Revolución es destruir
¿Qué se esconde tras la máscara reformista de quienes plagian ideas de los disidentes y a la vez les prohíben participar en el debate?
De cara a lo que pudiera parecer el inicio de la era post-Castro, persisten fuertes intereses que pretenden silenciar las voces de cualquier sector de los cubanos de dentro y fuera de la Isla que no se reconozcan devotos de esa especie de fe acuñada bajo el genérico nombre de Revolución.
La escaramuza desatada por la periodista Soledad Cruz —ferviente oficiante de la mencionada fe—, con su supuesto aliento aperturista, así como el llamamiento a debate entre "intelectuales revolucionarios", realizado desde las alturas por Eliades Acosta y al que ella parece responder, demuestran que no se ha superado (ni remotamente) la era de las exclusiones.
Ambos dejan claro que cualquier no revolucionario sigue siendo un apestado, ni qué decir de cualquier otra tendencia ideológica no socialista. Es así que tanto en el discurso de Acosta como en el de Cruz, e incluso en cierta medida en el de los audaces jinetes de las ciencias sociales del socialismo (perdón por el cacofónico engendro), se percibe una expresa voluntad de descalificar —o más exactamente, de ignorar— cualquier otra propuesta que no responda a una misión que ahora más que nunca se avizora titánica: salvar una revolución cuyos propios autores se encargaron de destruir sistemáticamente, después de haber dinamitado cuanta estructura o institución se mantenía precariamente en pie en toda la Isla.
Tan señalada exclusión evidencia que estamos ante el mismo mono, sólo que ahora se presenta vestido de seda.
Debate equivale a polémica
Cambios, consenso, diálogo, debate, son palabras que, aunque de manera bastante tardía, han comenzado a ser esgrimidas por los mismos que ayer preferían los vocablos intransigencia y combatividad para sus discursos; sólo que aún no comprenden el significado completo y cabal que estas encierran.
Conocedores de la fatiga que provocan ya en las masas las eternas convocatorias al sacrificio por la patria y el socialismo, los revolucionarios más perspicaces se colocan apresuradamente la máscara de reformistas y se sirven generosamente de discursos ajenos, plagiando incluso propuestas que hasta hace muy poco eran exclusivas de los opositores moderados y de no pocas voces disidentes en general.
Sin embargo, tal actitud entraña ciertos peligros: los que ahora se revelan consumidores de vocablos, por cuya sola mención han sido perseguidos, demonizados y hasta encarcelados cientos de cubanos a lo largo de casi 50 años, deben entender que los cambios que necesitamos, para que sean reales y duraderos, deben pasar por el respeto a las opiniones diferentes y no sólo limitarse a manifestar diferencias en torno a las mismas opiniones.
También deben entender que un consenso es un acuerdo de opinión, un consentimiento general derivado de una reflexión amplia y madura que incluye un ancho espectro de criterios diversos (plurales) y compromete a una totalidad de intereses y no a un sector o grupo de ellos. Así como que un diálogo es un intercambio respetuoso entre individuos o grupos que no necesariamente tienen un mismo punto de vista pero que de cierta manera comparten espacios y derechos comunes.
Debate equivale a discusión, polémica, enfrentamiento de opiniones divergentes y diversas; es decir, para poner un ejemplo sencillo, todo lo contrario de las Mesas Redondas que se transmiten por televisión diariamente, donde un grupo élite de "panelistas" se "hacen la pala" —como solemos decir para designar a aquellos que se apoyan y acompañan mutuamente— y que, se dice, representan la vanguardia del pensamiento revolucionario.
Hay que señalar, no obstante, que estos personajes, los de la Mesa Redonda, no son precisamente representantes del nuevo sector de "revolucionarios reformistas" que comienzan a llamar a un diálogo (aunque sea de mentiritas), sino que encarnan lo más auténtico de la revolución: son los radicales, intransigentes e inclaudicables.
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