiera más rápido en el Nuevo Continente que en Europa, como resultado de las amplias poblaciones participantes en las rebeliones nacionales a las cuales se hacía imposible desterrar de este derecho.[2] No obstante dichas elecciones, que devendrán prácticas replicadas a diversos niveles, estarán capturadas por cacicazgos capaces de estructurar redes y clientelas en cuyo seno los votantes no se asumirán como sujetos individualizados sino como parte de una masa.

Dentro de este escenario, los partidos políticos serán facciones en pugna, lo que se agrava en tanto la ciudadanía se compone y equipara con la gente armada, lo cual echa leña al fuego de las guerras civiles en todo el siglo XIX. En muchas de las noveles naciones las elecciones se orientaban a legitimar el poder establecido y a reciclar los representantes de éstos, los cuales, una vez electos, no se concebían como reflejo de la convulsa heterogeneidad social y árbitro de los conflictos interclasistas, sino como constructores, Estado y Constitución mediante, de una comunidad política nacional rectorada por élites patricias. Por ello, al obrar según una Voluntad General que decían encarnar (Guerra, 2003: 52-53) los representantes no favorecían una auténtica libertad de prensa ni un debate plural en los órganos de gobierno, sino que desarrollaban acuerdos entre las élites o labores de adoctrinamiento, mediante el uso de una prensa propagandista y educadora.

La noción de Voluntad Nacional, tan invocada, se va a depositar en los representantes de la nación reunidos en Asamblea, en cuyo seno (y no en los espacios públicos o las parroquias) se dará cauce a formas de deliberación efectiva y vinculante. Los bisoños parlamentarios (nombrados en base al mérito y la renta, pero no como producto de elecciones competitivas, con campaña y candidaturas individualizadas) expresarán una misión de representar a la comunidad como deber y servicio (Guerra, 2003: 54) sin concebir el foro que les reúne como agregado objetivo de voluntades necesariamente parciales. Por su parte, las Juntas parroquiales, integradas por los vecinos y combinando los principios del sorteo y la elección (Aguilar, 2000: 136), van a elegir los miembros de la administración local, realizando funciones similares a las cumplidas por las estructuras homólogas de nivel provincial, con la salvedad de que en estas últimas sus integrantes sí debían estar alfabetizados y ejercer el voto en estricto secreto (Annino, 2003: 69).

El multilingüismo político de los próceres y procesos independentistas y el carácter híbrido de los instrumentos institucionales, que adoptarán las nuevas repúblicas hispanoamericanas, permiten comprender tanto los diversos significados y alcances de los ideales republicanos en la región, como las dosis de ambivalencia y escepticismo existentes respecto a la noción misma de república, complicando la hegemonía discursiva alcanzada por esta noción. Se asistiría, como concreción de esta agónica búsqueda, al triunfo de verdaderas repúblicas epidérmicas o aéreas que asumen los atributos republicanos —elecciones, representación, constituciones— sin encarnar a cabalidad sus contenidos —derechos, igualdad, participación (Aguilar y Rojas, 2002: 72-82).

Buena parte del andamiaje conceptual que los próceres y pensadores encontraron en la tradición anglosajona, poseía versiones propias en la tardía y heterodoxa ilustración hispana —teñida de catolicismo anticlerical— o en aquel liberalismo gaditano que algunos americanos ilustres defendieron en la primera etapa de los procesos emancipadores. Aunque la Constitución de Cádiz se erigió como modelo recurrente para el diseño de la ley fundamental de las naciones de Hispanoamérica, las nuevas repúblicas tomarán disimiles patrones y los mezclaron de forma diversa, en tanto las urgencias de sus constituyentes los llevaban a ponderar los manuales prácticos por delante de los tratados si bien no siempre se libraron del excesivo teoricismo y la idealización de sus poblaciones (Aguilar y Rojas, 2002: 351-352).

Las urgencias del cambio político, y la precariedad del sustrato socioeconómico sobre el que éste se desplegaba, generó tensiones sobre los procesos de desarrollo institucional y de fortalecimiento de los espacios públicos, que se saldaron con la presencia del voluntarismo, consagrado como un rasgo distintivo de la política hispanoamericana. Dicho voluntarismo, en tanto manifestación deliberada de una voluntad de acción, poseyó en ocasiones un cariz institucionalizador y racional, capaz de llenar los vacios, desfases y deficiencias del panorama postindependentista. Pero, con nociva frecuencia adoptó rasgos personalistas y arbitrarios, emergentes en una situación de crisis social, para servir a ambiciones personales y resultar inversamente proporcional al desarrollo institucional y retardatario de las fuerzas emancipadoras que lo impulsaron originalmente (Soriano, 2004: 42-48).

Después de presentar estos presupuestos generales, esta serie de artículos desarrollará su línea argumental bajo las siguientes ideas:

1. De 1810 a 1830 se dio un proceso que, mezclando separación de la Corona, búsqueda de nuevas soberanías y conflictos civiles prolongados, culminó en las independencias hispanoamericanas, la construcción de la nación y república modernas. Este proceso fue, en cada contexto, un fenómeno que vinculaba la forja de la comunidad nacional en tanto proceso sociocultural racionalizado (y racionalizador) y el desarrollo institucional e ideológico como fenómeno político.

2. Dicho proceso supuso una tensión no resuelta entre la necesidad de organización, estabilidad y orden y las demandas de igualdad, derechos y participación política, que contrapuso élites y masas, centros urbanos y periferias rurales o ciudades del interior, dilema al que se le ofrecieron respuestas desde las ideologías republicanas, liberales y conservadoras vigentes.

3. Entre éstas, el republicanismo, en toda su rica complejidad, devino el proyecto político hegemónico durante la primera mitad del siglo XIX, interactuando con (y nutriendo a) el ideario liberal temprano y las corrientes conservadoras, para abrir el cauce tanto a las políticas emancipadoras y ciudadanizadoras como iniciativas personalistas y homogeneizantes, cuya impronta marcaría el resto de la centuria en el continente.





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