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Arendt, Eichmann, Mal

De la «Banalidad del Mal» al «Daño Antropológico» (I)

Este trabajo aparecerá en tres partes

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A principios de 1961 la entonces muy famosa revista The New Yorker seleccionó a la filósofa judía Hannah Arendt para cubrir un juicio singular: el proceso contra Adolf Eichmann, el oficial nazi directamente a cargo de la llamada “solución final”, eufemismo para nombrar el exterminio cuasi fabril del pueblo hebreo en Europa.

Escoger a la Dra. Arendt para reportar semejante tarea no fue casual. Además de sus raíces judías y ser ella misma una víctima del nazismo —sufrió cárcel y la privaron de su nacionalidad alemana— había estudiado con importantes filósofos alemanes —Martin Heidegger y Nicolai Hartmann— y sus libros, conocidos en el mundo académico, versaban sobre la libertad humana, el existencialismo, y el fenómeno totalitario —Los orígenes del Totalitarismo, 1951.

Lo que los editores de The New Yorker no pudieron avizorar fue que Hannah Arendt sería capaz de separar sus emociones ancestrales, compromisos existenciales con el pueblo judío, y dar una mirada crítica, objetiva, hacia la conducta no solo del victimario, sino y quizás más importante para el futuro, de las víctimas. Fue precisamente ese abandono de la subjetividad lo que permitió a esta filosofa y política describir lo que hoy llamamos la “banalidad del mal”.

Es necesario contextualizar el juicio a Adolf Eichmann y sus consecuencias. Han pasado tres lustros de los juicios de Núremberg, y se cree que no han sido todos los que fueron, y muchos los que todavía se esconden en países filofascistas. Hay una verdadera “caza de nazis” en el mundo de la postguerra. El Estado de Israel, recién fundado, se bate de tú a tú contra casi todo el Medio Oriente, y ha vencido años antes una coalición de países árabes que han declarado, como los nazis, la extinción total de Israel. Existe estrecha colaboración de inteligencia entre la CIA, y el Mossad —para entonces no muy conocida relación.

Tales circunstancias explican la localización del oficial de las SS en la ciudad de San Fernando, Argentina, y que se convirtiera en un objetivo político de prioridad para el gobierno de David Ben-Gurión. El simbolismo de juzgar en territorio judío al organizador-ejecutor de la Solución Final llevó a los servicios de inteligencia y sus comandos de Operaciones Especiales creadas en 1953, a coordinar el secuestro, a miles de kilómetros de distancia, del victimario. No se trataba solo de un rapto. Había que trasladarlo a Israel en el mayor secreto. Una vez en Jerusalén, anunciar al mundo su judicialización.

En ese contexto Hannah Arendt comienza a asistir a las vistas en abril de 1961, a oír declaraciones de los testigos, conocer las pruebas, irrefutables, sobre la Conferencia de Wannsee de 1942, donde los más altos oficiales de la Seguridad del Reich idearon el traslado y el exterminio en masa de la población judía en toda Europa. Meticulosidad alemana, discutieron la cantidad de personas a eliminar en cada país, las vías de transporte, la ubicación de los campos de exterminio, y los métodos de ejecución. Para la realización del plan seleccionaron a un oficial SS de rango intermedio, sin instrucción apenas, pero un muy eficiente ejecutor, el mayor o comandante Adolf Eichmann.

Y ese detalle fue de los primeros en llamar la atención de la Dra. Arendt. ¿Cómo un hombre sin aparente gran cultura, sin una carrera universitaria o técnica —como sí la tenían muchos oficiales SS— podía llegar a ocupar una responsabilidad de ese tipo? Otro detalle: no existía en la historia personal de Eichmann algo que delatara trastorno de la personalidad, psicopatía criminal o social, ni siquiera inteligencia para el mal, como se observaba en la mayoría de sus jefes. Era un hombre de familia, con hijos, y una carrera militar diríase mediocre.

Adolf Eichmann hubiera podido ser cualquier hijo de vecino. Eso contradecía la muy extendida idea que para ser “malo” u obrar de una manera perversa se necesitan rasgos físicos —Lombroso— o mentales muy alejados del patrón humano de comportamiento general. Tal vez recordaba Hannah Arendt que esas mismas caras y declaraciones auto exculpatorias las había visto en Núremberg, donde asesinos de la peor ralea parecían maduros profesores de leyes, o venerables veteranos de guerra quienes simplemente obedecían órdenes.

La reportera-filósofa planteó entonces un concepto que, aunque parece fruto de su madurez intelectual, sin el juicio de Jerusalén puede que no tuviera la misma connotación: la banalidad del mal. La Arendt lo define como un estado donde el ser humano ha perdido la capacidad de discernir el bien del mal, lo bello y lo feo, la verdad y la mentira. Hay una zona de oscuridad moral que de ser tan trivial, simple, ejecuta el daño con sobrada serenidad, incluso con orgullo. Lo peor es que la mayoría de los seres humanos, bajo circunstancias muy específicas, pueden actuar de esa manera. Y no se trata de sentir más o menor placer dañando al otro —como sucede con los psicópatas— sino que es peor: nada importa. Basta con cumplir la orden para sentirse único, útil, en lo “correcto”. Hannah Arendt identificó en el discurso de la banalidad maligna las ‘frases hechas”, el “lenguaje burocrático”, un mundo irreal explicado de manera muy sencillo, pedestre, sin alternativas.

No todo lo visto y escrito por ella fue bien recibido en Occidente. La Arendt descubrió que tanto los victimarios como las víctimas formaban un sistema, y que estas últimas, las llamadas víctimas, en ese caso los judíos, en ciertas ocasiones fueron colaboradores de sus victimarios. No habría otra manera de explicar que quienes desvestían, conducían a las duchas y sacaban los cadáveres hacia los crematorios eran los mismos judíos presos. Ellos llegaron a hacer el “trabajo” de manera casi rutinaria y fría, como los pocos solados alemanes en el campo de concentración.

Luego, explica, al final siempre se trata de una elección moral. Enfatiza la autora el hecho de que incluso en una sociedad totalitaria, el individuo tiene la opción en determinado momento, de optar por el bien, la verdad y lo bello. Lo más interesante, si cabe el término dentro de la perfidia, es que fue el pueblo alemán quien corporeizó la banalidad del mal. Eichmann fue solo un símbolo. Millones de germanos se prestaron para denunciar y maltratar a los judíos, primero, y después a los suyos, a quienes se le oponían al totalitarismo nazi. El pueblo alemán, como cualquiera que haya vivido o viva bajo la férula totalitaria, se convirtió en víctima-victimario. No fueron miles, sino millones los soldados alemanes quienes perpetraron los crímenes más horrendos en nombre de una ideología y del Führer. Y si eso sucedió al pueblo alemán, uno de los más cultos, disciplinados y rebeldes del mundo —ni los romanos lograron su conquista total— poco queda para los demás.

Después de Eichmann en Jerusalén: un estudio acerca de la banalidad del mal, la Dra. Arendt enfrentó numerosas críticas. Pero el mundo de la academia se dedicó a indagar y demostrar lo acertado de sus observaciones. Las investigaciones venían caminando desde los cincuenta, y para la década de los sesenta, conceptos como la “Indefensión Aprendida” de Martin Seligman (1967), comprobó que cualquier individuo puede convertirse en un delincuente moral, y hacer sufrir a otra persona lo indecible si las circunstancias así lo requieren.

En ese sentido, el aporte del psicólogo Leon Festinger con la disonancia cognitiva puede ser muy útil. ¿Cómo se produce el “cambio” en la mente de individuos aparentemente pacíficos, misericordiosos, a seres carentes de esos atributos humanos, capaces de ir contra su propia familia, hijos, padres y esposas? ¿Cómo avanza el proceso de restructuración cognitiva para llegar al “daño antropológico”? ¿Es posible revertir lo que algunos autores caracterizan como “daño” a la cualidad ser persona?


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