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Réquiem por el choteo

Si Pánfilo es genuina expresión de la cultura popular cubana, la nación está irremisiblemente perdida.

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Miguel de Marcos consideró que "La trompetilla ha[bía] muerto" (Bohemia, agosto 26 de 1934, página 19) como consecuencia de la revolución de 1933. La trompetilla es la jitanjáfora del choteo y, a medio siglo del triunfo de la revolución siguiente (1959), parece que el choteo corrió igual suerte fatal.

No puede inferirse otra cosa si la irrupción mass-mediática de un Pánfilo en curda se racionaliza como arranque cívico, en el cual "definió la necesidad de alimentos en Cuba a través de una herramienta histórica: el choteo, y avisó sobre su propio encarcelamiento".

Ante todo hay que exponer la saga completa. Tras haber escapado por casi una década hasta del paripé cubiche de trabajo socialmente útil, Pánfilo aflojó con alcohol las amarras que lo ataban al doblez del carácter nacional y profirió una frase consabida, que internet y la televisión se encargaron de amplificar.

En la recurva a su inusual sobriedad, Pánfilo nos recordó a todos que, mientras no hayamos pasado el río, es mejor no mentarle la madre al caimán. Pero algunos se empeñaron en sacarle partido al beodo "para jolgorio de la audiencia", como puntualizó ya Jorge Ferrer.

Al caer Pánfilo en la trampa mass-mediática, los cancerberos de la revolución se preguntaron qué se había creído ese negrito trasgresor de la regla "a la tercera va la vencida".

Como los motivos para sacarlo de circulación precedían a su aparición en la plaza de la aldea global, sólo hubo que echarle mano al comodín legal del "estado peligroso" y allá fue Pánfilo de cabeza ante el tribunal que, en lugar de aplicarle "medida de seguridad terapéutica" para desintoxicarlo, sumó embriaguez más vagancia igual a "conducta antisocial" para espantarle "medida de seguridad re-educativa": dos años de internamiento en centro especializado de trabajo, que no es lo mismo que cárcel, pero es igual.

Multiplicación improbable

Después del embarque por no sacarle el pló mediático, como Pánfilo mismo pidió, vienen las campañas por su liberación y hasta el alarde de que "el régimen teme a un Pánfilo multiplicado". Nadie se llame a engaño: el castrismo sabe perfectamente que esa multiplicación es tan improbable dentro de la Isla como aquella de los panes y los peces. No en balde ha forjado en cincuenta años la costumbre de que la gente vaya rara vez derechito al objetivo y trate más bien de arreglárselas con subterfugios u ocultaciones.

Desde luego que la clave anticastrista no radica en pedir libertad para Pánfilo, sino en exigir la cancelación del mecanismo represivo "estado peligroso-medida de seguridad", que funciona en paralelo con la maquinaria convencional "delito-sanción". Pero eso es algo demasiado seriote frente al embullo frenético e insustancial con Pánfilo, que arraiga por obra y gracia de las mismas pesadumbres humanas que suelen mantenernos pegados a la pantalla del televisor o de la computadora: la estupidez y el aburrimiento.

Un simple episodio de choteo rústico ha generado hasta recaditos para Pánfilo en la blogosfera, en los cuales se predica una suerte de admiración que, en el fondo, no es tal, sino ademán ridículo y afectado que se nos mete por los ojos, con todo el desgarro del hincharse uno mismo a costa del instantáneo ascenso mediático de una figura cómica y grotesca.

Y así como Pánfilo atrapó en su deriva lo ridículo del castrismo, la deriva intelectual de su choteo sin pulimento se expande hasta lo picúo, esto es: el ridículo específico de caer desde altura mal subida. Ya se urdió que Pánfilo es "marca registrada de nuestro imaginario colectivo" y meterlo preso sería "como si a Machado (…) se le hubiera ocurrido encarcelar a Liborio; o que Batista (…) ordenara a sus esbirros la pateadura de El Bobo".

La distancia metafórica desde Liborio y El Bobo hasta Pánfilo destruye semejante analogía. Ni el empuje de los medios puede acercar la intemperie espiritual de Pánfilo al alcance y sutileza de Liborio y El Bobo, que refrescaban el ambiente social. El choteo a lo Pánfilo, por el contrario, reflejaría más bien el descenso de la cultura ambiente.

Ese choteo es la otra cara de la misma tesitura psíquica que anima a la guataquería. El choteo de Pánfilo descarga públicamente la tensión emocional, que haría la vida menos llevadera; la guataquería de quienes lo apresaron es la manera servil de congraciarse con el poder para también ir tirando. Choteo y guataquería son así desenfreno e inhibición en el mismo juego de supervivencia, aunque la guataquería tenga matiz abyecto.

El choteo siempre fue instrumento ambivalente de crítica y relajo. Y en su función de reajuste social, la válvula de escape se tupe con el otro par de las pesadumbres humanas inventariadas por Ortega y Gasset: la bellaquería, como esa de exponer en vídeo por tercera vez a Pánfilo, y la chabacanería con que el propio Pánfilo encauzó su aliento etílico para descongestionar el ánimo en hipertensión, más allá del umbral de las murmuraciones.

En Pánfilo no se ve esa punta de choteo que llevó a Maceo a pasar frente a La Habana para hacerles creer a los españoles que los mambises ocuparían la Isla. Lo que se nota es el choteo que Mañach hizo responsable "de una gran parte de la morosidad con que hemos progresado hacia la realización de un cierto decoro social y cultural".

En esa forma incivil y con esa ligereza de ánimo al pretender racionalizarlo, el choteo a lo Pánfilo, si es sello auténtico de la cultura popular, torna más difícil, si no imposible, la obra de cualesquiera reformadores del orden actual.


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