Ir al menú | Ir al contenido

Actualizado: 28/03/2024 20:07

Zares, Rusia, URSS

“Este pueblo necesita un zar”

El partido de Vladimir Putin obtiene un fácil triunfo en las elecciones legislativas. Detrás de él se sitúa el Partido Comunista

Esa mañana del 17 de julio de 1918 en Ekaterimburgo, en los Urales, a 1.300 kilómetros al este de Moscú, y con el pretexto de tomarles una fotografía, el zar Nicolás II, la zarina Alejandra, sus cinco hijos y algunos sirvientes fueron conducidos al sótano de la Casa Ipatiév.

Una vez llegados al sótano, el comisario Yurovski disparó primero contra un zar incrédulo, que no podía creerse lo que ocurría. Acto seguido le volaron los sesos a la emperatriz Alejandra y a Botkin, el médico de la familia. Después, y con los sesos de la zarina ya esparcidos por toda la habitación, tirotearon al príncipe Alexéi, un adolescente enfermo de hemofilia que no se acababa de morir y al que empezaron entonces a asestar frenéticos bayonetazos, que tampoco hacían mella al chocar contra su camisa acorazada de diamantes.

Finalmente destrozaron a tiros, en una lluvia sangrienta, a las princesas María, Olga, Tatiana y Anastasia.

La orden había sido dada por Lenin.

El horror no termina en aquel sótano: cuando los cuerpos son llevados a enterrar, dos princesas comienzan a gemir y son rematadas.

El crimen atroz ha sido contado infinidad de veces, en libros de historia, obras de ficción y el cine. Revivido una y otra vez después de la desaparición de la Unión Soviética. Nada justifica tal espanto, ni siquiera las muchas atrocidades cometidas por una dinastía, los Románov, que durante 304 años y veinte monarcas, gobernaron un imperio que aumentó una media de 142 metros cuadrados al día, o 52.000 metros cuadrados cada año.

“Los Románov viven en un mundo de rivalidad familiar, de ambición imperial, de esplendor escandaloso, de excesos sexuales y de sadismo depravado; es un mundo en el que de repente aparecen extraños de oscuros orígenes que afirman ser monarcas difuntos renacidos, en el que las esposas son envenenadas, los padres torturan y matan a sus hijos, los hijos matan a sus padres, las esposas asesinan a sus maridos, un santón envenenado y muerto a tiros resucita, barberos y campesinos ascienden a los puestos más encumbrados y se coleccionan gigantes y criaturas monstruosas, se lanzan enanos contra la pared, se besan cabezas decapitadas, se cortan lenguas, se arranca la carne del cuerpo a golpe de látigo, se empala a la gente metiéndole una estaca por el recto, se llevan a cabo matanzas de niños; nos encontramos a emperatrices ninfómanas y locas por la moda, ménages a trois con lesbianismo incluido, y un emperador que mantuvo la correspondencia más erótica escrita nunca por un jefe de Estado. Pero también es un imperio construido por conquistadores de corazón de piedra que se adueñaron de Siberia y Ucrania, que tomaron Berlín y París, un imperio que produjo a Pushkin, a Tolstoi, a Tchaikovski y a Dostoievski; una civilización de una cultura eminente y una belleza exquisita”.

Así comienza Los Románov. 1613-1918, del historiador inglés Simon Sebag Montefiore, al que el diario español El Confidencial dedica una reseña.

Solo dos figuras se destacan especialmente en esos tres siglos de estirpe. Los dos que fueron apodados como “Grandes”. Pedro el Grande reinó entre 1682 y 1725. Catalina II la Grande fue emperatriz de Rusia durante 34 años, desde el 28 de junio de 1762 hasta su muerte, a los 67 años. A los dos en la URSS siempre se les contempló con, más que fascinación, un éxtasis más religioso que político: el deslumbramiento del pequeño funcionario petersburgués o el mujik de la estepa ante la grandeza.

Pedro fue un ser descomunal, de considerable estatura (2,04 metros) que torcía la cara constantemente, en toda suerte de tics extraños, debido a los ataques epilépticos. En el Hermitage se puede ver su taller personal. Las mesas, las herramientas, un torno, son enormes. Da la impresión del lugar de trabajo de un gigante, que no trabajaba con maderas sino con troncos enteros de árboles. Se recluía en su taller para buscar un poco de paz, pero era un hombre de guerra. Destrozó a los otomanos en Azov, rechazó una invasión sueca y erigió horcas y cadalsos por todo el imperio para ejecutar a centenares de enemigos más o menos imaginarios.

Catalina II era pequeña, regordeta, grafómana, coleccionaba amantes y no era ni siquiera rusa. En The Scarlet Empress (1934) Josef von Sternberg imagina su mundo, que no es su mundo sino el de Sternberg, con el contubernio de Marlene Dietrich. No reproduce la Historia sino hace historia. En ese paso de una princesa alemana a una gran duquesa rusa lo que más importa no es la actuación de Marlene sino la presencia de Marlene y los decorados descomunales: las figuras grotescas y las enormes puertas y los caballos; la iluminación de los candelabros y el decorado expresionista: un deslumbramiento de erotismo depravado precisamente en el año en que el Código Hays comenzó a imponerse con todo rigor. Pasarían décadas para que de nuevo el cine norteamericano se atreviera a mostrar a doncellas desnudas consumidas por las llamas o sus cuerpos, en desnudo frontal, extraídos de una “doncella de hierro”.

Sin embargo, Catalina II no fue solo una depravada sino una mujer extraordinariamente inteligente, genial, y con una asombrosa capacidad de trabajo. Capaz de mantener correspondencia con Voltaire y de servir de anfitriona (y dicen que también de amante) de Francisco de Miranda. Fue autora de decretos y obras satíricas. Aborreció la esclavitud y se anexionó Ucrania, Crimea, Bielorrusia y Lituania. Cuando el 5 de noviembre de 1796 le atacó la apoplejía en el retrete fueron necesarios seis hombres para trasladar su cuerpo agonizante de vuelta a su alcoba, donde falleció.

El poder absoluto, en cierta medida despojado de la grandeza y el oropel —al menos en vestuario, modas, joyas, lujos exorbitantes y grandes pinturas—, continuó en la Rusia transformada en Unión Soviética.

“El pueblo necesita un zar al que puede venerar y por el que pueda vivir y trabajar”, declaró Stalin en los años treinta. No es que la frase encierre una verdad inmutable, es que siempre surge alguien en el país para hacerla verdadera.

Si Stalin se acerca en voracidad sangrienta a un Románov es a Iván el Terrible (1547-1584), uno de los monarcas más feroces que ha conocido el mundo. También hay aquí una de las más grandes simetrías que, de vez en cuando, luego de varios siglos, repite la historia: el empeño por expandir un imperio y crear al mismo tiempo las condiciones para que, con el paso del tiempo, acabe destrozado. No por gusto al igual una película, en dos partes, una de las cuales se mantuvo en las bóvedas por años, viene a ilustrarnos la paranoia total que genera el poder absoluto: Iván el Terrible, de Serguéi Eisenstein. Stalin ordenó su realización, y también su encierro.

Otro raso que Stalin compartió con los Románov fue un feroz antisemitismo. Durante el cautiverio en Ekaterimburgo, el libro que Nicolás II leía a sus hijos era Los protocolos de los sabios de Sión.

“¿Qué han significado los Románov para Rusia?”, le preguntan a Sebag Montefiore durante una entrevista en el diario español El País.

“Una manera de gobernar. La idea de que solo la autocracia puede proteger al país de la amenaza exterior y del caos interno”. El historiador subraya que esa idea pervivió tras el fin de la dinastía. Stalin se identificaba con ella, dice, “y tras la caída de Berlín en 1945, recordó con mucha intención que Alejandro I había tomado París”.

Tras el fin de la URSS en 1991, y después de los caóticos intentos de democratización, la autocracia ha resurgido en la figura de un excoronel de la KGB.

“Definitivamente hay un síndrome Románov en Putin”, enfatiza Sebag Montefiore en la entrevista de El País. “Su idea de grandeza y de que hace falta dureza para gobernar Rusia proceden de los Románov”.

El partido de Vladímir Putin acaba de triunfar en las elecciones parlamentarias, con el 54,21 % de los votos, del 90 % escrutado. En segundo lugar ha quedado ¡el Partido Comunista!, con un 13,54 % de los sufragios y, tras ellos, el partido de extrema derecha LDPR (13,28 %). La democracia se aleja cada vez más de Rusia.

© cubaencuentro

Subir