Los (modernos) derroteros de la Nación en Hispanoamérica
Las problemáticas centrales en las primeras etapas de Hispanoamérica están relacionadas con la organización de las grandes colectividades y las nociones a éstas vinculadas: la nación, la soberanía y la representación
Desde mediados del siglo XVIII y hasta similar fecha del XIX se produce un dilatado proceso de agudización de la competencia internacional y de redefinición de las hegemonías globales (en beneficio de Inglaterra y Francia) que conlleva la captura de las posesiones y mercados periféricos luso-hispanos. La caída de la monarquía española ante la bota napoleónica no sólo significará la muerte de un Imperio decrépito sino también el paulatino declive de los imaginarios e instituciones del Antiguo Régimen, situación que se repetiría a lo largo de Europa Central y Oriental a lo largo de décadas sucesivas.
Sin embargo, la irrupción en Hispanoamérica de las nuevas ideas de la Modernidad ilustrada coexistió con la persistencia del imaginario pactista que —frente a las tesis del contractualismo moderno— propició que las corporaciones y territorios pervivieran como sujetos de representación en el escenario postindependentista, usurpando el sitio que correspondía en toda su plenitud y coherencia a los individuos. Esta convivencia de una cultura política tradicional con otra moderna, liberal y republicana, explica la hibridación de las figuras del ciudadano y el vecino y, ante las excepcionalidades de la gesta, del soldado. Y permite comprender por qué se mantuvieron representantes de las viejas elites en los cargos votados y sobrevivieron, con diversa vitalidad, elementos de los imaginarios tradicionales.
Las nuevas revoluciones, naciones y pueblos nacerán desde las estructuras del Antiguo Régimen, en cuyo seno el gobierno descansaba en el poder real y sus emanaciones, acompañado por las corporaciones, estamentos y poderes locales cuyo accionar persistió, funcional y legitimado, hasta bien entrado el XIX. Estaban ausentes del convite visiones modernas de lo estatal (término equiparado entonces a la esfera de los asuntos exteriores) y de la soberanía popular, que fueran capaces de demarcar las esferas de lo privado y lo público, en sociedades atenazadas por una amalgama de fiscalización moral comunitaria, gubernamental (real y estamentaria) y religiosa sobre el individuo. Siendo las cortes, corporaciones y localidades los espacios de la política, las formas de acción transitaban de la petición, al ejercicio de la influencia, la propagación del rumor, y en casos extremos, la agitación y la revuelta (Guerra y Lempérière, 1998: 111-114). Durante la mayor parte del período colonial, en amplias extensiones de territorios y poblaciones locales, la crítica a la banalidad del funcionariado coexistió con el reconocimiento dispensado a la figura real como mediadora de conflictos, defensora de la religión y protectora del bien común de sus súbditos, a la cual se le censuraba tan solo (y en contadas ocasiones) el ejercicio tiránico del poder.
Por demás, en la colonia la letra impresa —crucial para la estructuración de una esfera y opinión pública de incidencia políticas— estaba controlada y se concebía como una suerte de privilegio gubernamental y de elites, por lo que se le complementaba (y confrontaba) popularmente mediante el empleo de bromas, pasquines y rumores. En el contexto oficial “La publicación (…) no pertenecía al campo de la opinión sino al de la información útil, necesaria y de la celebración colectiva” dejando un legado de autoritarismo y censura que perduraría incluso después de la Independencia, cuando los nacientes estados trataron de limitar las libertades de prensa y expresión en provecho de la reorganización del poder y sus nuevos gobernantes. (Guerra y Lempérière, 1998: 67). Así la peculiar modernidad política americana va a nacer sosteniendo enfoques comunitarios de la vida social (Geimenschaft antes que Geisellchaft) con una fuerte tendencia hacia el autogobierno y recurrentes dificultades para pensar un relacionamiento diferenciado estado y sociedad civil, típico del pensamiento burgués clásico.
Coexistiendo con las influencias de la Revolución de las Trece Colonias de Norteamérica (1776), la Revolución Francesa (1789-1794) y la invasión napoleónica de España, en las colonias americanas comenzó el fermento emancipador que haría realidad el ideal de la independencia. Aunque los pronunciamientos de 1810 fueron básicamente intentos de alcanzar una especie de autonomía dentro del Imperio hispano, la dinámica rápidamente desbordó cualquier previsión conservadora y pronto se situó ante los criollos —que integraban ambos bandos en pugna— el dilema de la emancipación nacional (Lucena, 2010). Por entonces, las condicionantes de más diverso signo (económicas, ideológicas, y por supuesto, clasistas) darían vida a diferentes formas de concebir el nuevo orden emergente, con matrices modélicas divergentes entre sí, pero coincidentes en un punto: la demanda de fundar nuevas formas de soberanía y organización sociopolíticas y territorial como resultado no previsto de una “Crisis masiva estructural en las sociedades imperiales españolas trasplantadas a América (…) que provocó el surgimiento de un proyecto nacional en cada uno de los países” (Barrón, 2002: 247).
A partir del proceso de expansión del sistema mundo capitalista, el desarrollo de la producción y la cultura adquieren grados de integración planetaria, bajo la égida del capitalismo europeo, acelerando los ritmos evolutivos, los ciclos de agitación revolucionaria y la expansión de nuevas ideologías allende el Atlántico. Dentro de la modernidad, la dimensión política sufre una mutación radical expresada en el “(…) triunfo, o por lo menos la extensión de una serie de figuras abstractas —nación, pueblo, soberanía representación, opinión— que contrastan con el carácter mucho más concreto de los actores de la política antigua y, con ellos, la aparición de nuevas prácticas políticas” (Guerra y Lempérière, 1998: 131). Central resultará en ese escenario la victoria de la soberanía popular y, con posterioridad, la figura de la nación como elemento reorganizador de todo el campo político. (Pérez Vejo, 2010)
En ese sentido, serán los divergentes proyectos políticos los que definan, en cada región del sistema colonial, los contornos precisos de cada protonacionalismo. Se trata de un asunto eminentemente moderno y racional (no universal) toda vez que la nación moderna es un constructo de convicciones, fidelidades y solidaridades de personas que se reconocen mutuamente deberes y derechos (un estatus de ciudadanía) en virtud de su común pertenencia a una colectividad mayor (Gellner, 1991: 20) Como creación cultural de origen histórico preciso —aunque capaz de florecer en una diversidad de contextos— la nación moderna resulta un ente político imaginado y construido (Anderson, 2007: 23-25) pero nunca una suma mecánica y ahistórica de territorio, cultura y etnia.
Hacer frente a la inestabilidad poscolonial fue el gran dilema de aquellos republicanos y el punto de mayor divergencia entre ellos, toda vez que “la creación de identidades políticas nacionales en América Latina, durante la primera mitad del siglo XIX, fue un proceso sumamente complejo que, en efecto, demandó de las nuevas élites un esfuerzo de ingeniería simbólica para imaginar e incluso inventar las nuevas naciones” (Rojas, 2009: 34-35). Una vez consumada las independencias hispanoamericanas, el nuevo —y precario aparato estatal— comienza a enfrentar las grandes tareas de procurar el orden social y asegurar su propia seguridad y reconocimiento dentro del orden internacional. De esa forma aparece un nacionalismo oficial —con ritos, panteones y leyendas— reforzado por la contradicción con la antigua metrópolis y sus intentos de reconquista, que construye la idea de una nación afirmada, y definida, en buena medida por su contraposición al adversario exterior. Lo cual, al confluir con la relativa debilidad de los sectores medios y populares para generar políticas autónomas respecto a las elites, propició la baja incidencia de las demandas sociales internas en la conformación y políticas del Estado nacional (Guerra y Lempérière, 1998: 132).
Las “comunidades imaginadas” y republicanas que surgen en las Américas compartirán, pese a los localismos de variada importancia, elementos claves basados en la historia, la lengua y la cultura (Anderson, 2007: 76-77). Sus proyectos de integración política y los foros e instituciones intentados para ello —como el Congreso de Panamá (1826)— se inspiraron en la localización de enemigos (Fernando VII y la Santa Alianza) y aliados más o menos confiables (Gran Bretaña y Estados Unidos) y compartieron el argumento de que América Latina era una región culturalmente discernible dentro de Occidente (Rojas, 2009: 35-38). Las élites independentistas también compartirán el temor de los sectores conservadores a rebeliones populares acaudilladas por representantes combativos de las clases medias, lo que mediatizaría la agenda de cambios a pesar de los discursos inspirados en la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano. Pese a ello, con la formación de estos jóvenes estados, se va a concretar una idea de nacionalidad antes que ello ocurra la mayor parte de Europa, por lo cual “(…) los movimientos de independencia en los países de América se convirtieron, en todo lo que se escribió al respecto, en “conceptos”, “modelos”, y en realidad en “proyectos originales” (Anderson, 2007: 121) para los emancipadores de 1830 y 1848 en el Viejo Continente.
Resultan problemáticas centrales en las primeras etapas de la Hispanoamérica insurgente aquellas relacionadas con la organización de las grandes colectividades y las nociones a éstas vinculadas: la nación, la soberanía, la representación. Había que llenar a marchas forzadas y con los vaivenes de las coyunturas, el vacío geopolítico y cultural resultante tras el desmoronamiento de la Monarquía y su dominio colonial, para poder redefinir la estructura política y territorial, y sus heterogéneas poblaciones española y americana (Sábato, 2003: 36-37). La complejidad y los traspiés de este proceso, hizo que una cierta “cultura de la frustración acompañó el proceso de edificación de estados nacionales hispanoamericanos, ya que las élites intelectuales y políticas de la región partían de un credo ilustrado que representaba las ciudadanías como sujetos no preparados para la vida en república” cuya incidencia generó en dichas élites “una relación compleja con sus propias comunidades, a las que veían, a la vez, como sujeto y obstáculo para la edificación de los estados nacionales” (Rojas, 2009: 319).
De 1810 a 1824 estallará un conjunto de rebeliones diversas y masivas, que las respectivas élites “nacionales” intentarán conducir y encauzar a través de diferentes formatos constitucionales. En estas gestas la relación de fuerza entre las diversas ciudades y regiones subordinadas fue crucial al determinar el tránsito a un modelo federal o unitario de nación, cambiante incluso en un mismo contexto en diferentes momentos del dilatado proceso histórico (Galeana, 2010). Y los equilibrios entre las elites propietarias y sus intelectuales orgánicos definirán el predominio de las disimiles corrientes ideológicas dentro del proyecto emancipador de cada región, tras el fondo común de un Imperio que se desmorona.
Dentro del vasto panorama regional las élites estaban divididas. Para una burguesía comercial portuaria, como la del Río de la Plata, vinculada al latifundismo exportador, la solución apetecible parecía ser (ante la benéfica impronta de la experiencia borbónica) una monarquía constitucional, erigida sobre una Asamblea de propietarios blancos. Los moderados o girondinos, miembros de la burguesía agraria, aspiraban a una reedición sui generis de la experiencia burguesa europea, logrando el disfrute elitista de las libertades de prensa, comercio y cambio, y la privatización de las tierras del estado oligárquico y la vieja aristocracia. Por último, las fuerzas radicales, jacobinas, claramente republicanas, democráticas y abolicionistas, se oponen al latifundio y al poder de la Iglesia y apuestan por otorgar un mayor papel al Estado.
En Hispanoamérica se dieron procesos congruentes, en su peculiaridad regional, con los cánones del nacionalismo radical y popular. Aunque ello no se tradujera necesariamente en democratización, los nacientes proyectos estaban “ligados al bautismo político de las clases bajas (…) en su versión más típica, esto adoptaba la forma de una clase media inquieta y una jefatura intelectual que trataban de agitar y dirigir las energías de las clases populares en apoyo de los nuevos Estados” (Anderson, 2007: 74). Mas, si descontamos la experiencia particularísima del Paraguay decimonónico, la existencia de movimientos populares dirigidos por jacobinos —Hidalgo, Artigas, Louverture— aportó magros resultados pues fueron fenómenos puntuales de alcance regional, con limitada base social y precaria sustentabilidad económica, que concitaron el rechazo y la oposición de las élites criollas, las mismas que desconocían, en el nuevo ordenamiento que se habían construido a sí mismas, cualquier proyecto emancipador de las poblaciones de esclavos e indios. De ahí que a diferencia de sus competidoras esta corriente no pudo gozar de un margen estable para verse materializada.
Por ello, en los albores de su existencia independiente, las naciones de América Latina, se encontraron ante pocas e inexploradas alternativas. El régimen representativo reducía su eficacia en un contexto heterogéneo, con población diversa, ante la creciente dependencia de algunos países al mercado mundial y el atraso generalizado del resto, con un problema agrario irresuelto y la ausencia de una clase media fuerte. Y las nuevas instituciones e ideologías servirán, durante mucho tiempo, como utopías legitimadoras del caciquismo, la anémica participación ciudadana y la difusa separación entre republicanos, liberales y conservadores, muy lejos de las promesas originarias de emancipación.
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