Actualizado: 27/03/2024 22:30
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Política

Asunto de Estado

En medio siglo, La Habana no ha hallado nada mejor para perpetuarse que el fisgoneo.

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Todo el mundo recuerda (o debiera recordar) que hace algún tiempo el disidente Oswaldo Payá descubrió que dentro de su casa, justamente en la habitación donde duerme y realiza sus intimidades más personales, la Seguridad del Estado había colocado micrófonos para espiarlo.

No fue un caso excepcional, sino parte de lo que comúnmente se practica en la Isla. Y no únicamente con los miembros de partidos políticos pertenecientes a la oposición pacífica. También con muchísimas otras personas, mediante pretextos delirantes. Incluso con los propios funcionarios estatales. Basta que la Seguridad del Estado considere de interés político para el régimen las conversaciones de cualquier ciudadano, para que en el acto se violen grotesca e impunemente sus más elementales derechos de privacidad.

Tal vez se recuerde igualmente que al denunciar aquella mamarrachada, Payá declaró que para lo único que debió servirle al régimen fue para comprobar la ejemplar armonía y la felicidad con que su esposa y él llevan el matrimonio.

El papelazo fue de marca. Al punto que cualquier gobierno menudamente sensato (ya que aquí no vale hablar de respetabilidad) hubiese desistido de esta práctica del rascabucheo de Estado, que además de ridícula en grado sumo, debe resultar onerosa, desmoralizadora y bien cara, todavía más para un sistema que sobrevive a saltos entre una y otra y otra crisis económica.

Psicología cavernícola

Pero no. Parece que el régimen no ha podido hallar en medio siglo otro recurso mejor para garantizar lo que ellos llaman la independencia de la patria.

Así que optó por la institucionalización del fisgoneo y la publicación de los (presuntos) trapos sucios de sus opositores, convencido además de que, a la hora de hacerlo, su escuadrón de rascabucheadores se sitúa por encima del bien y del mal.

Tan perdidos andan dentro del pantano de su psicología cavernícola (los del régimen y sus cómplices del exterior), que no sólo incurren en la ingenuidad de alardear públicamente de este ejercicio del esperpento como si fuera una joya demostrativa de la pericia de su aparato de inteligencia, sino que además pretenden venderle al mundo sus resultados como el descubrimiento de una gran conspiración imperial contra ellos.

Fuera para desternillarse de la risa si nos lo permitiesen las arqueadas. Y si no supiéramos que detrás de cada chancleteo mediático (el de hoy, los de ayer y los que faltan) en torno a este asunto, queda siempre en la sombra el dolor, la impotencia angustiosa, el desasosiego, el miedo, el bochorno por compartir sin desearlo cuestiones privadas, la tristeza de tantas familias de cubanos, cuyos integrantes tal vez mueran de viejos (de hecho, han muerto muchos ya) sin poder denunciar el abuso de poder de que fueron víctimas, sin reponerse de sus consecuencias y sin el atenuante aliviador de relatar los detalles.

Queda, además, en el presente caso, el testimonio de una contradicción que aplasta entre los anuncios de renovación tan cacareados por el régimen y su empecinamiento en perpetuar prácticas de sus más execrables momentos de la edad de piedra.


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