Discurso, Lenguaje, Opresión
Dictadura y lenguaje (II)
El mensaje del régimen hoy se ve opacado por las muchas alternativas existentes, la inmediatez de la noticia, y la profundidad, el alcance de la internet
La creencia de que la propia visión de la realidad es la única realidad
es el más peligroso de todos los engaños.
Paul Watzlawick
I
Un dilema mayor de cualquier dictadura a través de los siglos es retener el poder con un mínimo de protestas, frustraciones e insurrecciones. El éxito es lograrlo empleando imperceptibles niveles de fuerza; que los propios sojuzgados sean quienes se conviertan en el brazo secular, como apuntara Elías Canetti en su libro Masa y Poder. Algo así como ser y no parecer una dictadura, acaso una dicta-blanda, como decía con sarcasmo Augusto Pinochet.
Tal fue uno de los ases de la llamaba revolución cubana durante los primeros cuarenta y tantos años. Usando una hábil mezcla de mensajes inspiradores, ocultación de los fracasos y represión, la mayoría permaneció encandilada con promesas y futuridades; una buena parte de la población apoyó hasta con su sangre un proceso revolucionario que hubiera tendido su fin natural en la primera década, y perduró más allá de lo razonable, de lo comprensiblemente admisible. Sería interesante repasar algunas características del lenguaje Pre-Continuista para entender por qué el actual control comunicacional se les escapa de las manos. Comencemos por el emisor, quien y de qué manera envía el mensaje. Es un detalle de suma importancia.
Desde el inicio del proceso hubo un solo comunicador llamado Fidel Castro. Hombre de prodigiosa memoria y capaz de hilvanar un discurso por horas donde parecía disgregarse y regresar al mismo tema. Fidel Castro hizo de la tribuna su principal arma de combate, y su pedestal, al decir martiano. Tribuna única e intransferible. Debemos recordar que el Órgano Oficial anunciaba Hablará Fidel y a esa hora se paralizaban los amigos y los que no lo eran tanto. Son inolvidables sus ademanes enfáticos, la manera teatral de acomodar los micrófonos; la voz a punto de quebrarse y de hablar a cientos de miles y al mismo tiempo, parecer hacerlo con cada persona, de manera individual, intima. Entre amenazas y recriminaciones al Imperio, un retozo, una burla al enemigo, un no nos importa con más desdén que cólera. Sus palabras estaban entre una catequesis de inspiración jesuítica —donde se había formado— y una arenga levantisca —aprendida por una temprana desnutrición emocional. Durante más de medio siglo el pueblo cubano —y una parte del exilio— se acomodó a esa sola voz.
Con el absoluto control de todos los medios al interior del país no había posibilidad de alternativas. Por otro lado, la enseñanza, los libros publicados, y todas las manifestaciones artísticas tenían como objetivo enaltecer la épica revolucionaria y al Máximo Líder. El mensaje llegaba directo y claro, sin interferencias.
La entrada Radio Martí en los hogares cubanos fue un golpe inesperado a esa cortina de bagazo comunicacional. El régimen empleó todos los medios posibles para silenciar la alternativa. No bastaban los ruidos para ocultar la novela radial El derecho de nacer; las amas de casa prendían las ollas de presión al mediodía con el pretexto del almuerzo y alzaban la radio todo lo que podían. Era habitual al caminar por las calles cubanas sentir el olor de los frijoles negros y un pitico que envolvía el éter de lo incorrecto. Entonces el mensaje de Radio Martí era variado; una programación reactiva, de denuncia, y también propositiva. El radioescucha cubano no conocía a decenas de artistas y personajes célebres que habían escapado de Cuba después de 1959. También tuvo el hombre y la mujer cubanos otra versión de su propia historia, otro discurso, otro lenguaje.
Hasta ese instante el mensaje y el Máximo Líder eran una misma cosa. Triunfantes porque había un receptor, el pueblo, dispuesto a aceptarlo todo como verdad. Y desechar cualquier información diferente. Si un individuo comentaba lo oído en Radio Martí —Televisión Martí, y disculpen quienes viven de ella, nunca se vio— un hijo de vecino lo negaba, o simplemente no le hacía caso.
La contraofensiva a Radio Martí fue exitosa mientras a quienes iba dirigida podían vivir con cierta decencia antes del mal llamado Periodo Especial. Cuando desaparecieron los Mercaditos y el Mercado Libre Campesino, y al fin repartieron vitaminas sin admitir la polineuropatía carencial, quien negaba a Radio Martí se convirtió en fanático de la onda radial mientras añoraba los frijoles negros. El éxodo de Guantánamo es la respuesta de los receptores —pueblo— a un mensaje tan real como duro: el lenguaje falaz de cualquier dictadura.
II
El régimen y el Máximo Líder habían quedado sin discurso creíble. Fue imprescindible rescatar de las cenizas los intelectuales siquitrillados en los sesenta y setenta. Como el narcisismo de ciertos creadores a menudo es más grande que su honor, el respeto a sí mismos, muchos se montaron en el bote de un nacionalismo atemporal, allí donde pretendieron —y aun lo intentan— encontrar puntos de contacto entre la epopeya martiana de la lucha anticolonial con la jerga antimperialista castrista. Pero no bastaba. Ni siquiera la providencial ayuda del Coronel Golpista a finales de los noventa alivió la brecha cubana entre lo que se dice, lo que se siente y lo que se hace.
Sin casualidades siempre del lado de acá aparece un salvavidas ideológico al Castrismo. Y de eso se trató, literalmente. El niño Elián González fue rescatado mientras flotaba en las aguas territoriales norteamericanas tras el naufragio y muerte de su madre. ¿Qué hubiera pasado si Elián es devuelto a su padre sin alharacas, como muchos creían legal y afectivamente necesario? ¿Acaso no hubo de este lado nadie que predijera lo que iba a pasar si el régimen encontraba otra razón para sostener su discurso pugnaz, de enfrentamiento al Imperio? Se podrán discutir muchas cosas sobre el asunto. El resultado final es el que vale: el Finado convirtió al desafortunado náufrago en asunto de Estado. Seguro de su victoria, por ser un profundo conocedor de las leyes y la idiosincrasia del enemigo, el ex Máximo Líder tomó un segundo aire discursivo cuando mucha gente ya no le creía capaz de reinventarse. La tribuna acusadora, otra vez, su pedestal.
Desaparecido el conflicto, agotado el discurso litigante, prometió que los cubanos verían otra novela muy pronto: la de Los Cinco. No pocos en el mundo compraron la idea de que los espías eran luchadores antiterroristas. La campaña por su liberación es un curioso fenómeno de comunicación social. Parte de un absurdo: trastocar un asesino convicto en inocente para salvar al país de sus propios ciudadanos. El lenguaje dictatorial regresaba, como con Elián, al papel de víctima. Los captores y no los espías, eran los victimarios. El discurso de la dictadura no iba dirigido a los cubanos sino al pueblo norteamericano; profundamente dividido; una parte abogaba en tiempos de Barak Obama por la reconciliación con el gobierno de la Isla. El Finado apeló por segunda vez al papel de David agredido. El Goliat enceguecido, burlándose de la honda, le dio otra oportunidad en la historia.
III
Podría decirse que muerto el Líder se acabó el mensaje. El Continuismo es un proceso dictatorial que rompe, estructuralmente, con el lenguaje aprendido y aceptado por el pueblo cubano durante más de medio siglo. Hay factores que hacen imposible la falacia de la Continuidad, por mucho que se esmeren en afirmarla como mantra salvador.
El primer gazapo del discurso continuista está en los propios emisores. El más afecto al régimen ante la escogencia del Designado debe haberse hecho la pregunta ¿y de donde salió este hombre? ¿No era parte de los llamados talibanes, capitaneados por Lage, Robertico, Hasan, Pérez-Roque y otros muy cerca del pensamiento del Comandante en Jefe? ¿Qué pasó con ellos? ¿En qué pijama o centro de salud los metieron?
Una vez ascendido al segundo puesto en importancia dentro del Partido Comunista, en el Designado —gallo tapao para los mexicanos— el pueblo creyó ver un reformador; sin lazos con la historia de fracasos, este hijo de nadie haría de la tribuna ara, no pedestal. En la memoria colectiva de los cubanos estaba Gorbachov, un joven cincuentón a quien los enemigos de la democracia consideraron traidor, y los amigos, enterrador del autoritarismo —hoy sabemos que cada pueblo tiene el zar que se merece.
El problema es que en la historia de Cuba no ha habido un presidente al que llamaran Sin…casa. A José Miguel Gómez le decían tiburón, a Mario García Menocal, el Mayoral —ambos, por cierto, generales con batallas a cuestas—, a Batista, el Indio, incluso al Finado, y por tantos años en el poder, Macha de Plátano, Caraecoco, Cebolla —las mujeres lloraban en la cocina—, Coma-andante.
Pero ¿Sin… casa? No, eso sí que no. Sin…casa es el peor de los epítetos en un país machista y homofóbico donde la trastienda, a no ser que guste, se defiende de los intrusos desde que se va al preescolar. De modo que ahí comienza el conflicto del Continuista. No se puede ser presidente ni del Comité de Defensa cuando se grita y pinta en la pared semejante adjetivo. Todo lo que diga o haga un individuo así, siempre se reflejará el inconsciente colectivo como que se trata de un Sin…casa.
A ello habría que añadir el papel de ventrílocuo que muchos creen que posee. Cuando este hombre —y muchos otros continuistas— creen decir algo original, la mayoría del pueblo intuye que solo prestan su cuerpo y su voz a unos bisabuelos que desde la placidez de sus cómodos retiros aspiran a una muerte tranquila, silenciosa. De tal manera, los nuevos emisores están descalificados de arrancada: representan la continuidad, más de lo mismo. Han recibido una herencia fatal, y no saben cómo administrarla.
El mensaje del Continuismo, además de ser el mismo de hace sesenta años, sucede en un contexto difícil, dentro y fuera de la Isla. Bajo las condiciones de un Periodo Especial II, sin el Finado y quebrados económicamente, el discurso es cada día menos creíble.
Hablar, por ejemplo, que del municipio dependen todas las soluciones a los problemas cuando existe una economía vertical, centralizada, y las verdaderas finanzas e inversiones pertenecen a una casta militar que no rinde cuentas, es una burla. Decir en público que la ciencia lo resolverá todo es ignorar aquel tristemente famoso movimiento de innovadores y racionalizadores quienes acabaron con cuanta maquinaria venia del extranjero con sus especificaciones. Hablar de encadenamiento productivo en un país infernal, donde si hay fósforos, falta la leña, y hay leña, falta a quien quemar, es un chiste de mal gusto. Continuar culpando al bloqueo de los males, oponiéndosele en cualquier evento, y al mismo tiempo rogar por inversiones del Imperialismo es una absoluta desfachatez.
Fuera de Cuba las cosas han cambiado de manera radical. La influencia se deja ver en cómo el mensaje al interior también se ha modificado. Vivimos en un mundo donde lo inmediato, el goce individual y lo rentable es lo que vale. Puede no gustarnos la manera de la juventud de hoy, para la cual lo inmanente es más importante que lo trascendente; la gratificación individual antes de la colectiva. Cuba y sus jóvenes no escapan a ello. Por esa razón los mensajes de epopeyas y de héroes del pasado, impolutos, casi santos, nada dicen. Los continuistas pueden sentirse dichosos de que no les hayan derribado estatuas, aunque unos inteligentes mancharon con sangre los bustos de José Martí.
El mensaje del régimen hoy se ve opacado por las muchas alternativas existentes, la inmediatez de la noticia, y la profundidad, el alcance de la internet. De ser proactivo, el régimen ha pasado a ser reactivo. Están a la defensiva. No pueden hacer otra cosa. Sus mismos defensores se han preguntado cómo enfrentar la avalancha de información que contradice el mensaje oficial, partidista. Hablan de hacer más potable, digerible, atractivo el mensaje a los cubanos. Las preguntas deberían ser otras: ¿Cómo hacer digerible lo que es repulsivo, mentiroso, feo por naturaleza? ¿Cómo vender una imagen por la televisión cuando se sale a la calle y solo se pueden ver colas, falta de agua, peste, rostros desencajados, mustios, avinagrados?
IV
Una parte sustancial del lenguaje del Continuismo se ha montado sobre el viejo y la nada original imagen de la victimización, del bloqueo; el enemigo externo que explica las carencias. No han hecho una verdadera lectura crítica del pasado ni del presente. Más bien, con un discurso triunfalista, insulso y sin apoyaturas en las realidades, tratan de tirar una cortina de humo comunicacional a un pasado inoperante hoy día.
El receptor es otro. El receptor es el principio y el fin de todo lenguaje. Si no se mueve el receptor, no hay comunicación. O si se mueve de manera contraria a lo esperado… Habana, tenemos un problema. La dictadura continuista ha llegado a su fin existencial porque lo que no puede cambiar es la forma de pensar, de sentir y actuar de la mayoría de los cubanos. Nadie sabe cuánto durará. Pero sí sabemos que es insostenible porque ha perdido, o nunca ha encontrado su propio lenguaje.
Mañana podrían descanelizar el gobierno con un truco de democracia donde un suicida convenientemente preparado pidiera la renuncia del Designado. Nada cambiaria. No hay remplazos para el Finado, y aunque duela admitirlo, un tipo así no nace todos los días ni el mundo de entonces volverá a ser el mismo. Podrían abrir cien canales de televisión con última tecnología y concentrar todo el arsenal comunicativo en una sola institución, como han hecho. Nada cambiaría. La tendencia de las dictaduras es al agotamiento de su propaganda, y en la medida que deja de ser efectiva, aumenta la represión, se hace más visible, descarnada y descarada.
Un elemento positivo pudiera tener el Continuismo, paradójicamente, en cuanto a lenguaje y es que el receptor se torna cada día menos pasivo, acepta con menor mansedumbre y acrítica los mensajes oficiales, de los cuales no solo se ha burlado siempre con chistes y ahora memes, sino que ha aprendido a leerlos al revés: si se presenta como logro es un fracaso; donde prometen algo es porque hay crisis -sucedió con los barrios marginales después del 11J; lo que ocultan es más importante que lo que dicen.
La Continuidad carece de los tres elementos básicos del lenguaje para ser efectiva, perdurable: un emisor creíble, empático, con carisma; mensajes claros y comprobables, no triunfalistas; y un receptor dispuesto a hacer cambios en sintonía con esos mensajes. Este último elemento, el receptor, es el que las dictaduras suelen ignorar. La palabra es mitad de quien la pronuncia y mitad de quien la escucha, dijo con sabiduría el ensayista Michel de Montaigne. La otra mitad. Esa es la que parece irrecuperable.
© cubaencuentro
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