Agricultura, Alimentos, Comida
Las frutas del Canel
El tema alimentario ha vuelto con fuerza a las páginas de los diarios cubanos
¡Frutas, quién quiere comprarme frutas!
Trío Matamoros
Hagamos una sencilla experiencia. Tome usted la página principal del Órgano Oficial. Suprima la fecha actual. Después, tome la misma página del mismo Órgano, treinta, cuarenta, cincuenta años atrás. Corte también le fecha de edición. Compare. Salvo por el amarillo delator y el tamaño de la página —como Bohemia, con el tiempo la hoja se ha encogido, arrugado, emaciado—, los encabezamientos y los artículos, las palabras y las arengas son idénticos: mayor eficiencia y control de los recursos, preparación ideológica de los cuadros, aumentar exportaciones y disminuir importaciones, la batalla contra las ilegalidades, la creatividad revolucionaria, la cadena puerto-transporte-economía interna, lograr mayor satisfacción de las demandas de la población…
Una vez comprobado que el Órgano puede haber sido escrito hoy o hace más de cinco décadas, puede pasarse a “disfrutar” las fotografías. No serán los mismos personajes. Después de tanto tiempo, algunos han muerto, otros enfermado, y algún envejecido, que se resiste a la jubilación. Pero allí están, otra vez, con los mismos gestos y las mismas promesas; con un casco blanco en la fabrica de cemento, con un gorro de tela en la fábrica de yogurt, en un surco sin botas puestas, frente a un edificio recién construido con gorra de pelotero, al timón de un tractor o de una KTP-1 o 2 —perdón, apenas hay caña para cortar y tal vez ni fábrica para producirlas.
Puede que una de las pruebas más contrarrevolucionarias que existen sean esas constataciones fotográficas y escritas. Deben prohibir, si no lo han hecho ya, consultar la prensa revolucionaria de años atrás en hemerotecas y bibliotecas públicas: nada ha cambiado en sesenta años y siguen con lo mismo. Como diría el chota cubano, el pueblo debe vivir dentro del Noticiero de Televisión o en las páginas del mencionado periódico; allí hay de todo y los cubanos siempre sonríen, agradecen, congratulan a sus líderes.
Pues el tema alimentario ha vuelto con fuerza a las páginas de los diarios cubanos. No es para menos. Algo anda peor que de costumbre. En un país con un clima tropical envidiable, y unos suelos, salinizados algunos, aún entre los más fértiles del Caribe, el régimen no ha podido garantizar una amplia oferta de viandas, hortalizas y granos suficientes al alcance de todos los bolsillos. Sabemos —¡saben!— las causas y los remedios, que nada tienen que ver con el congreso norteamericano.
Porque más allá de lo sabido, que el trabajo agrícola debe ser privado, y que es el campesino y solo él es quien debe determinar qué sembrar, cuándo y cómo comercializar su cosecha —extensible esto a la ganadería— el problema de la incapacidad socialista para producir suficientes y variados alimentos está en que la mentira, la estafa y el raterismo campean a todos los niveles. El problema de la incapacidad comunista para alimentar la población no parte de una base económica deficitaria. Podrían mañana tenerse todos los recursos —buenas semillas, fertilizantes, regadíos—, como en la era de la “hermana” Unión Soviética. Poco a poco, como en un barril sin fondo, esos recursos irían despareciendo sin arte y sin magia.
A lo largo de seis décadas, dirigentes y algunos campesinos han ido aceptando esas reglas del juego, donde mentir es una escalera ascendente que comienza en el surco y termina en los escritorios del director de la empresa y del ministro, inefable Acopio mediante. ¿Qué sentido tiene la estafa para todos?
Pura sobrevivencia en un régimen cuyo apotegma es que ser rico es un pecado. En el caso del campesino, la mentira proporciona ciertos beneficios personales como vender “por la izquierda” parte de la cosecha contratada. Su culpa no puede ir más allá de la naturaleza humana; progresar económicamente, él y su familia. La falsedad del dirigente, desde el jefe de lote hacia arriba, da privilegios en proporción al cargo: el jefe de lote roba petróleo de la bomba del regadío; el director municipal usa el automóvil de la empresa a su gusto; el jefe de Acopio, además del automóvil, “forrajea” por nuestros campos y ciudades; los viceministros y el ministro están en todas partes y hacia todas partes van —en un surco, en el Palacio de la Convenciones, en Madrid— y en todas ellas, algo siempre “se pega”.
Algunos analistas han querido ver en la hambruna y la necesidad del socialismo una suerte de control social inducido: tanta hambre como sea necesaria, tan pocos alimentos como sean indispensables. Es una tesis con ciertos puntos débiles. El primero es histórico: la llamada Alemania Democrática no se rebeló contra el comunismo por carencias agroalimentarias, del mismo modo que hay venezolanos comiendo de la basura que no van a mítines opositores. El segundo es psicológico: la libreta de abastecimiento de la Cuba de hoy controla más al ciudadano por donde vive y con quien vive que con una libra de papas desaparecida.
En una de esas reuniones, envidia de H. G. Wells —una máquina del tiempo que no se mueve por cincuenta años— el presidente designado ha hablado informatizar la sociedad y los ‘procesos” al tiempo que se pudren en los campos cubanos toneladas de frutas y hortalizas por falta de una bujía, una goma para un camión de Acopio o simplemente porque el director de la empresa uso el transporte para una gestión personal. Encerrados en una telaraña de ficciones, de autoengaños, sin ir al grano —nunca mejor metáfora— de por qué la malanga, el boniato y la cebolla están “bloqueados” a medio siglo de Revolución, los asistentes son otros, pero al mismo tiempo, son los mismos.
Para su desgracia, el tiempo afuera, el de la vida y el mundo real, va caminando, inexorablemente. Se anuncia, a pesar de todo, la fabricación de quinientas toneladas de embu(s)tidos para la población. Ya no puede traerse a la televisión nacional al hermano mayor del exlíder para enseñar a los guajiros cubanos, tres siglos después, cómo sembrar un plantón de caña. Tampoco reinventar el microjet, que tantos plátanos machos iban a dar que los cubanos no tendrían que combatir el estreñimiento por falta de grasas animales. No se habla de las tilapias, la tenca, la masa cárnica, el Fricandel, el Cerelac, el Chocolatín, el “perro sin tripa” y el picadillo extendido o texturizado —¿?—, inventos que como salvíficos mosqueteros alimentarios del Periodo Especial I, podrían reaparecer veinte años después un poco menos lozanos. Tratar de volver a vender frutas —léase guayabas—, en el Órgano Oficial y en los noticiarios de hoy es de un pésimo y desagradable disgusto.
© cubaencuentro
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