Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Padecimientos estructurales (I)

Si la economía cubana recibió más dinero que Europa con el Plan Marshall, ¿por qué hoy es un auténtico desastre?

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Excesiva centralización

El totalitarismo cubano copió al carbón casi todas las instituciones económicas de la antigua URSS, asignándole a la Junta Central de Planificación la tarea de distribuir recursos entre los diferentes ministerios y al Instituto Cubano de Investigaciones y Orientación de la Demanda Interna, la tarea de determinar los precios de venta a nivel nacional en los diferentes mercados mayoristas y minoristas.

Sin embargo, un precio determinado por un burócrata estatal difícilmente refleja los factores de escasez que afectan los insumos para su producción y mucho menos permite el cálculo correcto de su demanda final. De ahí que el irracional sistema de precios y de distribución de recursos que ello ocasiona, produzca tanto la sobreproducción de artículos de baja demanda, como la subproducción de artículos prioritarios en las preferencias del consumidor; es decir, la imposibilidad de lograr una coordinación armoniosa entre las preferencias del consumidor y las intenciones de los productores.

Esa falta de coordinación consumidor-productor explica tanto las razones por las cuales escasea el papel sanitario como una tirada del periódico Granma mucho mayor que la que desea el consumidor. También explica la escasez de vivienda y el exceso de búnkeres militares. La realidad es que cuando la burocracia determina los precios arbitrariamente y la distribución de recursos de acuerdo con sus prioridades, tanto la materia prima de los primeros bienes (el papel), como el cemento, los ladrillos y las cabillas para hacer los segundos, termina en manos de aquellos productores que no escogerían unos consumidores con libertad de elegir, obligando a que se produzca un reajuste por los mecanismos del mercado negro.

Por eso, en las condiciones distorsionadas de la economía, el consumidor termina utilizando el periódico oficial del Partido Comunista como el sustituto preferido del papel sanitario, y los trabajadores de las obras del Ejército, robándose los materiales necesarios para acometer la construcción clandestina de viviendas. Al final se produce una redistribución gobernada por las necesidades del mercado, a pesar de los deseos de la burocracia y las medidas disciplinarias, que intentan impedir que ello ocurra.

De ahí que la única forma de mejorar la distribución de recursos, que las materias primas se encaminen en la dirección que desea el consumidor y no se produzcan tantos ajustes traídos de la mano de la escasez, sea la liberación del mecanismo de precios, la restauración de la autonomía empresarial y de agencia, y la expansión del grado de libertad económica.

Ese ajuste estructural permitiría que los productores puedan responder eficiente y directamente a los estímulos que registra el consumidor en un mercado libre y lograr que los recursos se distribuyan de una manera armoniosa con las preferencias del consumidor; además de desestimular la corrupción y el desvío de recursos.

Despilfarro millonario

Mientras no se reintroduzca el mecanismo de mercado como principal instrumento distribuidor de recursos, mediante el accionar de un mecanismo de precios libres, no se va a terminar la escasez crónica de los productos y servicios que desea el consumidor, ni se va a poder minimizar la corrupción. Y es que el mecanismo de precios libres es una correa transmisora casi perfecta de información entre los productores y los consumidores que no puede ser sustituida efectivamente por ninguna burocracia con prioridades y preferencias muy diferentes.

Ya lo había advertido Joseph Schumpeter en su obra Capitalismo, Socialismo y Democracia, donde aducía que la planificación socialista no podía funcionar en ausencia de ángeles. Y Ludwig von Mises, quien advirtió claramente en toda su obra que no sería posible establecer una correlación clara entre el esfuerzo del trabajo y sus resultados concretos, y entre la inversión de capital y la expectativa de ganancia, bajo el estatismo y la centralización burocrática.

Esa batalla de ideas en la historia del pensamiento económico fue ganada por Hayek, Schumpeter y Mises desde los años treinta del siglo pasado. Ahora lo único que puede hacerse es escribir un parte de guerra sobre la derrota de la centralización como medio de gestión, mucho más después del fracaso rotundo de la planificación centralizada y la estatización y el centralismo en todas las economías del mundo.

A pesar de la retórica, la experiencia empírica demuestra que muy pocas cosas son tan económicamente costosas como la excesiva centralización. Por ejemplo, el totalitarismo cubano ha invertido miles de millones de dólares prestados, mucho más que lo que recibió Europa Occidental de Estados Unidos durante el Plan Marshall, pero sus proyectos inversionistas han terminado produciendo verdaderos desastres, con poco o ningún valor agregado, generando inmensas deudas con pocas probabilidades de cobro para sus acreedores.

La lista de fracasos inversionistas del totalitarismo cubano es extensa: el plan del café caturra, la Zafra de los Diez Millones, el desecamiento de la Ciénaga de Zapata, los experimentos genéticos en la ganadería, la construcción descontrolada de represas por todo el país, la masiva inversión improductiva en el sector de la biotecnología, la tala de frutales con tanques y buldózeres para "diversificar" la agricultura, la importación de industrias tecnológicamente obsoletas de Europa del Este, el intento de convertir la Isla en una potencia médica y otras alucinaciones salidas de la económicamente trasnochada cabeza del Comandante, como el plan de un pollito para cada ciudadano, la aberración de la vaca enana y la idea de meter las cabezas de las vacas en aire acondicionado para que dieran más leche.

Tal despilfarro de recursos no tiene nada que ver con el embargo norteamericano y sí mucho con el deseo de perpetuarse en el poder, con independencia del costo de oportunidad económica. ¿Quién se atreve a asegurar que los recursos obtenidos del extranjero desde 1959 no hubieran sido invertidos mucho más eficientemente por el sector privado, generando con ello mayores niveles de bienestar material, empleo e ingreso para la población? Realmente, hay muy pocos ejemplos en la historia de la humanidad comparables con la fiesta de derroche que ha sido el continuado desastre de la economía cubana por casi cinco décadas.

Un caso típico

Un ejemplo reciente es lo que ocurre en el sector del transporte público, donde a pesar de las constantes inversiones millonarias del pasado y la destitución cíclica de ministros y viceministros, cada día se hace más difícil alcanzar un mínimo nivel de funcionalidad y perdurabilidad, que se refleje en la contracción del tradicional despliegue de masa humana en cada parada. ¿Qué joven no ha corrido desaforadamente detrás de una guagua que frena, si es que lo hace, a más de cien metros antes o después de la parada?

¿Puede ese nuevo gasto de 40 millones de dólares para comprar 1.148 nuevas guaguas chinas de 2007 a 2009, partirle el espinazo a la crisis del transporte? Lo más probable es que el estado deplorable de la infraestructura, unido al efecto negativo de las relaciones de propiedad y gestión que estimulan indirectamente el maltrato de los equipos, se combinen de forma diabólica para convertir esas guaguas chinas en chatarra inservible, en un período mucho menor a la estimada vida útil del equipo.

Según reportes recientes de la prensa independiente aparecidos en Cubanet, la televisión cubana "mostró imágenes de autobuses con parabrisas, ventanas y ventanillas rotos, asientos con forros arrancados y otros daños", sin precisar qué porcentaje de la flota ya se encuentra dañada. La crisis del transporte se arregla con reestructuración, no con represión.

¿No tendría más sentido entregar los ómnibus a crédito a empresarios particulares y trasladar a estos el costo de mantenimiento y la amortización del equipo? ¿No sería más sensato liberar las tarifas hasta que el mercado encuentre un nuevo equilibrio? ¿No se extendería así la vida útil del equipo y el beneficio para toda la sociedad, logrando además un sistema de transporte privado que no deje plantado al pasajero, siempre y cuando el mismo esté dispuesto a pagar el costo del peaje?

Recuérdese que en 1958, bajo la administración privada, pasaba una guagua cada 15 minutos y no existía crisis del transporte. ¿Qué impide entonces que de nuevo puedan lograrse los mismos parámetros de eficiencia, siempre y cuando cambien las modalidades de propiedad y gestión? Es más, ¿qué impide que el Estado pueda incluso subsidiar el transporte por medios indirectos, sin tener que ser dueño y responsable único de todo el proceso? ¿No sería más racional tratar de reformar la estructura y parar en seco el despilfarro de recursos?

Puede afirmarse entonces que el dogma de la centralización ayuda a perpetuar la crisis económica del totalitarismo, ya que ello requiere que las inversiones generen valor agregado. Esto es imposible de hacer cuando son los burócratas y no los consumidores y los productores los que deciden donde están las oportunidades de inversión. Se convierten, gracias a la estructura imperante, como demuestra el ilustrativo caso del transporte público, en oportunidades de despilfarro para la burocracia.

En fin, es irracional seguir malgastando recursos mediante un sistema de inversión centralizada, que pone la distribución de los recursos en manos de unos burócratas que han demostrado con creces cuán imposible es crear bienestar material con una estructura monopólica de propiedad estatal y cuán fácil gastar la plata ajena. Mucho menos cuando el país acumula, gracias a ello, una inmensa deuda externa que traspasa la carga a otras generaciones. Deuda que seguirá creciendo si no se restaura la autonomía empresarial, si no se modifican los patrones de propiedad.


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