Daño Antropológico, Becas, Mal
De la «Banalidad del Mal» al «Daño Antropológico» (III)
Tercera y última parte de este trabajo
Aunque el llamado daño antropológico —o si se prefiere, el mal convertido en algo fútil, trivial— puede haber comenzado casi desde los inicios del proceso involucionario con el canje de símbolos, referentes, nombres, fechas, fusilamientos “express” y encierros que harían palidecer a Edmundo Dantès, no es hasta la mitad de los setenta que el cambio cognitivo de toda la sociedad se hace “carne”; se corporiza en toda una generación de cubanos, aquellos nacidos un lustro antes y poco después de 1959.
Para entonces, una masa de decenas de miles de chicos que habían alcanzado la mayoría de edad, o estaban muy cerca de ella, fueron el material de estudio. El experimento de reestructuración se llamó Hombre Nuevo, y el laboratorio, la Beca. Esto último incluyó a cientos de miles de jóvenes y escuelas en el campo de secundaria básica y preuniversitario, los Camilitos atendidos por las Fuerzas Armadas, las escuelas formadoras de maestros y las vocacionales, en cada provincia. La intención, declarada sin disimulos, era lograr en los jóvenes una “personalidad comunista y revolucionaria” sin los vicios pequeños burgueses del pasado, sin los anticuados valores de las familias. El Estado-Beca, Padre-Gran Hermano, sería, según Silvio Rodríguez, “semillero, cuna de nueva raza”.
Hombre Nuevo y Beca son pares dialecticos que la historiografía y la sociología del futuro deberán estudiar con esmero, desprovistos, en lo posible, de estancos ideológicos. No existe un ejemplo mejor de daño antropológico, consciente y bien organizado, que aquellas becas; cómo operó la reestructuración cognitiva de cientos de miles de cubanos que hoy peinan canas —y todavía hay quien se pregunta por qué la Continuidad y la mediocridad de sus protagonistas.
El proceso de restructuración —similar a lo que sucede con las sectas— comenzaba alejando al joven de la familia y el entorno donde había crecido. Una vez reducida la comunicación con el exterior —el “pase” apenas duraba 24 horas a la semana—, el bombardeo de información alternativa iba desde los libros de texto donde era reescrita la historia y la cultura según los “asesores metodológicos” hasta los círculos de estudio donde se discutía cada discurso del Difunto.
La primera gran disonancia se daba en los albergues y en la vida interna de las becas. El primer “ruido” podía ser el galletazo de uno de los “instructores”, un cubo de agua vertido en la madrugada para secarlo a colcha y trapeador, una “guardia vieja” después del silencio, un quedarse sin pase porque alguien protestó, o le robaron la corbata —“lo siento, alumno, se hubiera robado una usted también”.
Aquellos “instructores” eran estudiantes desfasados de los estudios, muchos de raza negra, provenientes de hogares disfuncionales o delincuenciales; al estilo de una prisión, controlaban la disciplina, léase, humillar y aplastar a chicos “bitongos” salidos de sus hogares. Los padres, en tanto cómplices o no, simulaban creer que con sus hijos moldeaban al Hombre Nuevo; Adanes nuevos que la Biblia, escondida ahora en el trastero, había prometido. La Beca era el convento de nuevo tipo. Los maestros Makarenko y Manuel Ascunce, los diferentes y dedicados frailes dominicos.
Después de las primeras disonancias, seguía un proceso de adaptación o reordenamiento de ideas y emociones que los jóvenes debían hacer si querían permanecer en las becas. Uno de esos “reacomodos” fue a aprender a dejar de ser uno mismo. Se tenía claro por los formadores que el Hombre Nuevo debía “dejarse guiar” por un líder que “se las sabia todas”. La crítica era en “tiempo y forma” —tiempo y forma decididas por el líder. La Involución, sagrada, era “más grande que nosotros mismos”.
Para eso se enseñó a votar a la manera “nueva”. El profesor o el de la juventud comunista venía con la “propuesta”: un candidato que la dirección de la escuela y los “factores” escogían, no importaba si caía mal, era pésimo estudiante, un bandido. Los estudiantes solo debían levantar la mano para aprobar la candidatura; la abstención era vista con recelo —y todavía hay quien se pregunta por qué en la Isla la gente sigue votando “Sí” a todos los candidatos de la boleta.
El Hombre Nuevo, además, debía “diluirse” en la masa. El llamado “centralismo democrático”, un concepto marxista, hacía que la minoría, aunque tuviera razón, fuera anulada, incluso escarnecida. En ese instante de “flaquezas” y “debilidades ideológicas” cobraba vida el chivato. El delator, capaz de “echar pa’lante” a su madre, era encumbrado a la condición de héroe. Denunciar la flojedad o los “problemas ideológicos” de un compañero de clases o de un amigo cercano se llamaba “combatividad revolucionaria”; era premiada con el carnet de la Juventud o un cargo para oprimir a sus mismos camaradas –y aun alguien se pregunta por qué sobreviven los CDR, y cómo atraparon a la mayoría de los manifestantes del 11J.
Desgraciadamente para los comunistas, hay algo en el ser humano que ellos no acaban de comprender —o no les conviene hacerlo. Y es que el hombre nace libre, con voluntad propia, y espíritu irreductible. Muchos de aquellos “hombres nuevos”, a quienes pretendieron borrarles los juicios morales, la curiosidad cultural, las buenas y viejas costumbres trasmitidas de generación en generación en familia, fueron sufriendo un proceso de “desestructuración”. Pretendiendo “fabricar” seres humanos solidarios los hicieron egoístas y hedonistas, ensayando formar individuos fieles al líder y sus dictados, lograron un hombre díscolo, rebelde con poca causa; insistiendo en la materialidad y la ausencia de lo trascendente, de Dios, obtuvieron ciudadanos que no creen en nada ni en nadie; y también, para disgusto del comisariato comunista, otros que se convirtieron en los sacerdotes y los obispos de la Cuba actual.
Dos eventos y un cisma marcan el final filosófico del castrismo y el proceso de derrumbe de la “programación” del Hombre Nuevo: las Causas Número Uno y Dos; y la caída del campo socialista con el consecuente y mal llamado Periodo Especial. Los juicios y fusilamientos de altos oficiales pusieron en evidencia la podredumbre de las elites, algo que ha crecido de manera exponencial con los años. La debacle del socialismo estalinista dejó sin discurso —y sobre todo sin recursos— al castrismo totalitario. El cisma —insisten que es una continuidad— fue la muerte del Líder. De eso no se han recuperado ni lo podrán hacer jamás. El Difunto hizo daño a su medida. Toda la maldad de que fuera capaz un cerebro privilegiado se puso en función de controlar un pueblo y morir en una cama. Su hermano quiere imitarlo. Solo hace falta que el Designado aguante un poquito más.
Creo que el mensaje optimista que encierra el llamado daño antropológico es como una guía para trabajar en la desconstrucción del pretendido Hombre Nuevo, quien por demás apenas existe hoy en maqueta. Por eso el deterioro puede ser reversible. Hay reservas morales en espera de oportunidades para hacerse ciudadanos reales; el exilio es un ejemplo de ello. La Gran Noche ha sido una experiencia correctiva: sabemos lo que está bien, lo que siempre estuvo mal, lo que no debe repetirse. Vimos en el 11J a miles de hombres nuevos, quizás con secuelas del daño producido por medio siglo de manipulaciones y privaciones, tomando las calles, gritando libertad, y abajo la dictadura —y todavía hay quien asegura que en Cuba se han acostumbrado a trivializar el Mal.
Cantaría Carlos Varela en Foto de Familia sobre el fracasado Hombre Nuevo: “Y descubrimos con desilusión/Que no sirvió de nada/De nada/o casi nada/Que no es lo mismo/Pero es igual”.
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