Actualizado: 28/03/2024 20:07
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Opinión, Cuba

Las venas abiertas de una ciudad

Una muerte ha enfrentado a los residentes de una ciudad oriental de la Isla, a la triste realidad de que varias menores de edad han vendido sus cuerpos a turistas depravados

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Hoy, cuando debería publicar la última parte de mis textos sobre el periodismo cubano, una imposibilidad emocional me corta la intención. Porque hablar en este instante de otra cosa que no sea el paisaje lamentable que advierto en la ciudad del Himno, la atmósfera contaminada de dolor que cae hoy sobre este Bayamo de verano encendido, es traicionar la esencia cronista de mi blog.

La pequeña ciudad que habito está cubierta de gris. Un gris de hierro, de violencia. Es una ciudad atemorizada y expectante, cuyos nervios desde hace mucho no han conocido la paz.

Todo empezó con una muerte.

Como siempre, una muerte imposible de aceptar. Esta, menos que ninguna: la muerte de una niña de 13 años de edad.

Su cuerpecito fue encontrado entre arbustos, lacerado por los días, los insectos y la descomposición, un par de meses atrás. Una pequeña prostituta que murió en una habitación alquilada, víctima de la sobredosis de droga que un turista italiano le hizo consumir.

Su historia sacudió a todos los seres de bien en esta ciudad. Nos dolió, nos duele, a quienes por sobre todo tenemos al humanismo como premisa de vida y comportamiento. Su destino (transportada en un auto, a medianoche, abandonada por el turista y cómplices cubanos a merced de perros carroñeros y buitres en ciertos parajes desolados) nos llenó de espanto al conocer, sobre todo, su corta edad.

En el momento de ser descubierta y fotografiada por el equipo policial, llevaba aún la falda amarilla del uniforme de secundaria.

A las autoridades les costó algunas semanas encontrar a los culpables. Las detenciones se sucedieron, una tras otra, sin final. Demasiados nombres bien conocidos estaban implicados de una u otra forma en el homicidio. Quienes hayan vivido en poblados de provincia, tienen idea de cuán explosivo puede resultar semejante caso en un entorno donde, de tan pequeño, todos terminan por conocerse.

A los culpables, les pusieron tras las rejas. A los responsables directos, a los indirectos, a sospechosos y a presuntos conocedores. Los frenazos de gomas, el chirriar de patrullas policiales se repetían en distintos puntos de la ciudad, a cualquier hora y frente a cualquier hogar.

Después, sobrevino la mortal inseguridad. Hasta hoy.

Porque todavía en este segundo en que escribo con sincero malestar, no han cesado las detenciones, los operativos, el despliegue de uniformados que a todas luces pretenden extender la justicia hasta planos que ya no sé si debemos apoyar. Me refiero a un escarmiento social.

Sucede que una triste realidad ha emergido desde las profundidades del caso. Una realidad donde varias menores de edad han vendido sus cuerpos impúberes a turistas depravados que lo menos que pueden inspirar, es desprecio y asco. Un panorama donde ya es comprobada la implicación de algunos familiares, madres incluso, que sabiendo la jugosa mercancía que eran las cinturas de sus niñas, les planchaban las ropas y se las entregaban recién bañadas al mejor postor.

Pero hay más lodo en este mar.

Porque ahora resulta que demasiadas detenciones nos hacen sospechar un ensañamiento social, un río revuelto que en este punto no pretende castigar a los culpables de tan horrendos delitos, sino que nos lleva a pensar en estrategias de otra índole y otra maldad.

Una estrategia que aprovecha la coyuntura, la opinión pública favorable, para barrer sin clemencia a los pocos adinerados de una ciudad pobre por definición, que muy poco o nada habían tenido que ver con hechos de esta naturaleza criminal. Se trata, evidentemente, de acabar con la prosperidad económica de unos pocos cuyas culpas no podemos definir si son ciertas, o si fueron fabricadas.

Hablo de dueños de Casas de Renta.

La niña murió en una de estas céntricas y cómodas casas, que los turistas escogen muchas veces por sobre los hoteles del Estado. La implicación del casero que permitió el alojamiento de un italiano con una cubana menor de edad, quienes solo somos espectadores (por fortuna) no podemos conocerla aún.

Pero tampoco sabemos cuáles argumentos justifican que durante varios días, a las cinco de la mañana se hayan detenido a otros cuatro dueños de Casas de Renta en operativos que paralizaban a la ciudad, estupefacta y atemorizada.

Los apresados, en esta ocasión, eran hombres y mujeres (incluso de avanzada edad, y con enfermedades severas) que salvo puntuales excepciones, hasta ese segundo habían mantenido un status social inmaculado.

Yo no puedo juzgar a profundidad. Yo solo me sumerjo en la realidad que nos envuelve, y de la cual ya es imposible escapar. Pero lo que tuvo lugar en la mañana del martes último, en esta ciudad de historia y festividad, no quiero aceptarlo como destino para nadie más. No creo que pueda ser saludable para un entorno social que ya extraña el oxígeno de la paz.

Antes de clarear el día los camiones y rastras se detuvieron, al unísono, frente a cinco de estos hostales particulares. Cientos de uniformados cortaron el tránsito de las calles, las avenidas, los parques aledaños. Los vecinos de estas zonas amanecieron en medio de ruidos desconcertantes que no alcanzaban a comprender de dónde provenían.

Aún al mediodía los encargados de la tarea montaban objetos sobre las rastras. Lo decomisaron todo.

Camas imperiales y refrigeradores. Sillas plásticas y de madera. Espejos de cuerpo entero, mesas de comedor, imitaciones de pinturas con marcos trabajados. Un jeep deportivo que engancharon a la parte trasera de una rastra. Antigüedades conservadas como reliquias ancestrales, modernos aires acondicionados. Cientos, miles de pertenencias que vaciaban el interior de las casas hasta dejarlas con un silencio de vértigo.

Cinco familias acababan de perder el patrimonio que tras décadas de herencias y compras, de sacrificios y privaciones, de negocios lícitos e ilícitos, habían conseguido atesorar para los suyos. Y lo más pasmoso: sin siquiera haber tenido un juicio aún.

Yo no sé el alcance verdadero de sus responsabilidades, y me niego a emitir juicios demasiado categóricos que a la postre puedan resultar infundados. Pero me atrevo a desempolvar a una Revolución Francesa donde el Incorruptible Maximilien Robespierre instauró su régimen del terror con pretextos de supuesta equidad y justicia social.

Me atrevo a desempolvar las palabras de otro francés, el tristemente célebre Joseph Fouché, cuando afirmaba con placer en sus cartas de informe: Aquí da rubor ser rico, palabras que el biógrafo Stefan Zweig desmentía diciendo que, en verdad, debieron aseverar: aquí da pavor ser rico, por las acciones de sangre que sufría todo aquel que se presumiera más acaudalado que los demás.

¿Cuáles serán las consecuencias sociales de esta cruzada contra delitos que, para cerebros no ingenuos, cruzan las fronteras de lo penable y se confunden con estrategias oportunistas, de índole estatal? Eso no lo puedo saber, no lo puede conocer nadie a mi alrededor.

Esta vez confieso que el entramado a analizar supera mi intelecto, y me declaro un espectador más sin el criterio solidificado.

Pero en cambio, no puedo dejar de alzar mi voz, que es también la de toda una ciudad: un grito que es una bandera blanca para las autoridades de esta localidad.

No puedo dejar de decir que bajo esta inestabilidad social, en este ambiente pervertido de miedo, de excitación, de no saber si será el instante de huir por un delito no cometido, pero que puede surgir de repente; bajo este clima de película surrealista donde todo es posible, los bayameses honestos no queremos vivir más.

Permítanme repetir que todo es posible. Sí. Es posible, por ejemplo, que se extiendan de computadora en computadora, de flash memory a DVD, las imágenes horrendas del cadáver encontrado con su faldita de uniforme escolar, y más horror aún: el video con su necropsia. Ambos se filtraron desde las manos de los propios encargados de la investigación hasta la población general.

Demasiadas veces he debido rechazar, con indignación, la propuesta de alguien que me ofrece estas evidencias para saciar una supuesta curiosidad. El morbo es una de las desviaciones humanas que más he aprendido a detestar.

Yo sé que semejante clima es imposible de sostener. Yo sé que la dialéctica diluirá en algún momento esta pesadilla que, por desgracia, muchos padecerán demasiado tiempo más. Lo mismo culpables que inocentes. Lo mismo los delincuentes cuyos castigos jamás serán suficientes para hacerles pagar por este acto, que los atrapados injustamente en esta red de oportunismo judicial.

Pero desde mi humilde posición de escritor que no ha dejado de impresionarse con el peligro, y con los desafueros de quienes aplican a su antojo la ley, doy votos porque este Bayamo bien amado despierte de la pesadilla social en la que desde hace varios meses permanece sumido.


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