Actualizado: 22/04/2024 20:20
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Revolución es destruir

¿Qué se esconde tras la máscara reformista de quienes plagian ideas de los disidentes y a la vez les prohíben participar en el debate?

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Sin rectificación a fondo

Pero también, para los nuevos reformistas, ser revolucionario equivale a continuar adorando el panteón de líderes históricos y vitalicios. Esos que se hicieron de todo el poder y las riquezas desde 1959 con el noble pretexto de servir "al pueblo", o para "cuidarnos", según recientes declaraciones de Mariela Castro.

Equivale también a sostener el viejo mito del enemigo externo (el imperialismo); a hostigar y perseguir a los disidentes —sea cual fuere su posición—, a los que agrupan con el título de gusanos, pese a que los revolucionarios tienen el pernicioso hábito de arrastrarse ante los mandatos del partido único y todopoderoso.

Ahora el enemigo no es sólo "el imperialismo que nos amenaza desde fuera", sino los burócratas que tenemos en casa, que se han encargado de "incumplir" durante décadas las orientaciones de los líderes y han "desvirtuado" el sentido de la obra revolucionaria. Ya el infalible Castro —según asegura Soledad Cruz, y no lo dudo, tratándose de un profeta de tal categoría— nos había alertado desde 1963 sobre el peligro de esta casta que se expandía como una epidemia, ensombreciendo la pureza de los ideales revolucionarios.

He aquí que 44 años después, los burócratas, que por algún misterioso motivo nunca fueron exterminados después de haberse detectado su existencia y su nefasto papel, demuestran su utilidad y son el chivo expiatorio: constituyen el obstáculo que se ha interpuesto entre los dirigentes que detentan el poder y el pueblo, saboteando así el postrer sueño de Martí (la sociedad socialista que construía el gobierno revolucionario) y convirtiéndose en la pesadilla del anciano agonizante que sostuvo la batuta frente a esta disonante orquesta por casi medio siglo.

No obstante, no hay que extrañarse ante estos súbitos cambios en el discurso oficialista. Ser revolucionario es ser arcilla. Por eso son denominados así, tanto los que organizan y participan en los mítines de repudio como los que ahora conceptúan benévolamente de "errores" estos actos bárbaros y repugnantes que son, ni más ni menos, el verdadero rostro de la revolución.

La esencia de la revolución y de los revolucionarios trae consigo un inevitable arrastre de violencia que niega el humanismo de cualquier obra. Ninguna obra verdaderamente humanista puede darse el lujo de negar al hombre en su individualidad. Revolución no ha sido nunca creación, sino destrucción de lo creado. Esto, a despecho de los logros iniciales que comprometieron en este doloroso empeño a una gran mayoría de cubanos que fueron abandonando el proyecto por falso, fantasioso e inalcanzable. Ellos fueron traicionados y, paradójicamente, han sido siempre acusados de traidores.

Diálogo sin exclusiones

Sin embargo, habrá que reconocer (para no parecerse a los revolucionarios) el derecho de ellos —Soledad Cruz y Eliades Acosta incluidos— a expresar sus opiniones, aun cuando desconfiemos de su sinceridad o intenciones. No es necesario llamarles oportunistas. La etiqueta de revolucionarios es suficiente.

A una reflexión de este tipo, desde posiciones no revolucionarias, el diario Juventud Rebelde no le daría un espacio. A pesar de su nombre, no tolera actos de rebeldía. Si se convoca un debate sobre el presente y el futuro de la nación, todos los cubanos tenemos derecho a participar. No en ese futuro inasible y difuso que ha sido el paraíso prometido durante décadas y al que, al parecer, sólo se accede después de la muerte; sino en el que proyectemos alguna vez todos los cubanos.

Abrir todos los espacios que se nos siguen negando es el primero de los cambios que demanda la actualidad de Cuba.


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