Los irracionales y el nuevo «monstruo de Frankenstein»
Los ultraderechistas en EEUU han ido tan lejos en sus posiciones que se han convertido en una especie de comunistas a la inversa, al colocar la lealtad a Trump por encima de sus responsabilidades
Desde hace años una partida de fanáticos intenta apropiarse del Partido Republicano. Lo han logrado en parte. Todo comenzó con un desplazamiento geográfico, pero en realidad ideológico. El ala sureña del partido desplazó a los del norte, que lo habían guiado por años. Los gobiernos de ambos Bush, padre e hijo, fueron la culminación de este período, sobre todo durante el mandato del segundo.
Sin embargo, la llegada a la presidencia de Barack Obama vino a poner de cabeza lo que hasta entonces se consideraba un cambio acorde a las circunstancias del momento. Ahora, con Donald Trump en la presidencia, el gabinete en pleno con figuras en las diversas agencias que no solo desconocen por completo la labor de la mismas sino con un historial público de declaraciones favorables a destruirlas, y los legisladores más retrógrados dominando las diferentes comisiones del Congreso, Estados Unidos ha entrado en una etapa de retroceso social y político del que no se conoce cuál será la salida.
La caída de la política estadounidense en un abismo que trasciende la tradicional división entre republicanos y demócratas obedece a dos hechos fundamentales.
El primero es la estrategia electoral de no conquistar al electorado estadounidense en general sino a una base partidaria caracterizada por su fidelidad y posiciones extremas. Por primera vez en muchos años, la última elección presidencial demostró que el característico acercamiento al centro, tras las votaciones primarias, no era indispensable para ganar la presidencia. Una buena aritmética y un sistema de votación arcaico, basado en registros electorales y no en el deseo de la mayoría del país, era suficiente para llegar a la Casa Blanca.
El segundo tiene que ver con el fallo de la Corte Suprema en el caso Citizens United contra la Comisión Nacional de Elecciones, que permitió a las empresas y multimillonarios gastar cantidades no limitadas de dinero en las contribuciones de campaña, lo que llevó a una mayor polarización ideológica y no a una representación más justa de los intereses de la mayoría ciudadana.
El dictamen de la Corte Suprema revocó todas las limitaciones de la ley Bipartisan Campaign Reform Act (también conocida como McCain–Feingold Act o BCRA), que prohibía a las empresas, incluidas las organizaciones sin ánimo de lucro y sindicatos, invertir en campañas electorales. Ello ha permitido la inversión de grandes sumas de dinero —a favor o en contra de los aspirantes y candidatos presidenciales de los dos principales partidos de este país— en las elecciones de 2010, 2012 y 2016.
Contrario a lo que se pensó en un primer momento, ello no se ha traducido necesariamente en privilegios para las corporaciones, sino en una vía para que algunos de sus principales propietarios, grandes accionistas y millonarios de cualquier tipo pudieran invertir abiertamente en sus objetivos políticos personales.
Mientras que para las corporaciones los cabilderos continuaron siendo los vehículos ideales para lograr leyes a su favor, a la hora de buscar inclinar la balanza política en agendas ideológicas individuales o de grupos de interés, como los fondos en posesión de los grupos de acción política, marcaron la pauta. Así se explica que un candidato presidencial como Trump lanzara en su momento una supuesta campaña contra los cabilderos, para luego en el poder iniciar un gobierno totalmente favorable a las grandes corporaciones estadounidenses y de espaldas a los intereses de la ciudadanía.
En este sentido, el extremismo político que ha dominado en un poderoso sector del Partido Republicano durante los últimos años no ha obedecido al dinero de corporaciones sino de donantes individuales. Con frecuencia, estos grandes donantes promueven los puntos de vista más extremos. El mejor ejemplo en ese sentido es el magnate del juego Sheldon Adelson
En 2012, los principales donantes —que constituyen apenas el 0,1 por ciento— conformaron el 44 por ciento de las contribuciones de campaña, mientras que en 1980 un número igual de donantes privilegiados solo alcanzó el 10 % de la cifra total de dinero dado para la promoción de candidaturas, de acuerdo a un artículo de The New York Times. Las cifras no han hecho más que ir en aumento
Ello explica que figuras como el senador republicano Marco Rubio lograran participar en las pasadas elecciones primarias para la candidatura presidencial de su partido.
El cambio en el Partido Republicano, de un conservadurismo pragmático norteño a un fundamentalismo rural sureño, ha traído como consecuencia una polarización ideológica de los votantes, los cuales han llevado a la Cámara de Representantes a políticos que se aferran a posiciones ideológicas extremas, rechazan el compromiso y se aferran a una “pureza ideológica” que puede complacer a un número limitado de electores, pero se aparta del espíritu moderado y centrista de la mayoría de votantes de este país.
Desde hace años el Partido Republicano necesita de una valoración de sus objetivos y prioridades, y al mismo liberarse del peso extremo que tiene en la agrupación política la vertiente más reaccionaria, dominada en buena medida por los diversos grupos y sectas evangelistas, practicantes de un extremismo en contra del Estado y en lograr una reducción cada vez mayor en los impuestos.
Tras finalizar la Segunda Guerra Mundial, el conservadurismo en Estados Unidos giró en torno a un debate único, que se ha repetido una y otra vez. Analizar ese debate es la mejor forma de comprenderlo.
Lo que se conoce como movimiento conservador norteamericano tiene su origen en las ideas del pensador y político inglés Edmund Burke, quien a finales del siglo XVIII postuló que el gobierno debía nutrirse de una unidad “orgánica”, que mantenía cohesionada a la población incluso en los tiempos de revolución.
El conservadurismo de Burke no se sustentaba en un conjunto particular de principios ideológicos, sino más bien en la desconfianza hacia todas las ideologías. En su denuncia de la Revolución Francesa, Burke no buscaba una justificación del ancien régime y sus iniquidades, tampoco proponía una ideología contrarrevolucionaria, sino que advertía contra todos los peligros de desestabilización que acarreaban las políticas revolucionarias.
Para Burke, lo más importante era salvaguardar las tradiciones e instituciones establecidas en lo que él llamaba “sociedad civil”. Ante el peligro de destruir lo viejo, era mejor tratar de enmendarlo con cautela.
En este sentido, el debate conservador estaba situado entre los que se mantenían fieles a la idea de Burke, de enmendar la sociedad civil, mediante un ajuste de acuerdo a las circunstancias imperantes en cada momento, y quienes buscaban una contrarrevolución revanchista.
Una y otra vez, en los últimos años, dentro del Partido Republicano han adquirido mayor fuerza los contrarrevolucionarios.
Lo que buscan estos contrarrevolucionarios es destruir todas las leyes, principios y normas que llevaron a la creación de una sociedad con servicios de seguridad social, asistencia pública y beneficios para los más necesitados. Volver a la época del capitalismo más salvaje de la década de 1920, existente antes del establecimiento del New Deal/Fair Deal de las décadas de 1930 y 1940 y de la puesta en práctica años después del concepto de la Nueva Frontera/Gran Sociedad de los años 60 del siglo pasado.
Así se explica ese odio sin medida hacia el plan de seguro médico para los estadounidenses puesto en vigor durante la presidencia de Barack Obama. Fuera de Estados Unidos, la idea de que un grupo de ciudadanos de un país se niegue a un seguro universal de salud suena descabellada, pero aquí se justifica no en cuanto al beneficio o no que pudiera producir, sino fundamentalmente como premisa ideológica. Claro que esta premisa ideológica no se muestra solo en su versión más descarnada —la intromisión del Estado en las decisiones del individuo—, sino que se alude desde el gasto, el despilfarro y el déficit nacional hasta la creación de empleos y las restricciones y posibles sanciones a los pequeños negocios. No se trata de discutir la forma de mejorar y ver la opción más eficaz de poner en práctica un proyecto, sino de demonizarlo por completo.
Los ultraderechistas han ido tan lejos en sus posiciones, que no solo han abandonado cualquier vestigio de los planteamientos de Burke, sino que se han convertido en una especie de comunistas a la inversa, al colocar la lealtad al movimiento —en este caso muchos de los postulados puestos en práctica durante el gobierno de Ronald Reagan—por encima de sus responsabilidades.
Los legisladores que en un primer momento siguieron al pie de la letra los principios del Tea Party fueron en buena medida políticos ambiciosos, como Rubio y el senador Ted Cruz, que encontraron en esa agrupación una vía para destacarse y alcanzar una posición independiente de lo que por años fue el establishment republicano. En otros casos se trata simplemente de figuras bastante gastadas dentro de su propio partido, que por temor a perder elecciones se suman a principios que no comparten por completo, pero que no pueden dejar de obedecer por esa forma de tiranía que imponen las urnas.
La irrupción de Trump en la campaña presidencial —y luego su triunfo en las urnas— cambió este panorama: fue en cierta medida el triunfo de los extremos, añorados y temidos al mismo tiempo. “Trump es el monstruo de Frankenstein creado por el Partido Republicano. Ahora él es lo suficientemente fuerte para destruir al partido”, escribió Robert Kagan en The Washington Post. A partir de la llegada del multimillonario a la Casa Blanca, algunos republicanos se han mostrado como el científico enloquecido —arrepentidos de su creación y sin posibilidades de que la palabra “fin” aparezca pronto en la pantalla—, mientras otros se han limitado a bailar al ritmo de su música, sin importarles que el sonido no sea más que un anuncio del desastre. Estos últimos son los verdaderos partidarios de Trump, los fanáticos, los irracionales.
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