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Sociedad

Pronto adiós a la libreta

Hace 46 años cada familia cubana recibió una cartilla de racionamiento. Una de las promesas del gobierno de Raúl Castro es su abolición.

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Cuando no vocea su mercancía, botellas de salfumán y cloro, entonces susurra Perdóname conciencia.

La vieja canción, un clásico que sobrevive a todas las modas, acompaña la soledad de esta mujer que estaría entre las millones de personas cuya vida sería peor si una de las promesas del gobierno de Raúl Castro llega a cumplirse: abolir la libreta de racionamiento.

"Está loco si la quita… ¿Qué nos va a dar para vivir?, ¿un campamento militar?", se queja esta ex asistente social de 66 años que percibe una jubilación de poco más de 200 pesos, unos 8 CUC.

"Con ese retirito me muero de hambre, pero puedo sacar los mandados", argumenta ponderando la existencia de la libreta de abastecimiento, uno de los documentos emblemáticos de la revolución surgido en marzo de 1962.

La medida aspiraba controlar la inflación fijando precios baratos luego del embargo total decretado ese mismo año por Estados Unidos.

Washington apostó a la asfixia de la dependiente economía de la Isla rebelde y provocó una escasez sin precedentes de bienes y servicios. La Habana devolvió el golpe aceptando arsenal nuclear soviético y estableciendo una cartilla que garantizaba un mínimo de la canasta básica.

De paso, el esquema distributivo auxiliaba a la ideología de un socialismo igualitario, muy caro entonces a Fidel Castro y al Che Guevara, que, sin embargo, no pudo evitar el torpedeo del mercado negro que redistribuyó lo ya distribuido según los bolsillos del mejor postor.

"Daban carne y mantequilla y leche", recuerda exaltado un barbero de 54 años, que "tira cualquier pelao por una monja" (cinco pesos) en un portal de Belascoaín, una de las arterias barrocamente más sucias de La Habana del centro.

Un cliente de patillas canosas contraataca: "Tú lo que eres un nostálgico del comunismo", dice con sorna. Masca un mocho de tabaco y escupe hacia la calle. Una imagen de Santa Bárbara cuelga junto al espejo.

Drama y contradicciones

Muchos están preocupados. En el discurso de toma de posesión como nuevo presidente del país, en febrero pasado, Raúl Castro retomó una de las más controvertidas intenciones del Estado, que no hace otra cosa que demostrar que algunas de sus políticas sociales están tocando fondo.

El general de cuatro estrellas lanzó la advertencia de que serían revisados "las gratuidades y los millonarios subsidios que actualmente suponen numerosos servicios y productos distribuidos de una forma igualitaria, como los de la libreta de abastecimiento, que en las actuales condiciones de nuestra economía resultan irracionales e insostenibles".

Otra vez una pretendida racionalidad del sistema se aleja de sus no menos pretendidos ideales, colocando las contradicciones en boca del propio liderazgo.

La idea no es de Raúl Castro, sólo que él la está acercando a lo inevitable. En el 2005, en uno de sus más prolongados discursos —superó las siete horas— el ex presidente Fidel Castro expuso la perspectiva.

"La libreta de abastecimiento desaparecerá, los trabajadores y los jubilados tendrán mayores ingresos y podrán comprar más productos, porque no se trata de repartir dinero sin una contrapartida en mercancías", adelantó entonces en el Aula Magna de la Universidad de La Habana.

Un año después, el presidente del Banco Central, Francisco Soberón, reactualizó el tema. "Esto resulta catastrófico para la economía del país y éticamente inaceptable".

El financiero aludía a la coartada moral de las autoridades: todos los ciudadanos reciben los beneficios de los alimentos subsidiados, pero no todos deben gozar de ese derecho al obtener ingresos no provenientes de su trabajo, como las remesas o negocios ilícitos.

Aunque la libreta de abastecimiento —en su variante de ropa, calzado y otros bienes manufacturados desapareció al primer manotazo de la crisis en los años noventa— sólo cubre las necesidades elementales individuales entre siete y diez días, continúa siendo un respiro para los sectores de bajos ingresos y una ventaja nada despreciable para los que reciben salarios oficiales medios y altos.

En ese último rango estaría la mayoría de los profesionales, como los médicos, ingenieros e intelectuales, cuyas mensualidades los obligan muchas veces a buscar desesperadamente opciones extradisciplinarias.

Algunos son vendedores de dulces y de flores, otros, como JFD, se dedican a la tapicería. Ya fue obligado a pagar una multa por ocuparse del oficio sin licencia. Su condición de médico le impide acceder a la reglamentación oficial del llamado trabajo por cuenta propia.

"Si tengo que comprar toda la comida de la familia a precios de mercado, no sé qué más podría hacer. Mago no soy", comenta mientras enfunda un confortable camero junto a su par de faena, un oficial retirado del ejército con quien hizo migas en la guerra de Etiopía.

La cuota administrada por el Estado, que se compra en las bodegas, incluye per capita unos tres kilos y medio de arroz, cerca de medio kilo de frijoles, un cuarto litro de aceite, 115 gramos de café, cuatro paquetes de cigarrillos para quienes nacieron antes de 1955, cerillas, chocolate, dos kilos y medio de azúcar, sal, diez huevos, medio kilo de pollo y 250 gramos de picadillo de carne de res mezclada con soya molida.

Los menores de siete años reciben subsidiado un litro de leche diario, que cuesta 50 centavos de un peso (0,025 dólares).

Sin una regularidad mensual, también se distribuyen patatas, dentífrico, algunas pastas y jabones y detergente líquido de calidad dudosa.

Por el conjunto de esas mercancías, los cubanos pagan 26,15 pesos, poco más de un CUC por persona al mes —el 6,6 por ciento del salario promedio—, un precio que se incrementa casi sesenta veces por igual cantidad de bienes en los mercados de divisas, para los cuales no hay alternativas.

El drama comienza entre siete y diez días después de "coger los mandados de la bodega". Entonces "hay que tirarse contra las shopin o tallar con Roberto, o morir con los bandidos de Río Frío.

Pese a los subsidios, algunos productos racionados, como el café, los huevos y los cigarrillos han experimentado espectaculares subidas de precio, justificadas por la mayor cantidad y calidad entregada y las adversas coyunturas internacionales.

Así, un octavo de kilogramo de café, que antes costaba treinta centavos, ahora subió a cinco pesos, que equivalen al 1,4 por ciento del salario promedio, mientras que adquirir los diez huevos per cápita exige desembolsar 5,33 pesos cuando antes era dos pesos.

¿Cuál estrategia seguirá el gobierno?

En su artículo ¿Es viable terminar con medio siglo de racionamiento en Cuba?, el economista cubano Carmelo Mesa-Lago, residente en Miami, despliega cinco hipótesis de estrategias, todas con desenlaces indeseables o cuyos costos políticos y económicos serían demasiados elevados para ser permitidos.

La más plausible de las cinco podría ser una sexta, derivada de todas, en la que el gobierno dispondría de subsidios para las personas vulnerables y las familias pobres —de acuerdo con estudios, estas últimas abarcan más de la quinta parte de la población de 11 millones 200.000 habitantes—, tratando de no desequilibrar aún más la masa financiera en circulación y conteniendo las presiones inflacionarias que hasta el presente han descarnado los bolsillos más ahorrativos.

De acuerdo con datos oficiales, más de mil millones de dólares son sacados del presupuesto anual para adquirir alimentos en el exterior, un fardo que la nueva administración dice querer modificar mediante un fuerte impulso en la agricultura y las nuevas relaciones de producción.

La meta se presenta difícil. El semanario económico Opciones reportó que los matorrales se han transformado en una plaga que cubre la tercera parte de las 3,6 millones de hectáreas de tierras cultivables, casi el noventa por ciento en manos del Estado, el mismo que en 1959 destronó a los latifundistas para al cabo del tiempo convertirse en el que más.


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