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Constitución

La soledad constitucional y otros demonios

Antes de que el castrismo renovara su constitución (1976), ninguna de las izquierdas llegó al poder en Latinoamérica a lo Castro

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Ante el auditorio del Marc Pavillion (Universidad Internacional de la Florida) Rafael Rojas describió (agosto 10, 2011) que el orden constitucional cubano está aislado, sin conexión latinoamericana ni siquiera con la “nueva izquierda”. Su tendel de exposición (agosto 10, 2011) fue la paradoja de nuevas y viejas izquierdas fervorosas en su apoyo a Castro, pero reacias a copiar su esquema institucional. Así quedó pendiente el problema de por qué. Rojas dio ya la mitad de la solución al plantearlo acertadamente como disyuntiva entre modelo o excepción, en paráfrasis del dilema del Che Guevara Cuba: ¿Excepción histórica o vanguardia en la lucha anticolonialista? (1961).

Castrismo en dos tiempos

Para ganar precisión hay que discernir entre la Constitución socialista (1976) de corte soviético y la Ley Fundamental (1959) que, según el propio Rojas, refrendó la democracia de la Constitución de 1940 “con algunos candados ejecutivistas”. Aquella ley rigió por 17 años junto a otras igual de constitucionales: Reformas Agrarias I (1959) y II (1963), Reforma Urbana (1960) y Nacionalización de la Enseñanza (1961). Habría que determinar entonces cuál imprimió al orden institucional castrista tales giros que, como señala Rojas, João Goulart en Brasil (1961-64), Juan Velasco Alvarado en Perú (1968-75) y aun Salvador Allende en Chile (1970-73) se abstuvieron de reproducirlo, a pesar de sus simpatías hacia Castro, y prefirieron continuar la tradición liberal de sus respectivas constituciones patrias de 1946, 1925 y 1933.

Al parecer este desencuentro no se explica por el horror a lo constitucional soviético, porque la Ley Fundamental (1959) distaba mucho de provocarlo. Tampoco por el horror a lo soviético, ya que al menos Allende y Velasco Alvarado recibían con gusto dinero y armas de Moscú, respectivamente, en proporciones solo por debajo de Castro. Se torna más plausible que Goulart, Velasco Alvarado, Allende y cualesquiera otros llegaron al poder de manera distinta a Castro y en desiguales condiciones sociopolíticas, ergo: tenían que enrumbar por sendas constitucionales diferentes.

Vestuario constitucional

Castro arribó al poder pasando por debajo del arco del triunfo en la guerra civil (1956-58) y enseguida desarmó la estructura burocrática y militar del batistato para montar su propia dictadura, con disfraz de Constitución de 1940, pero entraña de los Estatutos Constitucionales (abril 4, 1952) del régimen batistiano. En El imperio de la ley en Cuba (Ginebra, 1962), la Comisión Internacional de Juristas precisó que la esencia de la Ley Fundamental (1959) “no es lo que mantiene del viejo texto constitucional (de 1940), sino lo que cambia” (página 83), sobre todo por la concentración decisiva de poderes (legislativo, ejecutivo y aun constituyente) en un consejo de ministros. Castro prescindió incluso del disfraz, al proferir (mayo 1ro, 1961) que a su revolución no le servía “ese trajecito de la Constitución de 1940”.

El constitucionalista germano-estadounidense Karl Loewenstein (1891-1973) había publicado ya su Verfassungslehre (Tubinga: Mohr Siebeck, 1959) con clasificación tripartita de las constituciones: normativas (traje jurídico a la medida de la sociedad), nominales (traje demasiado grande) y semánticas (disfraz). No en balde se refirió a Latinoamérica (página 155) como cliente ejemplar de las constituciones nominales. Tal y como la propia constitución cubana de 1940, las constituciones liberales latinoamericanas adolecían de alarde textual en medio de dinámicas sociopolíticas alejadas de sus normas. De este modo aflora el quid de todo análisis constitucional: antes que cotejar textos entre sí deben confrontarse con sus respectivas realidades sociales, como había dejado sentado Loewenstein al distinguir entre constituciones formales y materiales (página 132).

Disolución de la paradoja

Antes de que el castrismo renovara su constitución (1976), ninguna de las izquierdas llegó al poder en Latinoamérica a lo Castro. No podían clonar su orden institucional porque no pudieron aplicar con éxito su método canónico de alcanzar el poder a partir de un foco guerrillero. De ahí que, al hurgar en la paradoja de Latinoamérica, John Mander diera con que —a pesar de las apariencias de “continente en erupción”— era más bien The Un-Revolutionary Society (Nueva York: Knopf, 1969).

Al abundar en la paradoja de la izquierda latinoamericana —tomar partido entusiasta a favor de Castro, pero rehuir de su orden institucional—, Rojas trajo a colación el ejemplo más pertinente: la revolución sandinista (1979) se habría apartado del núcleo totalitario del castrismo —acabado de plasmar en molde soviético por la Constitución socialista (1976)— para continuar la tradición liberal del pluralismo político en Nicaragua.

Desde luego que el ejercicio dictatorial (1934-79) de la familia Somoza había distorsionado bastante esa tradición y tendría que explicarse por qué los sandinistas prefirieron retomarla antes que comenzar ab ovo con la pauta soviética de Castro, quien había contribuido decisivamente al triunfo junto con el Kremlin.

Tal como reveló Ronald Reagan y confirmó Vasili Mitrokhin, archivero de la KGB, a solo dos meses de entrar a Managua el liderazgo sandinista preparó en 72 horas el documento programático Análisis de la situación y tareas de la revolución popular sandinista, que contemplaba transfigurar el FSLN en partido de vanguardia marxista-leninista y propagar la revolución por toda Centroamérica en alianza con La Habana y Moscú. El sandinismo daría pie suficiente para que Robert Hager se atreviera a enfocar la última guerra civil nicaragüense (1980-90) como consecuencia de modelo político fallido antes que injerencia estadounidense (“The origins of the ‘contra war’ in Nicaragua”, Terrorism and Political Violence, Vol. 10, No. 1, primavera 1998, pp. 133-64). Solo que los sandinistas se toparon con mucha resistencia entre la gente, y la “contra” estuvo mejor apoyada por la CIA que las guerrillas anticastristas del Escambray. Aquí ganó Castro su segunda guerra civil (1960-65), pero el FSLN tuvo que negociar la paz e ir a elecciones (1990), que dejarían nuevamente a Cuba como excepción: el único Estado marxista-leninista de América Latina.

Así parece aclararse que hasta la fervorosa izquierda nicaragüense pro-castrista no armó tinglado institucional a lo Castro por inclinarse a la tradición liberal —de constitucionalismo nominal, como advirtió Loewenstein—, sino más bien por no arraigar tal y como se proponían.

Cristalización del problema

Rojas expuso otra versión de la paradoja como entusiasmo por el método castrista de procurar el poder a la fuerza y reticencia a institucionalizarlo a lo Castro. Donde falló el método no cabían constitucionalismos y donde surtió efecto —solo Nicaragua— la correlación de fuerzas era muy distinta. Si la revolución de Fidel Castro se consolidó como excepción tanto en la toma como en la preservación del poder, entonces no podía esperarse que su orden constitucional se enfrascara en diálogo con constituciones nominales del resto de América Latina.

Así y todo Juan Antonio Blanco preguntó a Rojas si la constitución socialista (1976) reformada (1992) y vuelta a reformar (2002) es obstáculo a la transición a la democracia en Cuba o podría más bien aprovecharse para determinadas reformas. La respuesta afirmativa de Rojas en ambos casos es atinada, pero el orden totalitario es obstáculo desde ya por ser la negación misma de la democracia y habría que dilucidar a qué vino entonces la pregunta: el orden constitucional castrista encierra, como cualquier otro, posibilidades de reforma gradual.

El problema cubano ni siquiera estriba en que la constitución castrista tiene ya una cláusula pétrea: el socialismo irrevocable (Artículo 3). El socialismo es noción abierta a interpretaciones y encarnaciones disímiles. No tiene por qué ser —como hasta ahora— lo que diga Fidel Castro, sobre todo después de que no esté. El quid radica en que la democracia sobreviene de dos modos y en contextos diversos: como retorno o instalación ex novo, según Giovanni Sartori (Democracia: cosa é, Milán: Rizzoli, 1987, página 405).

El último medio siglo largo de Latinoamérica (México aparte) está marcado por el retorno. En el peor caso (Cuba aparte), Alfredo Stroessner Matiauda (1912-2006) se aferró al poder por 35 años (1954-89). Además de plusmarca en el tiempo, la dictadura de Castro no tiene parangón por haberse desparramado de arriba abajo en la pirámide social. Su poder efectivo y legado no es tanto su Estado totalitario como su constitución material entre cubanos para configurar una ciudadanía conformista. El castrismo ha durado demasiado e hizo tabula rasa. Si transición a la democracia en el resto de Latinoamérica significó salir de la dictadura, en Cuba significa entrar a lo desconocido. La euforia inicial de hablar o gritar, protestar y votar por la libre nada tiene que ver con el orden democrático. La pregunta sería más bien si la cosa es de injerto o transición.


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