Actualizado: 27/03/2024 22:30
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El mercado de la memoria (I)

Transiciones, amnistías y los símbolos del mal: ¿Juzgar el pasado u olvidarlo?

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Si Argentina no está hoy al nivel de España o Chile, no es porque haya fracasado el plan de reconciliación del entonces presidente Alfonsín, sino porque conserva una clase política lamentable.

El 'oasis chileno', por su parte, no comenzó con la pasiva aceptación de la inmunidad vitalicia del ex dictador Augusto Pinochet, sino con el asentimiento de la Constitución pinochetista de 1980 por parte de la actual Concertación Democrática (en el poder desde 1990). La Concertación, en una decisión arriesgada —y criticada por muchos, entre ellos los comunistas—, aceptó utilizar un resquicio legal existente en la Carta Magna para apoyar un plebiscito sobre la continuidad del régimen, según ha dicho el ensayista chileno Eugenio Tironi.

Tras el triunfo del 'no' a Pinochet, Chile se dio un gran baño de olvido que el juez español Baltasar Garzón se encargó de interrumpir en el año 2000. Ya para entonces, la sociedad austral estaba mejor preparada para enfrentar los rigores de la justicia. A día de hoy, la lentitud y los tropiezos de las causas abiertas no han impedido recordar que la impunidad tiene límites.

La guerra de las imágenes

En España, donde en 1978 se produjo una "transición modélica" (no hubo juicios contra los represores de la dictadura y la familia y los bienes de Franco no fueron tocados), parece reabrirse el debate sobre la Guerra Civil y la dictadura, 28 años después de aterrizar la democracia en Madrid. La izquierda alega razones de justicia y reparación para aprobar una ley que reconozca derechos a las víctimas y que recomiende la eliminación de los símbolos franquistas. La derecha, por su parte, avisa de la "peligrosidad" de revisar el pasado.

Lo curioso de ambas posiciones es que, dichas de este modo, no se contraponen. Si bien hurgar en viejas heridas suele ser escabroso, no es criticable que de una vez y por todas desaparezcan de plazas y calles españolas las estatuas de Franco y se trasladen al sitio correspondiente: los museos.

A nadie se le ocurriría mantener en Berlín una estatua de Hitler, para no "destapar" asuntos pasados ni "enfadar" a una de las partes en conflicto. Sostener un doble discurso al respecto es apoyar la idea de dictadores "buenos" y "malos", y una tomadura de pelo hacia las víctimas. Entonces, ¿deberían los cubanos permitir en el futuro un monumento a Fidel Castro en la Avenida de los Presidentes de La Habana? Los hechos relacionados con la polémica escultura Castro en su lecho de muerte, que el artista norteamericano Daniel Edwards pretendía colocar en el Central Park de Nueva York, sólo muestran el principio de lo que será lidiar con una poderosa imagen que perturbará la mente de los cubanos más allá de su muerte.

En este caso, el destino final de la escultura de Edwards, incinerada o arrojada al mar, es lo de menos. Aquí cuenta especialmente el excentricismo de un artista plástico, conocido por regatear publicidad a cualquier coste y que dice haberse enterado ahora de los crímenes del castrismo.