Actualizado: 28/03/2024 20:04
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Batista, Castro, Revolución

La fijeza reveladora (I)

Reflexiones y escolios en cuatro partes a propósito de Los últimos días de Batista. Contra-historia de la revolución castrista, de Jacobo Machover

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Más que una “contra historia”, este nuevo aporte de Jacobo Machover resulta una “vera historia”, con el sentido original que tiene esta frase en los anales americanos, desde el contrapunteo fundador entre las Cartas de Relación del capitán Hernán Cortés (testimonio directo inicial), la del cronista oficial —que nunca viajó a América— Francisco López de Gómara y La conquista de México, y la del soldado Bernal Díaz del Castillo y su Verdadera historia de la conquista de la Nueva España. En este caso, sería parte de esa necesaria y siempre muy ocultada versión cubana de “la visión de los vencidos”, vituperados y acallados por una historiografía falsaria pero bien establecida.

Aunque tampoco debe olvidarse que los vencidos de hoy pueden ser, y generalmente resultan al final, los vencedores del mañana. A pesar de sus resultados, nadie puede negar la admirable perseverancia, la heroica resistencia que ante la ceguera interesada y el silencio cómplice de casi todo el mundo, que los luchadores por la democracia en Cuba han demostrado y siguen demostrando, con una fijeza ejemplar contra todos los vientos y mareas adversas. La disyuntiva es terminante: verdad contra mentira; memoria contra olvido.

Machover es hoy uno de los más acreditados, persistentes y documentados especialistas en el estudio histórico de la tragedia cubana. Ha sostenido con una admirable fijeza esa pasión de un historiador comprometido seriamente con la verdad, desde sus primeros estudios hasta el presente. No es, pues, un improvisado, ni un glosador complaciente.

Una de las grandes virtudes de esta nueva propuesta historiográfica, es la capacidad que demuestra para motivar en el lector sus propias reflexiones, comparar sucesos semejantes, recordar hechos olvidados o poco tratados, y elaborar algunas lecciones como balance del panorama ofrecido. En estos aspectos considero que se encuentra lo mejor del libro.

Por otra parte, Machover demuestra ser un perspicaz pesquisidor y analista de los sucesos históricos, así como de sus resultados más trascendentes. Es un historiador riguroso que no teme enfrentar las opiniones fabricadas, ya establecidas por una academia inescrupulosa y manipulada por intereses muy diversos y poco honorables. Confirma siempre esta heroica capacidad expuesta, pues pertenece por su formación cultural, y hasta diría que genéticamente, a la más antigua escuela hermenéutica clásica: la de los filólogos hebreos adiestrados puntual y devotamente en la exégesis de los textos sagrados, la Torah fundamentalmente, sumando innumerables generaciones, las cuales sostienen y acreditan esta aplicada tarea durante miles de años como en ninguna otra cultura. Machover es, en síntesis, nuestro Flavio Josefo insular. Así como hoy algunos tratan de borrar la terrible Shoah, Machover procura y lucha para que no se ignore ese otro holocausto cubano, que cuenta con miles de muertos y millones de desterrados, olvidados, agredidos e ignorados por la complaciente complicidad de sus negadores y detractores.

Para empezar, Machover propone un muy audaz paralelo entre la Cuba de 1959 con la Francia de 1945 y la España de 1936, que ofrece interesantes puntos en común para la construcción de la historia de los hechos recientes. Si Rusia tuvo a sus publicistas entusiastas (John Reed, el primer George Orwell, Bertrand Russell, André Gide), también Cuba se benefició de la enigmática atracción de algunos intelectuales hacia esos fenómenos llamados de “luchas populares”. Machover se consagra al estudio del origen de lo que llama los “60 años de la entrada de Cuba en la historia universal” contemporánea. Hasta ese momento, la Isla casi sólo era conocida por su capital, La Habana, y uno de sus productos que prolongaban y difundían su nombre por el planeta: los habanos.

Algo quizá anecdótico pero que considero revelador, es que, con la admirable perseverancia de un imán, el autor insiste en emplear su nombre en la forma hispana de Jacobo, que lo vincula con Santiago de Compostela, y rehúsa adoptar un Jacques afrancesado y desarraigado, por muy inmerso e identificado que hoy esté con la cultura francesa donde ha pasado su largo exilio. Pero se siente y se muestra sobre todo como un historiador plenamente cubano.

Fueron contados quienes vieron, como advierte Machover, detrás de tanta euforia triunfal con la llegada a la capital de “los barbudos”, que se avecinaba una dilatada tragedia sobre el incauto y alborozado país. Pocas veces antes un sueño pasó tan velozmente de la utopía a la distopía, del sueño a la pesadilla. La “luna de miel” con una prometida liberación duró tan poco, como el clásico merengue a la puerta del colegio.

Fidel Castro y sus cómplices más directos (muchos de ellos después asesinados y sacrificados en altar personal del ego del líder supremo e incuestionable), fabricaron con gran éxito y sin resistencia apenas su ficción del “monstruo” derrocado. Una generación de fotógrafos, diseñadores y gacetilleros (formados curiosamente en las más acreditadas y exitosas agencias publicitarias del mundo, entonces inspiradas por la Escuela de Chicago), trabajó con empeño y gran éxito para crear un “Frankenstein” útil a sus propósitos y muy efectivo. Al demonizar todo lo anterior, empezando por el líder depuesto, se justificaba todo lo que vendría después.

Si Batista siempre aparecía en público y en privado atildado y pulcramente vestido, sin excesos ni lujos, con una corrección republicana, Castro y sus constructores de imagen (Celia Sánchez la primera), prefirieron que en esa etapa se mostrase hirsuto y rural, provinciano y “auténtico”: la estampa cabal del “revolucionario” despreocupado por su aspecto y sin vanidosas ataduras materiales. Si Batista vestía de riguroso dril blanco, Castro lo haría de verde oliva insurgente; si Batista fumaba —escasamente— cigarrillos, Castro se exhibiría por todas partes con su humeante puro, un símbolo fálico purificador, como sahumerio ofrecido a los dioses de la venganza, pues su poder totalitario sería aplicado en el servicio de una “causa superior”, de redención y castigo.

Alguien que supo ver bastante temprano el engaño y lo caricaturizó con precisión implacable, fue un judío neoyorquino, Woody Allen, quien esmirriado en su holgado y patético uniforme, con unas barbas postizas, ralas y descuidadas, personificó fársicamente al nuevo dictador en su Bananas (1971). Él hizo con Castro algo semejante a lo que Chaplin en su momento ejecutó con Hitler en El gran dictador. Quizá ahí se popularizó el término de “repúblicas bananeras”, aunque fue desde la ya olvidada novela Mamita Yunai (1941), del comunista costarricense Carlos Luis Fallas, cuando se utilizó la frase primeramente.

Lejos de implantar, según la retórica leninista, un “Estado de nuevo tipo”, Castro logró imponer, a sangre y fuego (y hasta con aplausos) “una dictadura de nuevo tipo”, que ha resultado ser, hasta ahora, por sus resultados y permanencia, la más perfecta y perdurable del mundo occidental. Sólo la aventaja en el universo oriental la de Corea del Norte. Si ésta es el ridículo “reino de los Kim”, lo que se muestra en la Isla es la grotesca “monarquía de los Castro”, dos nuevos apellidos para el Almanach de Gotha político. Y ambas coinciden en proclamarse como “auténticas democracias”, dando así muestra de la relatividad caprichosa de este concepto, tan desvirtuado en nuestros tiempos. Con la necesaria exclusión de todos los demás países del orbe entero, ellos sí son demócratas, pero el resto no, y por supuesto deben aprender de su ejemplo. Han logrado vender con gran éxito tanto para el consumo interno como el externo, con un persistente y hábil marketing ideológico, la servidumbre como liberación, el yugo como ala, lo negro como blanco y la oscuridad como luz. Sin embargo, el ejemplo norcoreano nunca ha disfrutado la aceptación externa que sí ha tenido y todavía tiene para muchos el modelo cubano, así que sus publicistas han sido mucho más hábiles y efectivos, empezando por su principal histrión y coreógrafo, el carismático Fidel Castro. Y en ese proceso que no ha perdonado flora ni fauna, vivos y muertos, clima y suelo, costa y montaña, selva o prado, la Historia ha resultado también travestida y perversamente desfigurada, de tal suerte que hoy puede hablarse de “dos historias de Cuba”, la oficial y la del resto, completamente discrepantes y contradictorias.


Este trabajo es publicado en entregas consecutivas. La segunda parte del texto aparecerá mañana.