Actualizado: 15/04/2024 23:17
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Cuba, Batista, EEUU

Fulgores de Fulgencio (II)

Segundo de una serie

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Batista, el José de San Martín cubano

¿Fue Batista un “populista”? Definitivamente, no. En todo caso, fue en su momento un gobernante popular, que es muy diferente. Los populistas se caracterizan, sobre todo, por prometer irresponsablemente lo que saben (o quizá creen que sí) no pueden cumplir. A pesar de su casi inexistente educación formal, obligado por su humilde origen, e impulsado por un afán de superación personal, Batista supo convocar y reunir a los especialistas más destacados y congregarlos alrededor de un proyecto de gobierno. Su talento natural y despejado, que muchos de sus fervientes detractores reconocen, no sólo posibilitó la formación de un equipo de asesores, a quienes escuchaba, sino la creación de un estilo de gobierno.

Durante sus períodos de mando, Batista no sólo ayudó decisivamente para crear las condiciones de un desarrollo sustentable, sino que respetó los principios esenciales que lo posibilitaban y además —y esto no es asunto menor— para ello colocó en los puestos decisivos para alcanzar los logros propuestos, a los mejores y más capacitados hombres del momento, con destacadas personalidades como Emeterio S. Santovenia, a quien le encargó la reestructuración del BANFAIC (Banco de Fomento Agrícola e Industrial de Cuba, creado en 1950), con tal amplitud de criterios y sin distinción de “ideologías”, que incluso el historiador marxista y antiguo militante comunista (del Partido Comunista Francés) Julio Le Riverend Brussone, luego implacable represor desde la Biblioteca Nacional de Cuba “José Martí” (1977-1988), disfrutó de una de sus direcciones más estratégicas hasta 1959. Y tampoco desdeñó escuchar opiniones de otros comunistas ortodoxos como Juan Marinello y Carlos Rafael Rodríguez, a quienes agració (por compromisos de las alianzas políticas) con los nombramientos de “ministros sin cartera”, los cuales distaban de ser simbólicos y testimoniales, según se ha tratado de menoscabar: sí opinaban y sí decidían en el Consejo de Ministros. Ninguno de ellos fue una marioneta de decorado en el centro de las decisiones políticas y económicas.

Batista, todo lo contrario de su sucesor, sí reconocía, apreciaba y respetaba el talento de sus colaboradores más escogidos, que provenían de lo más graneado de la intelectualidad cubana: en su equipo estaban, además de Santovenia, el doctor Joaquín Martínez Sáenz, presidente del Banco Nacional de Cuba, y el preclaro ingeniero pinareño Amadeo López Castro, al frente de la Comisión de Fomento, quien logró —con su grupo de activos colaboradores— la Ley de Coordinación Azucarera (extraordinario convenio para la protección de los medianos y pequeños productores, de avanzada a nivel continental), que Batista respaldó decididamente desde 1937. Batista estableció también el Banco de Desarrollo Económico y Social (BANDES) en 1955, organismo de corta pero prometedora vida, que se sumó a otras entidades creadas en el batistato para diversificar la economía cubana más allá de la excesiva concentración en la industria azucarera. Quizá este fue uno de los primeros proyectos realmente serios y responsables para reducir el monocultivo y la monoexportación en la isla, que luego otros se atribuirían inmerecidamente.

Varios analistas de la política económica impulsada por Batista no dudan en calificarlo como un keynesiano intuitivo, lo cual resulta congruente con su afinidad hacia una socialdemocracia responsable para las condiciones latinoamericanas. El ideario social de Batista proponía un compromiso serio y solidario del capital con los obreros y campesinos, a través de un cuidadoso entramado regulado por las leyes, como un balance de intereses complementarios, estableciendo en el país la adopción de una función social para la propiedad privada. Fueron estas premisas las que posibilitaron una alianza —estratégica más que táctica— entre Batista y los comunistas cubanos, y que muchos de sus líderes le expresaran sinceramente su admiración y reconocimiento, no sólo nacionales, sino también extranjeros, como el poeta Pablo Neruda.

Son los hechos y los documentos los que imponen considerar a Batista no como un sátrapa tropical —según se ha encargado de fijar la historiografía que lo denigra, incluso desde el exilio cubano— sino como un auténtico luchador por los intereses de la clase trabajadora, que lo aclamó numerosas veces y sostuvo su apoyo hasta el final, en contra de las fuerzas lideradas por la pequeña y mediana burguesía, y financiada por el gran capital, a quienes lógicamente tuvo que afectar en sus intereses. Su discurso en la Conferencia Anfictiónica de Panamá en 1956 lo confirma puntualmente. Quizá esto explique también el malestar que cierto sector del empresariado nacional profesó contra el mandatario, así como las regulaciones que aplicó en el recién fundado Banco Nacional de Cuba (1948), y las prioridades establecidas en la Financiera Nacional de Cuba. Al caer Batista, y junto con él, el proyecto modernizador cubano, el régimen castrista implantó en 1960 la inoperante pero dócil Junta Central de Planificación (JUCEPLAN), de tristísima y ruinosa memoria.

Batista creía, como buen keynesiano, en un Estado fuerte pero acotado. El BANDES, complementado por el Tribunal de Cuentas —extraordinario avance contenido ya desde la Constitución de 1940 y para nada “decorativo y costoso” según se le ha tratado de descalificar— creaban un sistema de contrapesos que acotaban el poder excesivo del Estado sobre los ciudadanos: era una fuerte autoridad ejecutiva, pero limitada, regulada y balanceada, con una marcada presencia de la consulta a los sectores sociales (sindicatos, empresarios, líderes políticos de oposición…). El sistema económico implantado por Batista necesitaba, en las complejas condiciones insulares, un fuerte poder político, que sirviera de árbitro entre las disputas del Trabajo y el Capital, para que ambos coexistieran pacífica y productivamente. Ningún político cubano antes ni después de él logró algo semejante. Al mismo tiempo que apoyaba las inversiones, procuraba conducir estas hacia los renglones estratégicos del país, y también procuraba un amplio sistema de distribución social de las utilidades en obras de interés público. Los sindicatos cubanos alcanzaron durante su gobierno logros antes impensables, con la creación de fondos de seguros y jubilación bien estructurados, y con el respaldo y la asesoría internacional, como fue el Hotel Habana Hilton, del Fondo de Pensiones de la Caja del Retiro Gastronómico. Instrumentos semejantes fueron adoptados por asociaciones profesionales como los médicos, contadores públicos y odontólogos, entre otros, contando con la activa presencia del ministro del Trabajo, José Suárez Rivas, uno de los más productivos colaboradores del presidente.

El amplio apoyo que Batista brindó para la elaboración ecuménica de la Constitución de 1940 distó de ser algo coyuntural y de conveniencia política: en realidad, su ideario particular social y económico se identificaba plenamente con el modelo propuesto por la carta magna cubana. No era un asunto de apariencias, sino de esencias. Su actitud era mucho más estratégica que táctica: apostaba al futuro, más que a un presente inmediato de urgencias electorales. Tenía la idea de una Cuba no aislada ni enquistada, sino inserta en el mundo, como una nación moderna que pudiese satisfacer las necesidades básicas a partir de su agricultura, ganadería y economía, condicionadas a las regulaciones del mercado, y donde además se apoyara la exportación de bienes de consumo internacional (el tabaco, el ron, los minerales, el azúcar) e interno (el turismo), y buscaba pragmáticamente la prosperidad del país y sus ciudadanos, ajeno a etiquetas ideológicas y alejado de propósitos trascendentales y globalistas. Era, en esos términos, un gobernante práctico, un estadista doméstico, no con pretensiones de hipertrofiada grandiosidad, sino sólo ajustado a una realidad evidente y palpable, satisfecho con el progresivo y cada día más equitativo bienestar de sus gobernados, con una Cuba reducida sensatamente a sus límites geográficos, sin ningún propósito redentorista, ecuménico, o apocalíptico. Era, sencillamente, un hombre sensato y un político práctico. En ese sentido, Batista fue un José de San Martín, quien prefirió alejarse cuando no lo aceptaron. Todo lo contrario del tremendismo de un proyecto majestuoso —y a qué precio— de un Bolívar caribeño poseído por la idea de perpetuarse, obsesionado con la manía de inmortalizarse en la gloria de todos los tiempos a costa del sufrimiento y el sacrificio de su pueblo: un Fidel Castro, por ejemplo. El balance contrastivo entre ambas Cubas, la de ayer y la de hoy, puede ilustrar más convincentemente que cualquier estadística los méritos y bondades de cada modelo.

Batista y Castro representan, pues, las antípodas respectivas de dos formas de concebir, entender y ejercer el Poder, como en su época más de un siglo antes también lo personificaron Bolívar y San Martín en términos muy semejantes. El curso de los acontecimientos ha demostrado quién tenía la razón. En atención a esto, hay que revisar los saldos históricos y enfocar las mirillas para guiar la brújula en la búsqueda de un camino que finalmente nos ofrezca un horizonte mejor, sobre todo, más sensato: realizar el necesario ajuste propio de la concepción de un peculiar “liberal hobbesiano”, o un “optirealista” (como en la reciente visión estadística de Hans Rosling), y sobre todo asumiendo el “posibilismo”, asimilando la lección que nos ofrece con testaruda persistencia la realidad, esa tumba de los grandiosos e irrealizables proyectos utópicos.


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