Actualizado: 23/04/2024 20:43
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Cacería de conejos asustados

La élite política comienza a experimentar las convulsiones propias de la transición hacia algún lugar, pero ¿hacia dónde?

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En un país donde los ministros duran tres décadas en sus cargos, demostrando día a día sus incapacidades, los cambios ministeriales son siempre noticia. Y hay razones para verlos como algo más que cambios de rutina, en una nación donde los cardenales padecen ahogadas agitaciones mientras el Papa desfallece, en una larga agonía que en algún momento fue beneficiosa para la élite, pero ya hoy es una carga fastidiosa.

 

Son, por lo demás, remodelaciones sustanciales: han sido afectados 11 ministerios o funciones ministeriales, con la consiguiente salida de igual número de altos funcionarios y el ascenso de otros siete, dos provenientes del Ejército, dos del aparato del Partido Comunista y el resto del propio aparato estatal civil.

 

Entre los destituidos se encuentran personas que habían sido muy cercanas a Fidel Castro, como el ex vicepresidente Carlos Lage y el ex canciller Pérez Roque.

 

Ambos escribieron cartas de renuncia en las que elogiaron la sabiduría de Fidel y Raúl, reconocieron que habían pecado hasta la desvergüenza y prometieron lealtad eterna al Partido. Curiosamente, ambas cartas eran muy similares. Y las dos, muy similares a aquellas retractaciones de la época estalinista, que otra vez pone sobre el tapete que la clase política cubana carece de aquel don que Carlos Marx reconociera entusiasmado en el capitalismo naciente: guardar las apariencias adecuadas.

 

Sin embargo, si observamos lo que ha estado sucediendo en Cuba en los últimos años, y en particular lo que ha estado sucediendo con la élite, casi nada de lo acaecido es una sorpresa.

 

Alianza conservadora

 

El primer dato que asoma es la tendencia a consolidar la alianza conservadora establecida entre los militares capitaneados por Raúl Castro y los burócratas partidistas comandados por José Ramón Machado Ventura. Su primera prueba de fuego fue la integración del Consejo de Estado en febrero de 2008.

 

Visto desde este ángulo, los movimientos efectuados se han nutrido, principalmente, de militares y cuadros del aparato partidista y han afectado a figuras aupadas por Fidel Castro desde los años noventa. Aunque ninguna de estas personas hizo nunca declaración aperturista alguna (ni siquiera un guiñito democrático), siempre era posible creer que por sus edades, experiencias y estilos de actuación, ellos formaban un reemplazo elitista más flexible, que podían llevar la reforma económica y sus aderezos políticos funcionales más allá que la vieja guardia.

 

Por consiguiente, de ahora en adelante, cualquier esperanza de cambio queda centrada exclusivamente en la figura del general-presidente, sin espacio para equívocos.

 

En realidad, la élite emergida de la Revolución —y afanosamente aferrada a su nombre durante medio siglo— ha sido poco dada a cooptar advenedizos. Antes de estas destituciones habían sido sacados de la escena dos jóvenes ayudantes de Fidel Castro —Carlos Valenciaga y Otto Rivero (formalmente destituido ahora)—. Pero mucho antes fueron purgadas figuras militares y civiles que aparecían como estrellas ascendentes: Arnaldo Ochoa, Carlos Aldana, Roberto Robaina y Marcos Portal (probablemente el tecnócrata más sólido y valiente con que el país ha contado en las últimas dos décadas).

 

Dichas purgas eran aisladas y productos del tiroteo entre facciones de la élite, con víctimas de ambas partes y Fidel en la atalaya de observación. Ahora es una inclemente cacería de conejos asustados.

 

¿Fin de la 'Revolución Cultural'?

 

El segundo dato relevante es que Raúl Castro está intentando crear algún tipo funcional, pero perdurable, de institucionalidad. En realidad, su paso por la historia revolucionaria lo muestra en varias ocasiones intentando generar instituciones, y lo hizo con su coto privilegiado: las Fuerzas Armadas. Ahora tiene que hacerlo obligado, por el hecho de que él, a diferencia de su hermano, no puede darse el gusto de querer colocarse por encima de la historia y los mortales.

 

De ahí el énfasis puesto en que la llamada "batalla de ideas" había sido transferida a otros ministerios y que su titular, Otto Rivero, había pasado a mejor vida política. La "batalla de ideas", a pesar de su espiritual nombre, fue un invento de Fidel Castro en sus últimos momentos en el poder para crear una estructura estatal paralela, nutrida con vociferantes jóvenes de línea dura y desde la cual podía dar rienda suelta a sus costosos voluntarismos con el apoyo de los subsidios chavistas.

 

Afortunadamente para todos, este experimento —que a algunos recordó un amago de Revolución Cultural— cesó cuando Fidel Castro se retiró "temporalmente". Ahora el hermano menor le ha dado sepultura definitiva.

 

Finalmente, la defenestración de los dos malogrados delfines tiene una implicación internacional muy importante. Tanto Lage como Pérez Roque habían quedado al frente —cuando Fidel repartió las funciones estatales en julio de 2006— de las relaciones con Venezuela y su climático presidente.

 

Desde esa posición se esmeraron hasta la ignominia por ser simpáticos a Chávez: le llamaron presidente de Cuba, lo elevaron al procerato en discursos disparatados y hasta anunciaron la voluntad cubana de renunciar a la soberanía en aras de la federación con Venezuela.

 

En algunos casos fueron desmentidos públicamente y, con seguridad, en todos vistos con recelos por una jerarquía militar bien formada, con intereses muy definidos y que nunca ha mostrado un interés mayor por Chávez que el monto de su mesada.

 

No es difícil percibir el esfuerzo de Raúl Castro por relajar el pesado abrazo de Chávez. De hecho, ha sido en este campo —la diversificación de las relaciones internacionales cubanas— donde ha obtenido los logros más significativos. Al despedir a los delfines, Raúl Castro no deja ninguna duda de su voluntad de controlar estas relaciones y llevarlas al nivel apropiado a sus intereses.

 

Dentro pero fuera

 

El gélido invierno del patriarca. Fidel Castro anda apurado. Está afuera, pero siempre mete cabeza afirmando que sigue dentro. Pero en realidad está afuera, sin posibilidades físicas para entrar y, al parecer, ya nadie lo quiere otra vez dentro. Por eso escribe reflexiones cada vez más para-lógicas, recibe presidentes con los que se toma fotos de souvenir —como las que se hacen los turistas con los casacas rojas del cañonazo de las 9— y hasta ensaya caminatas por su barrio, casi despoblado, dejando que algunos pocos transeúntes lo vean de lejos y corran la voz de que el Comandante ha vuelto al mundo de los vivos.

 

Desde Caracas, Chávez sigue siendo su porrista más leal. Y por eso su poca elegante diatriba contra sus delfines: demostrar que aún está dentro y agregar un poco de vitriolo a la coyuntura. Pero, en realidad, quien ha conocido la forma de actuar de Fidel Castro sabe que ese no es su estilo. Al contrario, siempre dejó los momentos más represivos a sus allegados —desde aquella vez que condenó a muerte a Eutimio Guerra y se fue sin designar el ejecutor—, en particular a su hermano Raúl, que fungió por cincuenta años como el doberman del sistema.

 

Y es que los papeles aparecen invertidos. Ya desde 2006 Raúl asumió la tónica de reformista, mientras su hermano se colocó en el lado del discurso conservador. Esto le valió al general una notable popularidad (desmedida, si consideramos su magro carisma), incluso de personas que decidieron olvidar los abusos represivos del pasado y apostar sencillamente por salir del bache.

 

Ahora el Comandante vuelve a la carga, dejando en todos un sabor amargo en la boca por la falsedad de sus afirmaciones y por los juicios denigrantes contra quienes fueron sus colaboradores cercanos, aupados personalmente por él. No extraña que abandone a estas personas a su suerte (siempre tuvo un sentido muy funcional de la lealtad), sino su total falta de elegancia y sentido común. Y, por supuesto, nuevamente en beneficio de Raúl Castro, quien emerge como un tipo moderado y discreto, un estadista ajeno a la incontinencia verbal de su hermano mayor. Al menos por el momento.

 

No se sabe si esto será un ejercicio final de anagnórisis o una simple coyuntura, de las muchas que hay en la política. Pero sí la élite política cubana comienza a experimentar las convulsiones propias de la transición hacia algún lugar. Al final, ninguno de los que quedan es un boy scout buscando nuevas experiencias en la vida y la mayoría no tiene más futuro que el horizonte de cinco años por el que fueron "elegidos" en 2008.

 

Y, probablemente, lo importante no sea nada de esto, sino la reconfiguración de clanes políticos que buscarán el control del Estado en el futuro. Probablemente más importante sea la reciente publicación de un libro supuestamente teórico (y también supuestamente escrito) por el hijo de Raúl Castro, un alto oficial con importantes funciones en los pasillos ocultos del Estado. O las andanzas liberales de su hija Mariela —el rostro humano de la familia— o las frecuentes apariciones en público del hijo mayor de Fidel Castro, una de las últimas veces patéticamente disfrazado de su padre.

 

Es decir, la formación de un clan Castro dominante en la política, que Fidel nunca hubiera podido formar. Raúl sí, pues, como se dice, es un hombre amante de su familia. También para estos fines.


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El nuevo canciller, Bruno Rodríguez Parrilla (centro), junto a otros funcionarios cubanos y dominicanos. (AP)Foto

El nuevo canciller, Bruno Rodríguez Parrilla (centro), junto a otros funcionarios cubanos y dominicanos. (AP)