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Actualizado: 23/04/2024 20:43

Plaga, Epidemia, Coronavirus

El socialismo y la plaga

La literatura recoge el dramático final de las dictaduras después de grandes epidemias

La enfermedad del ignorante
es ignorar su propia ignorancia.
Amos Bronson Alcott

Comencemos admitiendo que el socialismo totalitario no es otra cosa que un reciclaje histórico, una actualización moderna del feudalismo. A la distancia de tres siglos, los parecidos son tan grandes entre la época de los monarcas por voluntad divina y los líderes revolucionarios —Generalísimo, Comandante en jefe, Führer, Duce, Gran Timonel— que resultan indistinguibles. En ambas sociedades la separación de poderes no existe; en el socialismo-totalitario o socialfeudalismo las instituciones simulan ejercer como tales. Al final todo se resume en el Elegido, se autonombre rey, emperador o máximo líder, amparado, reverenciado, justificado por una religión. El credo comunista no es otra cosa que eso: un acto puro y duro de fe… pagana.

¿Por qué después de vencer con sangre y sudor los sistemas feudales la Humanidad dio marcha atrás? ¿Es el socialfeudalismo superior, económica y socialmente, a la organización capitalista, de mercado? ¿Hay pruebas de que así sea después de un siglo de práctica errónea, en no pocas ocasiones, punible? Son preguntas que los ideólogos marxistas deberían responder con sinceridad a sus propios pueblos. Afortunadamente, hace tres décadas hubo un regreso a la cordura; en Europa los hombres se sacudieron de encima esas monarquías modernas, improductivas, y, sobre todo, desalmadas. Hoy los países comunistas son menos del 1 % de la población mundial y apenas producen para su sustento. El dato no engaña.

Sin embargo, a pesar de su ineficacia económica, los soviéticos y sus acólitos lograron poner hombres en el cosmos, convertir la mitad del mundo en un silo de armas nucleares, controlar durante setenta años cualquier disidencia al interior de sus feudos-estados. Todo gracias al control exclusivo, total, de los recursos materiales y humanos, y un aparato represivo-desinformativo, metido hasta en la cocina de los hogares. Un rey o un secretario general del Partido pueden poner en función de su capricho, y sus ideas geniales, a toda una nación; no importan los riesgos, los sacrificios, las vidas que puedan costar. Como sus maestros medievales, los modernos sultanes encierran la inteligencia y la disidencia en scriptoriums —llamados centros de investigación adscritos al Partido y el Comité Central— y en las celdas nada monacales de las antiguas Lubyanka, Hohenschönhausen y la actual Villa Marista.

El problema para las sociedades totalitarias surge tras un evento inesperado, accidental o natural, que pone a prueba su capacidad de enfrentamiento. Los hechos de la naturaleza no son predictibles. Y no tienen signo ideológico. Habitualmente, el socialfeudalismo puede controlar el problema al inicio. Cuenta con dos poderosos mecanismos: uno, el control centralizado de los recursos. Dos, en caso de no ser eficaces el ordeno y mando, y que los daños superen la capacidad de respuesta, los medios de comunicación a través de edictos reales hacen su parte en el trabajo de contención mediática.

Las sociedades democráticas suelen demorar sus respuestas. Aunque a largo plazo son más eficaces, y coherentes, sus recursos están dispersos. Viven, además, bajo la lupa de la prensa ávida en noticias, con libertad para informar. Y los líderes, ellos lo saben, son temporales. Deben buscar consensos con otros partidos políticos y con los parlamentos. Cada decisión debe estar respaldada por razones, no por imposiciones. La economía, el mercado, con sus luces y sombras, es una ciencia: indica cuales medidas son factibles y cuales, suicidas. El voto libre y directo es el castigo o la aprobación al trabajo de quienes dirigen.

¿Qué hacían los reyes medievales y los señores feudales cuando las plagas invadían sus territorios, y no podían contenerlas? Cerraban las murallas. Ocultaban las cifras reales de enfermos y fallecidos. Recurrían a la magia y a la oración, a la pócima del hechicero, a la hoguera para los posesos y los discrepantes. Los culpables eran otros hombres, no las pulgas y los roedores, la suciedad y el hacinamiento. Así sucedió en la Peste Italiana de 1630. Con anterioridad culparon de la “peste negra” del siglo XIV a los judíos, prólogo del sambenito arrastrado por siglos hasta llegar al Holocausto.

Del mismo modo, cuando los sistemas socialfeudales fracasan en sus mecanismos de enfrentamiento, y la contención informativa resulta ineficaz, preparan el terreno para culpar a otros. Uno de los episodios más dramáticos en el Siglo XX tuvo que ver con el Gran Salto Adelante —1958-1961— cuando el régimen comunista chino justificó la hambruna con las Cuatro Plagas —mosquitos, ratones, moscas y gorriones. El pueblo fue convocado a matar todos los gorriones. Según el Gran Timonel, las aves eran contrarrevolucionarias. Las fotos de la época son conmovedoras. Después fueron las consecuencias: los gorriones que se comían los gusanos y las langostas desparecieron, y las langostas se convirtieron en una plaga voraz que dejó sin alimentos a millones de chinos. Mao, en cambio, murió sin pedir disculpas ni estar arrepentido, como suele suceder con estos iluminados.

Algo similar ocurrió en la planta nuclear de Chernóbil en 1986. Cuando la radiación llego a países democráticos, y se dio la alarma, entonces fue que los soviéticos dieron a conocer el desastre. Habían hecho desfilar a los trabajadores el Primero de Mayo en la capital de Ucrania para dar la impresión de que todo estaba en orden. No era casual que por aquellos días la economía soviética, bajo el empuje de la contención reaganiana, y la competencia por dominar el aire con la Iniciativa de Defensa Estratégica —conocida como Guerra de las Galaxias— se quedaran sin oxígeno en una carrera contra el tiempo. Gorbachov ha declarado que Chernóbil fue el inicio del final de la Unión Soviética y del Bloque del Este.

Con todas estas historias no es difícil predecir que el régimen cubano empleará todos los recursos disponibles para, primero, detener el contagio y salvar vidas. Ese es su deber. Y la salvación de su honra. En segundo lugar, limitaran de manera enérgica toda la información que signifique fracaso. En la medida que resuelvan, no habrá necesidad de trucar los datos, de desinformar. Pero en caso contrario, el aislamiento comunicacional, no el de persona a persona, sino el del Estado al Pueblo, impedirá que se filtren informaciones fidedignas. Un papel esencial podrá tener los aparatos policiales y parapoliciales en tiempos de la COVID-19 e Internet: censurar y castigar a quienes den predicciones y actualicen datos de manera distinta a las que den el Partido y el Gobierno.

Aquí pudieran venir los engaños “en escalera”: el médico de familia miente al director del policlínico sobre la cantidad de casos sospechosos porque la gente se esconde, niega los síntomas para no ser recluidos en sitios inmundos —dar un vistazo a las fotos de los albergues cubanos. El director del municipio, para no alarmar al provincial, da otra cifra; los pacientes no pasan de tener un resfriado común, sato, dice. Aunque el provincial lo dude, retocará las cifras, y las elevará al ministerio; no puede ser cuestionado en un momento tan crítico. El ministro, que más que todo es un político que algún día fue médico dice, en base a las estadísticas, que no hacen falta tantas pruebas porque la epidemia es leve. Antes de llegar al coordinador médico a cargo de la epidemia, el Partido revisa el informe: esto se puede decir, y esto otro, no. El coordinador médico leerá en televisión lo que le pongan delante en una mesa cuadrada de antemano. En esta cadena casi todos son excelentes profesionales. Pero se saben “eslabonados” a una Cadena Mayor, un argolle que apretaría sin clemencia si osan salir del guion.

En el caso de este virus, altamente contagioso y mortal, será difícil ocultar los pacientes graves y los fallecidos. Los enfermos necesitan cuidados especiales y recursos —medicamentos, ventiladores— que escasean hasta en países altamente desarrollados. No podrán aislar en una escuela formadora de maestros a cientos de enfermos por dengue, y que la prensa no diga nada, en espera de que la cifra de pacientes disminuya. La COVID-19 no se evita con repartir mosquiteros, ni su letalidad merma con brebajes homeopáticos, vitaminas o el milagroso interferón, cuyo efecto parece ser contraproducente en algunos casos. Tampoco se pesquisa con preguntas, casa por casa, porque mucha gente engaña por temor o ingenuidad, y la pesquisa, la única válida en esta infección, es la que se hace con una prueba de laboratorio a personas con o sin síntomas.

Para el régimen cubano y su sistema feudalsocialista, esta es una prueba difícil por su endémica ineficiencia, la habitual manera de engañar a su propio pueblo, a tontos útiles en todo el mundo, y por la COVID-19, un enemigo que no es como aquellos pacíficos gorriones asiáticos, dormidos en los árboles. Desde el lado de acá, muchos desearíamos que este fuera un punto de inflexión; que las nuevas generaciones estén realmente al mando, no supediten la política, su sobrevivencia ideológica-gerencial, al capricho de aquellos que, al ir de salida, ya no aparecen en las fotos oficiales por estar en el grupo de alto riesgo.

La literatura recoge el dramático final de las dictaduras después de grandes epidemias, ciclones, terremotos y erupciones volcánicas. Frente la plaga actual casi la única manera de sobrepasarla satisfactoriamente es haciendo cambios radicales en la forma de pensar y de actuar. Así, la COVID-19 pudiera tener, a esta hora, su mejor víctima propiciatoria: la mentira, esa que ha hecho de nuestra Isla un “paraíso” insufrible.

© cubaencuentro

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